En el año de 1611, los monjes benedictinos de la congregación inglesa se trasladaron al monasterio que la caridad y los buenos oficios del abad Felipe de Caverel les proporcionó en Douai. Tres años después, llegó a ofrecerse en aquel monasterio, como novicio, un joven clérigo que ya había sufrido una larga temporada de cárcel en Londres por causa de la fe. Era Eduardo Barlow, hijo de Sir Alexander Barlow, de la localidad del mismo nombre, cerca de Manchester. Eduardo era el cuarto de los catorce hijos de Sir Alexander; vino al mundo en 1585 y, al término de sus estudios eclesiásticos en el extranjero, pasó un año en su casa e ingresó en el convento de San Gregorio, donde su hermano, Dom Rudesindo, era prior, y recibió los hábitos, tomando el nombre de Ambrosio. En 1617, fue ordenado sacerdote y, en seguida, se le envió a trabajar en una misión en su nativa Lancashire.
El principal centro de actividad del padre Ambrosio se hallaba en la parroquia de Leigh, donde, según escribe el señor Knaresborough: «se venera grandemente su memoria hasta hoy, entre los católicos del condado, por su gran celo en la conversión de las almas y la piedad ejemplar de su vida y de sus hechos». En aquel centro misional el sacerdote recibía un estipendio de 8 libras esterlinas al año, de las cuales, más de los tres cuartos se gastaban en hospedaje y alimentación. Uno de sus penitentes dijo sobre él: «A pesar de que Dios le dio los medios suficientes para vivir cómodamente, eligió ser el huésped en la pobre vivienda de un matrimonio de modesta condición para evitar con ello, según me parece, otras distracciones, solicitudes y peligrosas atracciones sensuales que, necesariamente, quedaban eliminadas por la sencillez y austeridad en la vida diaria de los pobres ... No obstante sus enfermedades, nunca lo vi tratar con médicos y él mismo se diagnosticaba y se recetaba su dieta y el reposo; tal vez gracias a eso, estuvo siempre bien y contento». Era tan «entretenido, ingenioso y alegre en sus conversaciones que, entre todos los hombres que he conocido, él representaba, en mi opinión, el auténtico espíritu de Sir Thomas More ... Tampoco lo vi nunca irritarse en las ocasiones en que los otros le hicieron daño, le insultaron o le amenazaron, lo que sucedía con frecuencia; antes bien, como si fuera insensible al daño o estuviese libre de cólera, divertía a sus enemigos con una broma ingeniosa o los saludaba al pasar, con una inclinación de cabeza y una sonrisa». El escritor hace un relato conmovedor sobre la misa que celebró el padre Ambrosio en la noche de Navidad, ataviado con una venerable vestimenta que usaba en los días más señalados, sobre un altar pobre y limpio en el que ardían algunos cirios deformes, que él mismo había fabricado. Y después de la misa, se cantaron villancicos en torno a un buen fuego. Por su parte, el obispo Challoner hace un relato similar sobre el carácter y la obra del padre Ambrosio y subraya su piedad, su humildad y su temperancia en la mesa y en compañía. «Siempre se abstuvo del vino y, al preguntársele por qué lo hacía, daba su respuesta con este proverbio: `El vino y las mujeres hacen caer al más virtuoso'».
De acuerdo con el obispo Challoner, en 1628, el padre Ambrosio administró los últimos sacramentos en la prisión a san Edmundo Arrowsmith, quien, después de su martirio, se apareció en sueños al padre Ambrosio (que ignoraba que hubiese muerto) y le dijo: «Yo he sufrido y ahora tú sufrirás. No hables mucho porque ellos se aprovecharán de tus palabras». Y así, durante trece años, el buen monje trabajó sin cesar en espera de su muerte a cada instante. Cuatro veces estuvo en la prisión y otras tantas quedó en libertad hasta que, en marzo de 1641, la Cámara de los Comunes obligó al rey Carlos I a ordenar que todos los sacerdotes abandonasen el territorio del reino, a riesgo de incurrir en las penas para los traidores. Seis semanas más tarde, el vicario de Leigh, un tal señor Gatley, celebró las Pascuas con una procesión en la que él condujo a sus fieles armados con palos, picas y cuchillos hasta Morleys Hall, donde se apoderaron de Ambrosio Barlow, mientras predicaba al fin de la misa. Lo llevaron ante un juez de paz, quien lo remitió preso al castillo de Lancaster. Al cabo de cuatro meses de prisión, compareció en el tribunal ante el magistrado Sir Robert Heath y, desde el primer momento, admitió que era sacerdote. Al preguntársele por qué no había obedecido la orden de abandonar el reino, replicó que el decreto especificaba que los desterrados debían ser «los jesuitas y los sacerdotes de seminario» y él no era más que un monje benedictino; además, había estado muy enfermo y no podía viajar. Como el juez quisiera saber su opinión sobre las leyes penales, repuso el monje que las consideraba bárbaras e injustas y agregó que todos aquéllos que condenaban al inocente corrían el riesgo de ser juzgados por Dios. El magistrado se manifestó sorprendido por la osadía del reo y le prometió dejarlo en libertad si él se comprometía, a su vez, a no seducir a la gente. «No soy un seductor, sino un conductor de gentes hacia la verdadera y antigua religión. Estoy resuelto a continuar hasta el día de mi muerte, en la práctica de estos buenos oficios entre las almas descarriadas». El 8 de septiembre fue condenado a muerte.
Cinco días antes, el capítulo general de la congregación de benedictinos ingleses, reunidos en Douai, aceptó la renuncia del padre Rudesindo Barlow como titular de la catedral de Coventry y eligió a su hermano, el padre Ambrosio, para que ocupara el puesto. El viernes de aquella semana, el padre Ambrosio Barlow, monje de San Benito y prior de Coventry, fue llevado en una carreta de Lancaster al sitio de la ejecución. Tuvo que andar en torno al cadalso por tres veces, mientras recitaba el salmo Miserere; después, fue ahorcado, desmembrado y desentrañado. Al darse la noticia de la muerte del Beato Ambrosio a sus hermanos, se recomendaba que en vez de misas de requiem y oraciones por los difuntos, se oficiaran misas a la Santísima Trinidad, se cantara el Te Deum, y se hiciesen otras plegarias en acción de gracias. En Wardley Hall, que es hoy la residencia episcopal de la diócesis de Salford, se conserva una calavera que se asegura es la de Ambrosio, en tanto que su mano izquierda se guarda en la abadía de Stanbrook, en Worcestershire.
Ver el Memoires of Missionary Priests, pp. 392-400; y especialmente a B. Camm, en Nine Martyrs Monks (1931), pp. 258-292.