Diego Rodríguez era un comerciante acomodado de Segovia, que tuvo una numerosa prole, de la que el tercero, nacido hacia 1533, fue Alonso. El beato Pedro Fabro y otro jesuita, llegaron a predicar una misión en Segovia y se hospedaron en la casa de Diego. Al terminar la misión, el huésped les propuso que fuesen a descansar unos días en su casa de campo y los misioneros aceptaron. Alonso, que tenía entonces unos diez años, partió con ellos, y el beato Pedro se encargó de prepararle para la primera comunión. A los catorce años, Alonso partió con su hermano mayor a estudiar en el colegio de los jesuitas de Alcalá, pero su padre murió menos de un año después y Alonso tuvo que volver, para ayudar a su madre en la administración de los negocios. Cuando Alonso tenía veintitrés años, su madre se retiró de la administración y le dejó encargado de ella. Tres años más tarde, Alonso contrajo matrimonio con María Suárez.
Los negocios iban mal, y la dote de la mujer de Alonso no era suficiente para mejorarlos. El joven no era mal comerciante, pero la situación no le ayudaba. La hijita de Alonso murió a poco de nacer; su esposa la siguió al sepulcro, después de dar a luz a un niño. Dos años después, murió también la madre del futuro santo. Esa serie de pérdidas e infortunios hizo pensar a Alonso, seriamente, en lo que Dios quería de él en este mundo. Hasta entonces, había sido un cristiano bueno y devoto, pero empezó a caer en la cuenta de que era necesario distinguirse de los otros comerciantes de Segovia, que llevaban una vida ejemplar pero no heroica. Vendió, pues, su negocio a fin de obtener lo suficiente para sostenerse y se fue a vivir, con su hijito, a la casa de sus dos hermanas solteras, Antonia y Juliana, que eran muy piadosas. Enseñaron a su hermano los rudimentos de la oración mental, de suerte que, al poco tiempo, Alonso meditaba dos horas cada mañana y, por la tarde, reflexionaba sobre los misterios del rosario. Pronto empezó a descubrir la imperfección de su vida pasada, viéndola a la luz de Cristo. A raíz de una visión de la felicidad del cielo, hizo una confesión general. Desde entonces, empezó a practicar duras mortificaciones y a confesarse y comulgar una vez por semana. Algunos años más tarde, murió su hijo; Alonso, que se hallaba en el paroxismo del dolor, experimento un gran consuelo al comprender que su hijo se había librado del peligro de ofender a Dios.
Aunque no por primera vez, le vino entonces la idea de abrazar la vida religiosa, y pidió su admisión a los jesuitas de Segovia. Estos le disuadieron sin vacilar, pues tenía ya casi cuarenta años, su salud era bastante mala y su educación no era suficiente para el sacerdocio. Sin perder ánimo, Alonso fue a ver a Valencia, a su antiguo amigo, el P. Luis Santander, S.J., quien le recomendó que empezase a aprender el latín para ordenarse cuanto antes. Así pues, como lo había hecho san Ignacio de Loyola, Alonso empezó a asistir a la escuela con los niños, lo cual constituía no poca mortificación. Como había dado a sus hermanas y a los pobres casi todo el dinero que tenía, hubo de entrar a servir como criado y aun se vio obligado a pedir limosna, de cuando en cuando. En la escuela conoció a un hombre de su edad y de aspiraciones semejantes a las suyas, el cual trató de persuadirle a que renunciase a ser jesuita y se fuese con él a vivir como ermitaño. Alonso le hizo una visita en su ermita de la montaña, pero súbitamente cayó en la cuenta de que se trataba de una tentación contra su verdadera vocación y volvió en seguida a Valencia, donde dijo al P. Santander: «Os prometo que jamás en mi vida volveré a hacer mi propia voluntad. Haced de mí lo que queráis». En 1571, el provincial de los jesuitas, desoyendo el parecer de sus subordinados, aceptó a Alonso Rodríguez como hermano coadjutor. Seis meses más tarde, le envió al colegio de Montesión, en Mallorca, donde pronto fue nombrado portero.
