San Basilio y otros escritores griegos honran a este prelado con el epíteto de «el Grande», y san Atanasio le llama el «Maestro de la Iglesia Católica». Alejandría, donde Dionisio hizo sus estudios, era entonces el centro del saber. El joven, que era aún pagano, se entregó ardientemente a los estudios. El mismo cuenta que se convirtió a la fe tanto por una visión que tuvo y una voz que escuchó, cuanto por el examen imparcial de los documentos:
«Yo también he leído los escritos y las tradiciones de los herejes, manchando mi alma durante algún tiempo con sus abominables pensamientos; pero de su lectura he sacado este provecho: el de refutarlos dentro de mí y odiarlos más que antes. Por cierto que un hermano, uno de los presbíteros, trató de disuadirme, temiendo que me revolcara en el fango de su malicia y mi alma quedara manchada; como sentía que decía la verdad, el Señor me mandó una visión, que me fortaleció, y me llegó una voz, que dijo expresamente: "Lee todo lo que te venga a las manos, porque tú eres capaz de enderezar y probar todas las cosas; éste ha sido para ti desde el principio el motivo de tu fe"» (Eusebio, Hist. eccl. 7,7,1-3).
Con el tiempo, llegó a ser profesor en la escuela catequética de Orígenes y supo desempeñar su cargo con tal tino que, cuando Heraclas -que era el director de la escuela en ese momento- fue elegido obispo, le confió durante quince años la dirección de la escuela. El año 247, Dionisio fue elevado al episcopado. Poco después, el populacho, azuzado por un profeta pagano de Alejandría, se dedicó a perseguir violentamente a los cristianos. Dionisio describió esa persecución en una carta a Fabio, obispo de Antioquía. Poco después, el edicto de Decio dio alas a los perseguidores, de suerte que el gobernador de Alejandría mandó a un pelotón de soldados a arrestar al obispo en cuanto se promulgó el edicto. Los soldados buscaron a Dionisio en todas partes, excepto en su casa, de la que no había salido para nada. Cuatro días después, el santo trató de escapar con sus criados y familiares, pero el grupo fue descubierto y todos fueron arrestados, excepto uno de los criados, quien contó lo sucedido a un campesino que se dirigía a una boda. Aunque el campesino no era cristiano, consideró que aquello constituía una ocasión excelente para reñir con la policía y corrió a dar aviso a los otros invitados a la boda. Inmediatamente, todos acudieron a rescatar a los prisioneros, como «movidos por un solo impulso» y dispersaron a los guardias. San Dionisio, creyendo que se trataba de un grupo de bandoleros, se ofreció a entregarles sus prendas de vestir, pero una vez aclaradas las cosas, cuando los invitados a la boda le dijeron que estaba en libertad, el santo se afligió mucho por haber perdido la corona del martirio y se negó a partir. Pero aquellos egipcios, que no entendían de mística martirial, le montaron por la fuerza en un borrico y le condujeron a refugiarse en el desierto de Libia. Allí permaneció Dionisio con dos compañeros, gobernando la sede de Alejandría desde su retiro, hasta que cesó la persecución.
Más tarde, el cisma de Novaciano contra el papa san Cornelio desgarró la unidad de la Iglesia. El antipapa envió a Dionisio una embajada para ganarle a su causa, pero el santo respondió: «Deberías haber sufrido cualquier cosa antes de desgarrar la unidad de la Iglesia con un cisma. Morir en defensa de la unidad hubiera sido tan glorioso como morir en defensa de la fe y aun más glorioso, según mi opinión, porque de la unidad depende la seguridad de toda la Iglesia. Si vuelves con tus hermanos a la unidad, tu pecado será perdonado y si no puedes lograr que tus hermanos vuelvan, salva por lo menos tu propia alma». Para oponerse a la herejía de Novaciano, que negaba que la Iglesia tuviese el poder de perdonar ciertos pecados, san Dionisio ordenó que no se rehusase la comunión a la hora de la muerte a ninguno que la pidiere en las debidas disposiciones. Como Fabio de Antioquía se inclinaba a favorecer el rigorismo de Novaciano para con los pecadores, Dionisio le escribió varias cartas en las que combatía ese principio. En una de ellas refiere que un hombre llamado Serapión, quien llevaba hasta entonces una vida irreprochable, había tomado parte en un sacrificio pagano, por lo cual se le negó la comunión. Durante su última enfermedad, nadie quería darle la absolución y el enfermo desesperado, comenzó a gritar: «¿Por qué me retenéis aquí? ¡Dadme la libertad que necesito!» En seguida, envió a su nietecito en busca de un sacerdote y como éste no podía acudir, le envió la Sagrada Eucaristía por medio del niño, como se acostumbraba hacer en los períodos de persecución. En esa forma, Serapión murió en paz. San Dionisio afirma que Dios le prolongó milagrosamente la vida para que pudiese recibir la comunión.
