San Andrés Avelino nació en Castronuovo, pequeña población del reino de Nápoles, en 1521. Sus padres le pusieron por nombre Lancelote. El joven determinó abrazar el estado clerical, se estableció en Nápoles, y estudió derecho canónico y civil. Después de obtener el doctorado y el sacerdocio, empezó a practicar en las cortes eclesiásticas, pero su oficio le envaneció hasta el punto de llevarlo a la disipación. Una vez, después de ganar un proceso legal con una mentira, leyó por la noche en la Sagrada Escritura las siguientes palabras: «la boca mentirosa da muerte al alma» (Sab 1,11). En seguida, resolvió dejar el oficio de leyes y hacerse religioso. En ese ministerio demostró tanta prudencia y habilidad que, en 1556, el cardenal Escipión Ribiba le confió la tarea de reformar a las religiosas de San Arcangelo de Baiano. El convento tenía muy mala fama, y tanto las religiosas como ciertos hombres que acostumbraban visitarlas recibieron muy mal al santo y aun llegaron a golpearle. A pesar de que estaba pronto a dar su vida por Cristo y por las almas, sus esfuerzos resultaron infructuosos y, finalmente, hubo que suprimir el convento.
Entre tanto, el P. Avelino había determinado abrazar la vida religiosa. Así pues, ingresó en la congregación de los clérigos regulares conocidos con el nombre de Teatinos, que san Cayetano había fundado treinta años antes en Nápoles. Su maestro de novicios fue el beato Juan Marinoni. El P. Avelino, que tenía entonces treinta y cinco años, cambió su nombre de pila por el de Andrés, para manifestar el cambio que se había operado en su vida. Pasó catorce años en la casa de los teatinos de Nápoles. A causa de su bondad, su fervor y su exacta observancia, fue elegido sucesivamente maestro de novicios y superior. Uno de sus discípulos fue el P. Lorenzo Scupoli, autor del «Combate Espiritual», quien ingresó en la Congregación de los Teatinos a los cuarenta años. Muchos prelados que deseaban reformar la Iglesia en Italia, como el cardenal Pablo Aresio y san Carlos Borromeo, supieron reconocer las grandes cualidades de san Andrés Avelino, así como su celo para formar mejor al clero. En efecto, san Carlos Borromeo pidió, en 1570, al superior general de los teatinos que enviase al santo a Lombardía. Así se hizo, y bien pronto quedó fundada en Milán una casa de su congregación. Instalado en la ciudad, san Andrés llegó a ser amigo íntimo y consejero de san Carlos. Más tarde, fundó otra casa en Piacenza y, con su predicación convirtió a algunas damas nobles, indujo a otras a entrar en la vida religiosa, y «agitó la ciudad» de tal modo, que algunos se quejaron ante el duque de Parma, quien le mandó llamar. San Andrés se justificó ampliamente ante el duque, y la duquesa quedó tan impresionada, que le tomó por director espiritual. En 1582, el santo regresó a Nápoles. Con su predicación, convirtió a muchos pecadores e ilustró la inteligencia del pueblo sobre los errores del protestantismo, que empezaba ya a cundir hasta en el sur de Italia.
Se cuentan varios milagros de san Andrés. Por ejemplo, un hombre que no creía en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, fue a comulgar por respeto humano y por miedo; pero después se sacó la hostia de la boca y la envolvió en su pañuelo. ¡Cuál no sería su sorpresa al encontrar, más tarde, su pañuelo manchado de sangre! Aterrorizado y lleno de remordimientos, el hombre fue a ver a san Andrés Avelino, quien contó lo sucedido, pero se negó a revelar el nombre del culpable para que no se le persiguiese por sacrilegio. El 10 de noviembre de 1608, a los ochenta y ocho años de edad, san Andrés sufrió un ataque de apoplejía en el momento en que empezaba a celebrar la misa y falleció en la tarde de ese mismo día. Su cuerpo fue expuesto en la cripta de la iglesia de San Pablo, a donde acudieron grandes multitudes; muchos de los presentes guardaron mechones del cabello del santo como reliquias y, al arrancárselos le hicieron algunas cortaduras en la cara. A la mañana siguiente, treinta y seis horas después de la muerte de san Andrés, manó sangre de aquellas heridas. Por lo demás, como el cadáver conservaba el calor natural, hay razones para sospechar que no estaba realmente muerto. Los cirujanos hicieron varias incisiones, y la sangre brotó de nuevo durante otras treinta y seis horas. Naturalmente que se recogió con cuidado aquella sangre, que cuatro días después conmenzó a hervir. En los años siguientes, el día de la fiesta del santo, la sangre seca volvía al estado líquido, como sucede con la de san Jenaro en la misma ciudad de Nápoles. San Andrés fue canonizado en 1712. En el proceso se presentó la licuefacción de la sangre como un milagro, pero fue descartado a causa de la insuficiencia de las pruebas. Mons. Pamphili (más tarde Inocencio X) declaró que la sangre seca que había en un frasco que se le confió no se había tornado líquida.
Los bolandistas se excusan de consagrar tan poco espacio a San Andrés en Acta Sanctorum, nov., vol. IV; pero, como lo hacen notar, las numerosas biografías publicadas en los siglos XVII y XVIII han dado a conocer perfectamente al santo y no han dejado problemas que elucidar. Así pues, se limitan a presentar un resumen claro y conciso de los principales incidentes de la vida de san Andrés y una bibliografía muy completa, además de un valioso manuscrito italiano del P. Valerio Pagani, el amigo más íntimo del santo, que trata sobre todo de las relaciones de éste con los teatinos. En Analecta Bollandiana, vol. XLI (1923) , pp. 139-148, habían publicado ya antes algunos detalles muy interesantes sobre la «conversión» de san Andrés. Casi todos los datos que poseemos, proceden de los contemporáneos del santo. En 1609, el obispo del Tufo publicó una Historia della Religione dei Patri Cherici Regolari, en la que había un relato de la vida de san Andrés. En 1613, el P. Castaldo dio a la imprenta una biografía propiamente dicha. Existen también otras biografías en italiano, como las de Baggatta, Bolvito, de María, etc. Acerca del fenómeno de la licuefacción de la sangre, cf. The Month, mayo de 1926, pp. 437-443. En el Dictionnaire de Spiritualité, vol. t (1937), cc. 551-554, hay un artículo de G. de Lucca sobre los escritos ascéticos de san Andrés. Se publicaron cinco volúmenes de ellos en Nápoles, entre 1733 y 1734, pero quedan todavía algunos inéditos.