Al llegar al siglo VIII aC, la profecía israelita cuenta ya con una larga historia y nombres famosos: Samuel, Ajías, Natán, Elías, Eliseo, entre los más importantes. Sin embargo, a mediados de este siglo se produce un fenómeno totalmente nuevo y de gran trascendencia: aparecen profetas que nos legan su mensaje por escrito. El primero de ellos es Amós, iniciando esa extensa lista que continúa con hombres como Oseas, Isaías, Jeremías, etc. ¿A qué se debe el que un profeta o sus discípulos escriban su mensaje? Podríamos atribuirlo a una difusión cada vez mayor de la escritura. Pero numerosos comentaristas piensan que la causa es más profunda: el mensaje de Amós y de sus sucesores se conservó por escrito porque produjo honda impresión en sus oyentes. Estos habían escuchado algo nuevo, totalmente diverso a lo anterior, que no podía ser olvidado. Esta novedad consistiría en el rechazo del reformismo para dar paso a la ruptura total con el sistema vigente.
Los profetas anteriores a Amós eran «reformistas»; conscientes de los fallos de sus contemporáneos, pensaban que tales errores podían solucionarse dentro de las estructuras en vigor. A partir de Amós no ocurre esto. Todo el sistema está podrido: Israel es un muro abombado, incapaz de mantenerse en pie; un cesto de higos maduros, maduros para su fin (Am 8,1-3); un árbol que hay que talar hasta que sólo quede un tocón insignificante (Is 6,11-13). Sólo cabe una solución: la catástrofe absoluta, de la que emerja, al correr del tiempo, una semilla santa (Is 6,13). Este corte radical con el reformismo de los profetas precedentes habría motivado que el mensaje de Amós y de sus continuadores fuese conservado por escrito. La idea es interesante y fundamentalmente válida. A continuación nos adentraremos en la persona y la obra de quien abre una etapa nueva en la historia del profetismo.
No sabemos en qué año nació y murió. Los únicos datos seguros que poseemos sobre Amós se refieren a su lugar de origen y a su profesión. Nació en Tecua, ciudad pequeña pero importante, unos diecisiete kilómetros al sur de Jerusalén. Por consiguiente, aunque predicase en el Reino Norte [Israel], era judío. Su profesión era la de pastor y cultivador de sicomoros. Discuten mucho los comentaristas si los rebaños de ovejas y vacas eran de Amós o simplemente estaban encargados a su cuidado. La cuestión tiene interés para precisar la posición socioeconómica del profeta; en el primer caso sería un pequeño propietario; en el segundo, un simple asalariado. Pero los datos del texto se prestan a ambas interpretaciones.
La compraventa de animales y el cultivo de los sicomoros (que no se daban en Tecua, sino en el Mar Muerto y en la Sefela) debieron de obligarle a frecuentes viajes. De hecho, al leer su libro encontramos a un hombre informado sobre ciertos acontecimientos de los países vecinos, que conoce a fondo la situación social, política y religiosa de Israel. Aparece también como hombre inteligente. No le gustan las abstracciones, pero capta los problemas a fondo y los ataca en sus raíces. Su lenguaje es duro, enérgico y conciso; merece más estima de la que manifestó san Jerónimo al calificar a Amós de «imperitus sermone» (poco hábil para el discurso).
A este hombre, sin ninguna relación con la profecía o con los grupos proféticos, Dios lo envía a profetizar a Israel. Se trata de una orden imperiosa, a la que no puede resistirse: «Ruge el león, ¿quién no teme? Habla el Señor, ¿quién no profetiza?» (3,8). No sabemos con exactitud cuándo tuvo lugar la vocación de Amós; la mayoría de los autores la sitúa entre los años 760-750. Wolff, basándose en la dureza y concisión de su lenguaje, piensa que debía de ser joven. Esto coincidiría con lo que sabemos de Isaías y Jeremías; pero se trata de mera hipótesis.
Algunos autores opinan que la actividad profética de Amós fue muy breve. El caso más exagerado es el de Morgenstern, que la limita a un solo discurso de veinte-treinta minutos. Pero esto es difícil de conciliar con la serie de pequeños oráculos conservados en su libro. Lo más probable es que predicase durante algunas semanas o meses y en diversos lugares: Betel, Samaría, Guilgal. Hasta que choca con la oposición de los dirigentes. El sacerdote Amasías, escandalizado de que Amós ataque al rey Jeroboán y anuncie el destierro del pueblo, lo denuncia, le ordena callarse y lo expulsa de Israel (7,10-13). Muchos autores piensan que con esto terminó la actividad profética de Amós; otros (García Trapiello, Monloubou, etc.) la prolongan en el Sur.