Por aquella época, empezó a hacer estragos una epidemia de peste que duró varios años. San Dionisio escribió un relato de la catástrofe, donde compara la caridad de los cristianos, muchos de los cuales murieron mártires, con el egoísmo de los paganos, quienes a pesar de ello, murieron en mayor número. Combatiendo el error que sostenía que Cristo había de reinar en la tierra con sus elegidos mil años antes del día del juicio, Dionisio dio muestras de ser un exégeta agudo; en efecto, el entusiasmo con que combatió ese error dogmático, le permitió descubrir en el Apocalipsis ciertos argumentos que algunos «críticos avanzados» habían de emplear siete siglos más tarde. El santo tomó también parte en la controversia sobre el bautismo conferido por los herejes; según parece, él personalmente se inclinaba a considerarlo como inválido, pero se atuvo a las normas del papa San Esteban I. También tuvo que combatir el sabelianismo, que se había difundido entre los cristianos de Pentápolis. Escribiendo contra ellos, san Dionisio expresó ciertas opiniones por las que fue denunciado ante el papa que llevaba su mismo nombre, y el pontífice san Dionisio escribió contra los errores del obispo, de suerte que éste publicó después una explicación de su doctrina.
El año 257, Valeriano renovó la persecución. El prefecto de Egipto, Emiliano, convocó a juicio a san Dionisio con algunos miembros de su clero y los exhortó a ofrecer sacrificios a los dioses protectores del imperio. San Dionisio replicó: «No todos los hombres adoran las mismas divinidades. Nosotros honramos a un solo Dios, creador de todas las cosas, quien ha conferido el poder imperial a Valeriano y a Galieno. A Él elevamos nuestras oraciones por la paz y prosperidad de su reinado». El prefecto trató de convencerlos para que adorasen a las divinidades romanas junto con su Dios y, como no consiguió ningún resultado, los desterró a Kefro, en Libia. El destierro duró dos años. Cuando san Dionisio regresó a su diócesis en 260, la ciudad de Alejandría estaba en pleno desorden. En efecto, una cuestión política había provocado la guerra civil, y la violencia reinaba en toda la ciudad. Los incidentes más insignificantes eran ocasión de cruentas reyertas. Todos los hombres portaban armas, por las calles se encontraban tirados los cadáveres y la sangre corría por todas partes. La actitud pacífica de los cristianos no los salvaba de la violencia, y san Dionisio se quejaba de que no se podía permanecer en casa ni salir a la calle sin peligro de la vida. El santo se vio obligado a comunicarse por carta con sus fieles, pues decía que era menos aventurado hacer un viaje del Oriente al Occidente que ir de un sitio a otro en Alejandría. A estas desgracias vino a añadirse la peste. En tanto que los cristianos se dedicaban a asistir caritativamente a los enfermos, los paganos arrojaban a las calles los cadáveres putrefactos y aun echaban fuera de sus casas a los agonizantes.
San Dionisio murió en Alejandría a fines del año 265, después de haber gobernado su diócesis con gran prudencia y santidad durante diecisiete años. San Epifanio cuenta que su recuerdo se conservó en la ciudad gracias a una iglesia que se le dedicó, pero sobre todo, gracias a sus virtudes y sus escritos, de los que sólo se conservan algunos fragmentos. El nombre de san Dionisio figura en el canon de las misas maronita y siria.
Casi todo lo que sabemos sobre San Dionisio procede de Eusebio y de las cartas del santo conservadas por Eusebio. En los escritos de san Atanasio y otros Padres antiguos hay algunas alusiones de poca importancia. La mejor edición de lo que queda de los escritos de san Dionisio, es la de C. L. Feltoe (1904), quien publicó además, en 1918, ciertas traducciones y comentarios. Chapman dedicó al santo un artículo muy completo en la Catholic Encyclopedia. Véase también Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. II, pp. 206-237; también las monografías de F. Dittrich (1867) y J. Burel (1910); y Delehaye, Les passions des martyrs ... (1921), pp. 429-435. Ver la Patrología de Quasten, tomo I, BAC.