El nombre de Eligio, así como el de su padre, Equerio, y el de su madre, Terrigia, prueban que era de origen galo-romano. Nació en Chaptelat, cerca de Limoges, alrededor del año 588. Su padre, un artesano, comprobó que Eligio tenía grandes aptitudes para el grabado en metal y le colocó como aprendiz en el taller de Abón, el encargado de acuñar la moneda en Limoges. Una vez que hubo aprendido el oficio, Eligio atravesó el Loira y se dirigió a París, dónde conoció a Bobbo, el tesorero de Clotario II. El monarca encomendó a Eligio la fabricación de un trono adornado de oro y piedras preciosas. Con el material que le dieron, Eligio construyó dos tronos como el que se le había pedido. Clotario quedó admirado de la habilidad, la honradez, la inteligencia y otras cualidades del joven, por lo que inmediatamente le tomó a su servicio y le nombró jefe de la casa de moneda. El nombre de Eligio se ve todavía en algunas monedas acuñadas en París y Marsella durante los reinados de Dagoberto I y Clodoveo II. El biógrafo de Eligio dice que él labró los relicarios de san Martín (Tours), san Dionisio (Saint-Denis), san Quintín, santos Crispino y Crispiniano (Soissons), san Luciano, san Germán de París, santa Genoveva y otros. La habilidad y la posición del santo, así como su amistad con el rey, hicieron de él un personaje importante. Eligio no dejó que la corrupción de la corte manchase su alma y acabase con su virtud, pero supo adaptarse perfectamente a su estado. Por ejemplo, se vestía magníficamente, de suerte que en ciertas ocasiones sus trajes eran de pura seda (material muy raro entonces en Francia) y estaban bordados con hilo de oro y adornados con piedras preciosas. Cuando un forastero preguntaba dónde vivía Eligio, las gentes respondían: «Id a tal calle; su casa es la que está rodeada por una muchedumbre de pobres».
Es curioso el incidente que se produjo cuando Clotario pidió a Eligio que prestase el juramento de fidelidad. El santo, ya fuese por escrúpulo de jurar sin necesidad suficiente, ya fuese por temor de lo que el monarca podría mandarle que hiciese o aprobase, se excusó de prestar el juramento con una obstinación que molestó al rey durante algún tiempo, hasta que al fin, Clotario comprendió que la razón de la repugnancia de Eligio procedía realmente de su rectitud de conciencia y quedó convencido de que esa misma rectitud suplía con creces los juramentos de los otros ministros. San Eligio rescató a muchos esclavos. Algunos de ellos permanecieron a su servicio y le fueron fieles durante toda su vida. Entre ellos se contaba un sajón llamado Tilo, a quien se venera como santo, y que fue el primero de los discípulos que siguieron al santo del taller cortesano a su diócesis. En la corte Eligio se hizo amigo de Sulpicio, Bertario, Desiderio, Rústico (hermano del anterior) y, sobre todo, de Audoeno. Todos ellos llegaron, con el tiempo, a ser obispos y venerados como santos. Audoeno debe haber sido todavía muy joven cuando le conoció san Eligio; a él se atribuyó durante largo tiempo la Vita Eligii, que los historiadores consideran en la actualidad como obra de un monje que vivió más tarde en Noyon. En esa biografía se describe a san Eligio en la corte, diciendo que era «alto, de facciones juveniles, de barba y cabello ensortijados sin artificio alguno; sus manos eran finas y de dedos largos, en su rostro se reflejaba una bondad angelical y su expresión era grave y natural».
Dagoberto I heredó la estima y la confianza que su padre profesaba al santo, sin embargo, como tantos otros monarcas, Dagoberto prefería que su consejero le guiase en los asuntos públicos y políticos más que en las cuestiones íntimas de su conducta moral. El rey regaló a san Eligio las tierras de Solignac del Limousin para que fundase un monasterio. Los monjes, que se establecieron allí el año 632, observaban una regla que combinaba las de san Columbano y san Benito. Bajo la dirección experta del fundador, tres de los monjes se distinguieron en diferentes artes. Dagoberto regaló también a Eligio una casa en París para que fundase un convento de religiosas, que el santo puso bajo la dirección de santa Aurea. Eligio pidió al rey unos terrenos para completar los edificios, y el monarca se los cedió. El santo sobrepasó ligeramente la superficie que el rey le había otorgado y, en cuanto cayó en la cuenta, fue a pedirle perdón. Dagoberto, sorprendido de tal honradez, dijo a los cortesanos: «Algunos de mis súbditos no tienen el menor escrúpulo en robarme posesiones enteras, en tanto que Eligio se angustia por haber tomado unas pulgadas de tierra que no le pertenecen». Naturalmente, un hombre tan honrado podía ser un embajador maravilloso, por lo que, al parecer, Dagoberto le envió a negociar con el príncipe de los turbulentos bretones, Judecael.