Para comprender el mensaje de Amós debemos comenzar por las visiones, aunque se encuentren al final del libro. Es verdad que no equivalen exactamente a la experiencia de la vocación y que se dieron en diversos momentos; pero reflejan la experiencia profunda que Dios hizo vivir al profeta y la actitud que éste adoptó en su predicación. Advertimos en ellas una progresión. En las dos primeras (7,1-6) Dios manifiesta su voluntad de castigar al pueblo con una plaga de langostas y una sequía. El profeta intercede y el Señor se compadece y perdona. Amós centra su atención en el castigo, no piensa si es justo o injusto, y viendo al pueblo tan pequeño, pide perdón para él. Sin embargo, en las visiones tercera y cuarta Dios le obliga a fijarse en la situación del pueblo. La tercera (7,7-9) compara a Israel con un muro, y Dios echa la plomada para ver si está recto o abombado. Aunque el texto no lo dice, Amós comprende que el muro no puede mantenerse en pie, que el derrumbamiento es inevitable. El mal no está fuera (langosta, sequía), sino dentro. Por eso no tiene sentido la intercesión del profeta, y Amós calla. Lo mismo ocurre en la cuarta visión (8,1-2): el pueblo se asemeja a un cesto de higos maduros. La vida de la fruta termina al llegar su madurez; a partir de ese momento está a merced del primero que pasa. Lo mismo le ocurre al Reino Norte: ha llegado a su madurez, sólo basta que una potencia extranjera venga a devorarlo.
La quinta visión desarrolla esta misma idea con una imagen distinta, la del terremoto (9,lss), que da paso a una catástrofe militar y a una persecución del mismo Dios. Así comprendemos mejor la progresión creciente de las visiones: de un castigo aparentemente injustificado (langosta, sequía) se pasa a revelar la corrupción del pueblo (muro, cesto de higos), que hace inevitable la catástrofe (terremoto). Es lo que ocurrirá realmente cuarenta años más tarde, cuando las tropas asirias conquisten Samaría y el Reino Norte desaparezca de la historia. Decir esto en tiempo de Jeroboán II significaba pasar por loco, anunciar algo que parecía imposible. Pero es el mensaje que Dios le confía y con el que Amós se presenta ante el pueblo. Este tema del castigo se repite a lo largo de todo el libro como un leitmotiv insistente. A veces se trata de afirmaciones generales: «Os aplastaré contra el suelo, como un carro cargado de gavillas» (2,13); «habrá llanto en todos los huertos cuando pase por medio de ti» (5,17). Pero en otras ocasiones se habla claramente de un ataque enemigo y podemos reconstruir la secuencia de devastación, ruina, muerte y deportación (cfr. 6,14; 3,11; 5,9; 6,11; 6,8b-9; 5,27; 4,2-3).
Pero Amós no puede limitarse a anunciar el castigo. Debe explicar a la gente qué lo ha motivado. Y para ello denuncia una serie de pecados concretos, entre los que sobresalen cuatro: el lujo, la injusticia, el falso culto a Dios y la falsa seguridad religiosa.
Se impone una pregunta: ¿existe para Amós la posibilidad de escapar de esta catástrofe? Parece indudable que sí. En el centro mismo del libro (5,4-6), en medio de este ambiente de desolación y de muerte, encontramos un ofrecimiento de vida: «Buscadme y viviréis». Estos versos sólo indican negativamente en qué no consiste buscar a Dios: en visitar los santuarios más famosos. Poco después (5,14-15) advertimos que tal supervivencia está ligada a la búsqueda del bien, a instalar en el tribunal la justicia. Luchar por una sociedad más justa es la única manera de escapar del castigo. Sin embargo, tenemos la impresión de que el pueblo no escuchó este consejo, y entonces el castigo se hizo inevitable. Pero la última palabra de Dios no es la condena. Al menos así pensaba el redactor final del libro, que cerró el conjunto con dos oráculos de salvación (9,11-12.13-15).
El texto está íntegramente extractado de la introducción a Amós del libro «Los profetas», de Luis Alonso Schökel, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980, pp. 951ss. He dejado fuera aspectos que el P. Schökel trata con su acostumbrado rigor y a la vez claridad: el contexto histórico, el desarrollo más amplio de los vicios de la sociedad israelita (¿sólo de ellos?), etc. y la bibliografía, en la que además se discuten algunos conceptos del texto. La idea es que el lector de esta breve hagiografía no considere cerrado el tema y conocido al personaje, sino que se adentre por un lado en la lectura del breve y muy fuerte libro de Amós, y por el otro desee completar la lectura de lo que quedó sin volcar aquí.