San Alonso desempeñó ese oficio hasta que la edad y los achaques se lo impidieron. El P. Miguel Julián resumió, en una frase, la fama de santidad que alcanzó el hermanito en ese puesto: «Este hermano no es un hombre, sino un ángel». San Alonso consagraba a la oración todos los instantes que le dejaba libres su oficio. Aunque llegó a vivir en constante unión con Dios, su camino espiritual estuvo muy lejos de ser fácil. Sobre todo en sus últimos años, el santo atravesó por largos períodos de desolación y aridez y se veía afligido de graves dolores en cuanto hacía el menor esfuerzo por meditar. Como si eso no bastase, le asaltaron las más violentas tentaciones, como si tantos años de mortificación no hubiesen servido de nada. Alonso intensificó, todavía más la penitencia, sin desesperar jamás y siguió en el escrupuloso cumplimiento de sus obligaciones, convencido de que, llegado el momento escogido por Dios, volvería a gozar de las dulzuras y éxtasis de la oración. Algunos sacerdotes que le conocieron durante varios años, declararon que jamás le habían visto hacer ni decir nada que no estuviese bien. En 1585, cuando tenía cincuenta y cuatro años, hizo los últimos votos, los que renovó en la misa todos los días de su vida. La existencia de un portero no tiene nada de envidiable y, menos tratándose de la portería de un colegio, donde se necesita una dosis muy especial de paciencia. Sin embargo, el oficio tiene sus compensaciones, ya que el portero conoce a muchas personas y es una especie de eslabón entre el exterior y el interior. En el colegio de Montesión, además de los estudiantes, había un ir y venir continuo de sacerdotes, nobles, profesionistas y empleados que debían tratar asuntos con los padres, sin contar a los mendigos que acudían en busca de limosna y a los comerciantes de Palma que iban a vender sus productos. Todos conocieron, respetaron y veneraron al hermano Alonso, en busca de cuyo consejo acudían los sabios y los sencillos, y cuya reputación se extendió mucho más allá de los muros del colegio. El más famoso de sus «discípulos» fue san Pedro Claver que, en 1605, estudiaba en el colegio. Durante tres años se puso bajo la dirección de san Alonso, el cual, iluminado por Dios, le entusiasmó y alentó para trabajar en América. Allí fue donde san Pedro Claver ganó el título de «apóstol de los negros».
San Alonso profesó siempre una profunda devoción a la Inmaculada Concepción. En una época, se creyó incluso que san Alonso había compuesto el «Oficio Parvo de la Inmaculada», por el fervor con que el santo practicaba y propagaba esa devoción. Tampoco fue el autor del «Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas», que se debe a la pluma de otro jesuita del mismo nombre y apellido, pero no canonizado. Sin embargo, san Alonso dejó varias obras, que escribió por orden de sus superiores. Su doctrina es sólida y sencilla, sus exhortaciones tienen el fervor que se podían esperar de un santo de su talla, y el contenido de esos libros prueba que san Alonso era un alma mística. Cuando tenía ya más de setenta años, y estaba muy enfermo, el rector del colegio, para probar su virtud, le ordenó que partiese a las Indias. San Alonso se dirigió inmediatamente a la puerta y pidió al portero que le abriese, diciendo: «Tengo orden de partir a las Indias». Así lo habría hecho si el rector no le hubiese mandado llamar de nuevo. Arriba indicamos que en sus últimos años sufrió grandes arideces espirituales y violentos ataques del demonio. A esto se añadieron las enfermedades y los sufrimientos físicos. Finalmente tuvo que guardar cama; pero su invencible paciencia y su perseverancia le merecieron entonces consolaciones «tan intensas, que no podía levantar los ojos del alma a Jesús y María sin verles como si estuviesen presentes».
En mayo de 1617, el P. Julián, rector de Montesión, que sufría de una fiebre reumática, rogó a san Alonso que orase por él. El santo pasó la noche en oración y, a la mañana siguiente, el rector pudo celebrar la misa. En octubre de ese año, sintiendo aproximarse su fin, el santo recibió la comunión y, al punto, cesaron todos sus sufrimientos espirituales y corporales. Del 29 al 31 de octubre estuvo en éxtasis y después comenzó su terrible agonía. Media hora antes del fin, recobró el conocimiento, miró amablemente a sus hermanos, besó el crucifijo, pronunció en voz alta el nombre de Jesús y expiró. El virrey y toda la nobleza de Mallorca asistieron a sus funerales, así como el obispo y una multitud de pobres y enfermos, cuyo amor y cuya fe premió el cielo con milagros. San Alonso fue canonizado junto con san Pedro Claver en 1888.
Los documentos publicados para la Sagrada Congregación de Ritos con miras a la beatificación son muy numerosos, debido a que el promotor fidei presentó numerosas objeciones, basadas en la primera parte de la vida y en los escritos del santo. Dichos documentos, así como las notas autobiográficas que san Alonso escribió, por obediencia, entre 1601 y 1616, constituyen los materiales más valiosos. Las notas autobiográficas forman la primera parte de sus Obras Espirituales, editadas por el P. J. Nonnell en Barcelona (1885-1887). El mismo autor escribió en español la mejor de las biografías del santo, titulada «Vida de San Alonso Rodríguez» (1888); el P. Coldie aprovechó mucho esa obra para la biografía que publicó en 1889. En Acta Sanctorarn, oct., vol. XIII, puede verse la biografía más antigua de san Alonso, publicada por el padre Janin en 1644, en latín. Sobre la relación del santo con el Oficio Parvo de la Inmaculada, véase Uriarte, Obras anónimas y seudónimas S.J., vol. I, pp. 512-515. Acerca de la doctrina ascética de san Alonso, cf. Villier, Dictionnaire de Spiritualité, vol. I (1933), cc. 395-402. Como biografía más reciente puede consultarse Saborido, J. L., San Alonso Rodriguez, Bilbao 1998. No debe confundirse este santo con el san Alonso Rodríguez evangelizador del Paraguay, también jesuita, que celebramos el 15 de noviembre.