San Eligio fue elegido obispo de Noyon y Tournai. Por la misma época, su amigo san Audoeno fue elegido obispo de Rouen. Ambos recibieron la consagración episcopal el año 641. San Eligio se distinguió en el servicio de la Iglesia tanto como se había distinguido en el del rey. En efecto, su solicitud paternal, su celo y su vigilancia fueron admirables. Desde luego, se preocupó por la conversión de los infieles, pues la mayoría de los habitantes de la región de Tournai no se habían convertido aún al cristianismo. Una gran porción de Flandes debe la conversión a san Eligio. El santo predicó en los territorios de Amberes, Gante y Courtrai. Por más que los habitantes, salvajes como fieras, se burlaban de él por ser «romano», el santo no se dio por vencido, sino que asistió a los enfermos, protegió a todos contra la opresión y empleó cuantos medios le dictó su caridad para vencer su obstinación. Poco a poco, los bárbaros se ablandaron y algunos se convirtieron. San Eligio bautizaba cada día de Pascua a cuantos había llevado a la luz del Evangelio durante el año. Su biógrafo nos dice que predicaba al pueblo todos los domingos y días de fiesta, y que le instruía con celo infatigable. En la biografía del santo hay un extracto de varios de sus sermones combinados en uno solo, con lo que basta para comprobar que Eligio tomaba pasajes enteros de los sermones de san Cesario de Arles. Tal vez sería más correcto decir que fue su biógrafo el que tomó esos pasajes de san Cesario, pero lo cierto es que en las dieciséis homilías que se atribuyen a san Eligio, se observa la misma influencia de san Cesario. Una de esas homilías es probablemente auténtica. Se trata de un sermón muy interesante, en el que el santo predica contra las supersticiones y las prácticas paganas entre las que menciona las fiestas del 1 de enero y del 24 de junio, y la costumbre de no trabajar los jueves («dies Jovis») por respeto a Júpiter. También prohibe los maleficios (así los bíblicos como los de otras especies), la adivinación de la suerte, el análisis de los presagios y otras supersticiones que existen todavía en muchos países. En seguida, invita a la oración, a la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo, a la unción de los enfermos, a la señal de la cruz y a la recitación del Credo y de la oración del Señor.
En Noyon san Eligio fundó un convento de religiosas. Para gobernarlo, hizo venir de París a su protegida, santa Godeberta, y a uno de los monjes del monasterio que se hallaba situado fuera de la ciudad, en el camino a Soissons. El santo promovió mucho la devoción a los santos del lugar; durante su episcopado, fueron esculpidos por él mismo o bajo su dirección, algunos de los relicarios mencionados arriba. San Eligio desempeñó un papel muy importante en la vida eclesiástica de su tiempo. Poco antes de su muerte, durante un corto período, fue consejero de la reina regente, Batilde, quien apreciaba mucho su criterio. El biógrafo del santo da algunos ejemplos que muestran la alta estima que le profesaba la reina, ya que ambos tenían en común no sólo la manera de ver los problemas políticos, sino también una gran solicitud por los esclavos (Batilde, cuando niña, fue vendida como esclava). El efecto de aquellos sentimientos se reflejó en los resultados del Concilio de Chalon (c. 647), que prohibió la venta de esclavos fuera del reino, e impuso la obligación de dejarlos descansar los domingos y días de fiesta. El único escrito ciertamente auténtico de san Eligio es una encantadora carta que envió a su amigo san Desiderio de Cahors: «Cuando tu alma se vuelca en oración ante el Señor, acuérdate de mí, Desiderio, que me eres tan querido como otro yo ... Te saludo de todo corazón y con el más sincero afecto. También te saluda nuestro fiel compañero Dado.» Este era san Audoeno. Cuando llevaba diecinueve años de gobernar su diócesis, san Eligio tuvo una revelación sobre la proximidad de su muerte y la predijo a su clero. Poco después, contrajo una fiebre. A los seis días convocó a todos los miembros de su casa para despedirse de ellos. Como todos se echasen a llorar, el santo no pudo contener las lágrimas. En seguida, los encomendó a Dios y murió unas cuantas horas más tarde. Era el l de diciembre del año 660. Al enterarse de que el santo estaba enfermo, la reina Batilde partió apresuradamente de París, pero llegó a la mañana siguiente de la muerte de Eligio. La reina organizó los preparativos para trasladar los restos al monasterio que había fundado en Chelles, aunque otros querían que fuesen trasladadados a París. El pueblo de Noyon se opuso a todos los proyectos y Eligio fue sepultado en la ciudad. Sus reliquias fueron más tarde trasladadas a la catedral, donde se conservan todavía, en gran parte. Durante mucho tiempo, san Eligio fue uno de los santos más populares de Francia. En la Edad Media, se celebraba su fiesta en toda la Europa del norte. San Eligio es el patrono de los orfebres y los herreros. También se le invoca en lo relacionado con los caballos, por razón de ciertas leyendas. El santo practicó su oficio toda su vida y todavía se conservan algunas de las obras que se le atribuyen.
Tal vez la vida de san Eligio es, entre las de los santos merovingios, la que más revela sobre la vida cristiana en esa época, por lo que no es extraño que se haya escrito mucho sobre el santo. La obra básica es la «Vita S. Eligii», un documento excepcionalmente largo, que, según dijimos arriba, se atribuye a san Audoeno. El mejor texto es el que editó B. Krusch en Monumenta Germaniae Historica, Scriptores Merov, vol. IV, pp. 635-742; puede verse también en Migne, PL., vol. LXXXVII, cc. 477-658. Es cosa cierta que san Audoeno escribió sobre su amigo, pero la biografía que se conserva fue escrita en Noyon más de medio siglo después. Aunque probablemente dicha obra contiene la mayor parte de la de san Audoeno, la refunde y la completa en muchos aspectos. Hay varios artículos más de E. Vacandard sobre san Eligio, entre los que mencionaremos particularmente los de la Revue des questions historiques (1898-1899), donde discute muy a fondo la cuestión de la autenticidad de las homilías que se atribuyen al santo. Véase también Van der Essen, Etude critique sur les saints mérovingiens (1904), pp. 324-336.