Uno de los más prometedores alumnos del colegio fundado en Sevilla por san Isidoro fue un muchacho de noble cuna llamado Braulio, que llegó a ser un estudiante tan sobresaliente, que Isidoro lo consideraba más como amigo que como alumno y acostumbraba enviarle sus propios escritos para que los corrigiera y revisara. Braulio se preparó para el sacerdocio, recibió la ordenación y en el 631, cuando la sede en la ciudad de Zaragoza quedó vacante al morir su hermano, el obispo Juan, los prelados de las diócesis circunvecinas se reunieron para elegir un sucesor y su elección recayó en Braulio. Se dice que fueron ayudados en su elección por la aparición de un globo de fuego que descansó sobre su cabeza, mientras una voz pronunciaba estas palabras: «Este es mi siervo a quien yo he escogido y en quien descansa mi espíritu». Como pastor, San Braulio trabajó celosamente para enseñar y alentar a su grey y, al mismo tiempo, para estirpar la herejía arriana que continuaba floreciendo, aún después de la conversión del rey Recaredo. Se mantuvo en estrecho contacto con san Isidoro, a quien ayudó en su tarea de restaurar el orden de la Iglesia y regularizar la disciplina eclesiástica. Una pequeña parte de la correspondencia entre los santos se ha conservado hasta nuestros días.
Tan grande era la elocuencia de san Braulio y su poder de persuasión, que algunos de sus oyentes aseguraban haber visto al Espíritu Santo en forma de paloma, descansar en su hombro y comunicarle al oído la doctrina que él predicaba a la gente. Tomó parte en el cuarto Concilio de Toledo, que fue presidido por su amigo y maestro san Isidoro y también intervino en el quinto y el sexto. Este último concilio le encomendó escribir una respuesta al papa Honorio I, quien había acusado a los obispos españoles de negligencia en el cumplimiento de sus deberes. Su defensa fue digna y convincente.
Los deberes del buen obispo no le impidieron su constante ministerio en su iglesia catedral y en la de Nuestra Señora del Pilar, donde pasaba muchas horas del día y de la noche en oración. Aborrecía toda clase de lujo: sus ropas eran ásperas y sencillas, su comida simple y su vida austera. Siendo un elocuente predicador y agudo conversador, convencía por la fuerza de sus argumentos y su absoluta sinceridad. Su generosidad para con los pobres fue solamente igualada por el tierno cuidado que tenía de su rebaño. Los últimos días de su vida fueron ensombrecidos por la pérdida gradual de la vista; prueba muy dura para cualquiera, pero en especial para un hombre tan aficionado a los libros. Al aproximarse su fin, él se dio cuenta y, el último día de su vida lo pasó recitando los salmos. Según una leyenda, que sin embargo parece ser relativamente moderna, una música celestial resonó en la cámara mortuoria y se oyó una voz que decía: «Levántate, amigo mío, y ven conmigo». El santo, como despertando de un sueño, replicó con su último aliento: «Voy, Señor, estoy listo».
De los escritos de san Braulio tenemos la «Vida de San Emiliano», con un poema en su honor, cuarenta y cuatro cartas que fueron descubiertas en León, en el siglo XVIII, y que arrojaron gran luz sobre la España visigótica, así como un elogio de san Isidoro y un catálogo de sus obras. Se dice que completó algunos escritos que san Isidoro dejó sin terminar y es, casi con certeza, el autor de las Actas de los Mártires de Zaragoza. San Braulio es el santo patrón de Aragón y uno de los más famosos santos españoles.
Ver el Acta Sanctorum, marzo, vol. II; Florez España Sagrada, vol. XXX, p. 305 ss; Gams. Kirchengeschichte Spaniens, vol. II, pt. 2, pp. 145-149; C. H. Lynch, St. Braulio (1938). Pero la obra indispensable es la edición crítica de las cartas del santo por J. Madoz, publicada en Madrid en 1941. Una biografía un poco más extensa, con detalles de la obra y bibliografía actualizada, en Di Berardino, Patrología, IV, BAC, 2000, pág 115-118.