Después del abandono, las luchas y la opresión durante el reinado de los dos soberanos daneses, Harold Harefoot y Artacanuto, el pueblo inglés acogió con júbilo al representante de la antigua dinastía inglesa, san Eduardo el Confesor. «Todos reconocieron sus derechos», y la paz y tranquilidad que prevalecieron en su reinado, hicieron de él el más popular de los monarcas ingleses, aunque hay que reconocer que los normandos, a quienes el santo había favorecido con su amistad, exageraron más tarde la importancia de su gobierno. Las cualidades que merecieron a Eduardo ser venerado como santo, se refieren más bien a su persona que a su administración como soberano, pues, si bien era un hombre piadoso, amable y amante de la paz, carecía tal vez de la energía necesaria para dominar a algunas de las poderosas personalidades que le rodeaban. Ello no significa que haya sido un hombre débil ni supersticioso, como se ha dicho algunas veces. Aunque su salud no era vigorosa, poseía una fuerza de voluntad poco aparatosa, pero capaz de triunfar de la influencia de sus enemigos. Eduardo era hijo de Etelredo y de la normanda Ema. Durante la época de la supremacía danesa, fue enviado a Normandía, cuando tenía diez años, junto con su hermano Alfredo. Este volvió a Inglaterra en 1036; fue capturado, mutilado y al fin murió a causa de los malos tratos que le prodigó el conde Godwino. En vista de ello, san Eduardo no volvió a su patria sino hasta 1042, cuando fue elegido rey; tenía entonces cuarenta años. Al cumplir cuarenta y dos, contrajo matrimonio con Edith, la hija de Godwino. Era ésta una joven muy bella y piadosa, «cuya mente era un verdadero arcón de artes liberales». La tradición sostiene que san Eduardo y su esposa guardaron perpetua continencia, por amor a Dios, y como un medio para alcanzar la perfección; pero el hecho no es del todo cierto, y mucho menos sus motivos. Guillermo de Malmesbury, quien escribió ochenta años más tarde, afirma que todo el mundo sabía que el rey y la reina observaban la continencia, pero añade: «lo que no se ha conseguido averiguar es si el monarca procedía así por desprecio a la familia de su esposa o simplemente por amor a la castidad». El cronista Rogelio de Wendover repite esta opinión, pero cree que san Eduardo no quería «tener sucesores que perteneciesen a una familia de traidores». Sin embargo, debe reconocerse que ese motivo parece traído por los cabellos. En este caso no existe razón alguna para preguntarnos por qué san Eduardo contrajo matrimonio si no pensaba consumarlo, ya que el poder del conde Godwino constituía la mayor amenaza para su reino y su matrimonio lo resguardaba. En efecto, Godwino era el principal enemigo de un grupo de normandos cuya influencia se dejaba sentir sobre todo en la corte, tanto en el nombramiento de los obispos como en otras materias de menor importancia. Al cabo de una serie de incidentes, la hostilidad que existía entre los dos grupos hizo crisis, y Godwino junto con su familia fueron desterrados; aun la misma reina fue encerrada en un convento por algún tiempo.
Los cronistas de la época alaban sobre todo las «leyes y costumbres del buen rey Eduardo». La administración equitativa y justa de san Eduardo le hizo muy popular entre sus súbditos. La perfecta armonía que reinaba entre él y sus consejeros se convirtió más tarde, un tanto idealizada, en el sueño dorado del pueblo, ya que durante el reinado de Eduardo, los barones normados y los representantes del pueblo inglés ejercieron una profunda influencia en la legislación y el gobierno. Uno de los actos más populares del reinado de san Eduardo fue la supresión del impuesto para el ejército; los impuestos recaudados de casa en casa en la época del santo, fueron repartidos entre los pobres. Guillermo de Malmesbury nos dejó la siguiente descripción del santo monarca: Era «un hombre elegido por Dios: vivía como un ángel en medio de sus ocupaciones administrativas y era evidente que Dios lo llevaba de la mano... Era tan bondadoso, que jamás hizo el menor reproche al último de sus criados». Se mostraba especialmente generoso con los extranjeros pobres y ayudaba mucho a los monjes. Su diversión favorita era la caza con arco y con aves de presa, y solía pasar varios días seguidos en los bosques; pero ni siquiera en esas ocasiones dejaba de asistir diariamente a misa. Era alto y majestuoso, de rostro sonrosado y de barba y cabello blancos.
