Cuando el emperador Teodosio el Grande buscaba a un hombre a quien confiar la educación de sus hijos, el papa san Dámaso le recomendó a Arsenio, un senador tan versado en las ciencias sagradas como en las profanas. Arsenio se trasladó a Constantinopla para ejercer el cargo de tutor de los hijos del emperador, Arcadio y Honorio. Se cuenta que en cierta ocasión Teodosio el Grande fue a ver a Arcadio y Honorio y los encontró sentados, mientras Arsenio les explicaba las lecciones de pie; al punto ordenó a sus hijos que en adelante escuchasen de pie las lecciones y pidió a Arsenio que tomase asiento. Pero Arcadio y Honorio no hicieron nunca honor a su tutor, quien, por otra parte, se sentía llamado a retirarse del mundo. Finalmente, después de haber pasado diez años en la corte, Arsenio oyó claramente la voz de Dios, que le decía: «Huye de la compañía de los hombres para salvarte». Arsenio partió, pues, de Constantinopla y se trasladó por mar a Alejandría. Después de la muerte de Teodosio, los monjes con quienes Arsenio vivía se burlaban de él llamándole «Padre de los Emperadores»; Arsenio, que sufría por no haber conseguido hacer hombres decentes de sus dos pupilos, huyó al desierto para olvidar su fracaso.
Los superiores de los monjes de Scete, ante quienes se presentó, le confiaron al cuidado de san Juan el Enano. Cuando los monjes se sentaron a comer, Juan el Enano se sentó con ellos, dejando a Arsenio de pie y sin saber qué hacer. Tal recepción era un rudo golpe para la vanidad de un antiguo miembro de la corte. Pero lo que siguió fue todavía peor: san Juan el Enano, tomando una rebanada de pan, se la arrojó a los pies y le dijo con aire de indiferencia que comiese si tenía hambre. Arsenio se sentó alegremente en el suelo a comer. San Juan quedó tan satisfecho al ver ese gesto, que consideró que no hacía falta probar más a Arsenio antes de recibirle y dijo a los monjes: «Este hombre será un buen fraile». Por falta de atención, Arsenio conservaba al principio ciertas costumbres cortesanas, como la de sentarse con la pierna cruzada, y sus compañeros veían en ello cierta ligereza o falta de recogimiento. Pero los monjes más antiguos, que tenían gran respeto por Arsenio, no querían humillarle en público haciéndoselo notar; así pues, se pusieron de acuerdo en que uno de ellos cruzaría la pierna en una reunión y soportaría sin replicar la reprensión de otro. Arsenio comprendió al punto la lección y no volvió a cruzar la pierna. El nuevo monje pasaba el tiempo tejiendo esteras con hojas de palma. En vez de cambiar el agua en la que humedecía las hojas, se contentaba simplemente con añadir más según se iba consumiendo. Algunos monjes preguntaron a Arsenio por qué no tiraba el agua sucia, y el santo respondió: «con el mal olor del agua sucia hago penitencia por haber empleado, en otro tiempo, perfumes lujosos». Arsenio vivía en la mayor pobreza; durante una enfermedad, hubo de mendigar la pequeña suma que necesitaba para procurarse medicinas. Como la enfermedad se prolongase, el sacerdote del desierto de Scete trasladó a Arsenio a su propia celda y le recostó en un lecho de pieles de bestias salvajes, con una almohada en la cabecera. Algunos ermitaños condenaron el hecho como un lujo. En cierta ocasión, un empleado del emperador llevó a Arsenio el testamento de un senador que le había dejado por heredero de su fortuna. El santo tomó el documento y lo hizo pedazos, a pesar de que el enviado imperial le previno de que ello podría acarrearle dificultades. Arsenio se contentó con responder: «Yo morí antes que el senador y, por consiguiente, no puedo ser su heredero». El santo debía practicar, sin duda, ayunos muy severos, pues, aunque se le daba una ración muy reducida de grano para todo el año, él se las arreglaba para regalar a otros una parte de ella.
Con frecuencia pasaba toda la noche en oración. Los sábados tenía por costumbre asistir a los rezos del crepúsculo y permanecer con los brazos en cruz hasta la salida del sol. Dos de los discípulos de Arsenio vivían cerca de él; se llamaban Alejandro y Zoilo. Algo más tarde, se añadió a esos dos discípulos un tercero llamado Daniel. Los tres se distinguieron por su santidad y sus nombres aparecen con frecuencia en las historias de los padres del desierto de Egipto. San Arsenio admitía rara vez a los visitantes. En cierta ocasión, fue a visitarle Teófilo, el obispo de Alejandría, con algunos compañeros y le rogó que le diese algunos consejos para bien de sus almas. El santo les preguntó si estaban dispuestos a seguir sus consejos. Cuando los visitantes le respondieron afirmativamente, Arsenio les dijo: «Bien, entonces os mando que, cuando alguien os pregunte dónde vive Arsenio, no se lo digáis, o bien decidles que se eviten la molestia de ir a visitarle y que le dejen en paz». El santo no visitaba nunca a sus hermanos, a los que veía de cuando en cuando en las conferencias espirituales. El abad Marcos le preguntó un día por qué rehuía de esa manera la compañía de sus hermanos. Arsenio replicó: «Dios es testigo de que os amo de lodo corazón. Pero, como no puedo estar con Dios y con los hombres al mismo tiempo, prefiero dedicarme a conversar con Dios». Sin embargo, no dejaba por ello de dirigir espiritualmente a sus hermanos, y todavía se conservan algunos de sus dichos. Con frecuencia repetía: «Muchas veces he tenido que arrepentirme de haber hablado, pero nunca me he arrepentido de haber guardado silencio». Solía también traer a colación lo que san Eutimio y san Bernardo se repetían para renovar su fervor: «Arsenio, ¿por qué abandonaste el mundo y para qué has venido a la religión?» En cierta ocasión, los monjes le preguntaron por qué pedía consejo a un iletrado, puesto que él era tan versado en las ciencias. Arsenio replicó: «Es cierto que conozco un poco de las culturas griega y romana; pero todavía me queda por aprender el "ABC" de la ciencia de los santos, y este monje ignorante lo conoce a la perfección». Evagrio del Ponto, que se había retirado al desierto de Nitria el año 385, después de haberse distinguido en Constantinopla por su saber, preguntó al santo por qué tantos hombres muy versados en las ciencias hacían tan pocos progresos en la virtud, en tanto que algunos egipcios analfabetas alcanzaban un alto grado de contemplación. Arsenio respondió: «Si nosotros no progresamos, es porque nos gloriamos de la vana ciencia que poseemos; en cambio, esos analfabetas egipcios, que conocen perfectamente su debilidad, ceguera e insuficiencia, avanzan en la virtud por el verdadero camino de la humildad». Los autores antiguos hablan muy frecuentemente del gran don de lágrimas de san Arsenio, que lloraba sus propios pecados y los del prójimo, particularmente la debilidad de Arcadio y la falta de juicio de Honorio.
San Arsenio era bien parecido y muy alto, aunque con los años se encorvó un poco. Era de figura elegante y su rostro reflejaba a la vez la majestad y la mansedumbre. Su cabello era muy blanco y la barba le llegaba hasta la cintura; pero las lágrimas que derramaba continuamente le habían carcomido los párpados. Tenía cuarenta años cuando abandonó la corte y vivió hasta los noventa y cinco años en la mayor austeridad. Estuvo cuarenta años en el desierto de Scete, hasta que la irrupción de los bárbaros le obligó a salir de ahí, hacia el año 434. Entonces se retiró a la roca de Troe, que dominaba la ciudad de Menfis y, diez años más tarde, a la isla de Canopo en las costas de Alejandría; pero, no pudiendo soportar la proximidad de dicha ciudad, se retiró a morir a Troe. Sus hermanos, viéndole llorar en sus últimas horas, le preguntaron: «Padre, ¿por qué lloras? ¿Tienes miedo de morir, como tantos otros?» Arsenio respondió: «Sí, tengo miedo y no he dejado de temer ni un solo instante desde que fui al desierto». Sin embargo, Dios le concedió una muerte muy apacible, y el santo pasó al Señor lleno de fe y de la humilde confianza que inspira la caridad perfecta, el año 449 o 450. En el canon de la misa del rito armenio se menciona su nombre.
En Acta Sanctorum se halla la biografía griega escrita por Teodoro el Estudita, con una traducción latina. En 1920, T. Nissen editó un texto de dicha biografía, que los bolandistas no conocían, en Byzant. Neugriech. Jahrbuch, pp. 241-262. Ver también el comentario de Acta Sanctorum, julio, vol. IV, y A dictionary of Christian Biography, vol. I, pp. 172-174.