Durante su destierro en Normandía, san Eduardo había prometido ir en peregrinación al sepulcro de san Pedro en Roma, si Dios se dignaba poner término a las desventuras de su familia. Después de su ascenso al trono, convocó un concilio y manifestó públicamente la promesa con que se había ligado. La asamblea alabó la piedad del monarca, pero le hizo ver que su ausencia abriría el camino a las disensiones en el interior del país y a los ataques de las potencias extranjeras. El rey se dejó convencer por el peso de esas razones y determinó someter el asunto al juicio del papa san León IX, quien le conmutó su promesa por la obligación de repartir entre los pobres una suma de dinero igual a la que hubiese gastado en el viaje y le ordenó que dotase a un monasterio en honor de san Pedro. San Eduardo escogió para esto una abadía en las cercanías de Londres, en un sitio llamado Thorney, la reconstruyó y la dotó con gran munificencia, empleando en ello su propio patrimonio, y obtuvo que el papa Nicolás II concediese a la abadía amplios privilegios y exenciones. Dicha abadía recibió a partir de entonces el nombre de West Minster (monasterio del oeste) para distinguirla de la de San Pablo, que estaba situada al este de la ciudad. Originalmente había en el monasterio setenta monjes. Más tarde, se disolvió la comunidad y la iglesia fue transformada en colegiata por la reina Isabel I. Los monjes de la abadía de San Lorenzo de Ampleforth son los sucesores jurídicos de los monjes de la abadía fundada por san Eduardo. La iglesia actual, conocida con el nombre de Westminster Abbey, fue construida en el siglo XIII, en el sitio donde se levantaba la abadía de san Eduardo.
El último año de la vida del santo se vio turbado por la tensión entre el conde Tostig Godwinsson de Nortumbría y sus súbditos; finalmente, el monarca tuvo que desterrar al conde. Durante las fiestas de la Navidad de ese año, se llevó a cabo con gran solemnidad y en presencia de todos los nobles, la consagración del coro de la iglesia abacial de Westminster, el 28 de diciembre de 1065. San Eduardo estaba ya muy enfermo y no pudo asistir a la ceremonia; Dios le llamó a Sí una semana más tarde, el 5 de enero. Su cuerpo fue sepultado en la abadía. La canonización de san Eduardo tuvo lugar en 1161. Dos años después, su cuerpo, que estaba incorrupto, fue trasladado por santo Tomás Becket a una capilla del coro de la abadía, el 13 de octubre. En el siglo XIII, el cuerpo de san Eduardo fue trasladado a una capilla situada detrás del altar mayor, donde reposa en la actualidad; sus reliquias son las únicas que permanecieron en su sitio (si se exceptúan las reliquias de un santo desconocido llamado Wite, que se conservan en Whitchurch de Dorsetshire), después de la tormenta de impiedad desatada por Enrique VIII y sus sucesores. A san Eduardo se atribuyó por primera vez el ejercicio del poder de curar «el mal de los reyes» (la escrófula) ; sus sucesores ejercitaron también ese poder, aparentemente con éxito. Alban Butler afirma que, «desde la revolución de 1688, sólo la reina Ana tuvo ese poder»; pero el cardenal Enrique Estuardo (que era de iure Enrique IX y murió en 1807) también lo ejerció. San Eduardo es el principal patrono de la ciudad de Westminster y patrono secundario de la arquidiócesis; su fiesta se celebra no sólo en Inglaterra, sino en toda la Iglesia de Occidente desde 1689.
H. R. Luard publicó en 1858 en la Rolls Series una colección de biografías de san Eduardo. Dicha colección incluye, además de un poema franco-normando y un poema latino de fecha tardía, la obra anónima titulada Vita Aeduardi Regis, escrita, según se cree, poco después de la muerte del santo. Osberto de Ciare escribió otra biografía hacia 1141; fue editada en Analecta Bollandiana (vol. XLI, 1923, pp. 5-31) por M. Bloch, quien expone largamente su opinión de que la biografía anónima no es anterior al siglo XII y debió ser escrita entre los años 1103 y 1120. Existe otra biografía, que es una adaptación de la de Osberto, llevada a cabo por san Etelredo; ha sido frecuentemente editada entre las obras de dicho santo. Además, hay una buena cantidad de noticias biográficas en la Crónica Anglo-sajona y en las obras de Guillermo de Malmesbury y Enrique de Huntingdon. Inútil decir que los historiadores modernos han estudiado a fondo el reinado de san Eduardo, por quien generalmente no tienen gran simpatía; véase sobre todo E. A. Freeman, Norman Conquest, vol. II. Acerca de la relación de san Eduardo con Westminster, véase a Fleete, History of Westminster Abbey, editada por Armitage Robinson (1909). Por lo que se refiere a la fama de san Eduardo como legislador, F. Liebermann demostró en Gesetze der Angelsachen que el llamado «Código de San Eduardo» fue redactado cincuenta años después de la conquista normanda y que no está basado en ninguna de las leyes que se atribuyen a san Eduardo. Acerca del poder de curar el mal de los reyes, cf. M. Bloch, Les rois thaumaturges (1924). El apelativo de «El confesor» se utiliza sobre todo para distinguirlo de su abuelo y san Eduardo II «el mártir» (que no fue propiamente mártir, aunque murió asesinado). Pero de los dos, el más conocido es el que celebramos hoy.
El artículo del Butler-Guinea (tomo IV, pág. 104ss) contiene algunos detalles más de historia inglesa, que han sido sintetizados.