Se dice que, desde la edad de siete años, Aicardo fue llevado a un monasterio de Poitiers para que se educara. Allí permaneció hasta que su padre creyó llegado el tiempo de tenerlo en casa e iniciarlo en la vida de la corte y los trabajos del campo; pero su madre tenía vivos deseos de que su hijo fuera santo y pensaba que no debía preocuparle otra cosa que la conducta de su vida y la salvación de su alma. Esta diferencia de puntos de vista provocó agrias disputas entre los esposos y, para poner fin a la discrepancia, se mandó traer a Aicardo para que diera su opinión. Así lo hizo el joven, ante sus padres, de manera tan resuelta y firme, que no hubo más remedio que darle el consentimiento inmediatamente: Aicardo ingresó sin demora a la abadía de Saint Jouin en Ansion, en el Poitou. Hacía ya treinta y nueve años que Aicardo era monje en Ansion, cuando san Filiberto fundó el priorato de San Benito, en Quincay, con quince monjes traídos de Jumiéges, y nombró superior a Aicardo. Bajo su dirección, la nueva casa prosperó grandemente y aumentó el número de monjes. Poco después, San Filiberto se retiró definitivamente de Jumiéges y renunció al cargo de abad en favor de Aicardo. El nombramiento de éste fue aceptado por toda la comunidad, como consecuencia de una visión que le fue concedida a uno de los monjes. No fue esa la única ocasión en la vida de Aicardo, en que, de acuerdo con la tradición, se produjo una visión o señal celeste en un momento oportuno. Ya había en Jumiéges novecientos monjes, entre los cuales el abad incitaba a la perfección con su ejemplo, y por cierto que algunos de ellos trataron de alcanzarla; pero hubo otros que no se dejaban conducir tan fácilmente y se mostraban rebeldes, hasta el día en que Aicardo tuvo un sueño sobre la próxima muerte y juicio de cuatrocientos cuarenta y dos de ellos. Aquella visión del abad causó profundo efecto entre los monjes y los indujo a la obediencia de la regla.
San Aicardo tuvo también una premonición sobre la muerte de san Filiberto, que ocurrió poco antes de la suya. Cuando le llegó la hora, pidió que le recostaran sobre un lecho de cenizas y le cubrieran con una tela burda. Una vez cumplidos sus deseos, dijo a sus monjes: «Muy amados hijos: no olvidéis jamás la última recomendación y testamento de este vuestro padre que tanto os ama. Os imploro, en el nombre de nuestro divino Salvador, que os améis siempre unos a otros y que no toleréis nunca que se albergue en vuestro pecho el más leve sentimiento de rencor o de frialdad hacia cualquiera de vuestros hermanos, ni permitáis ninguna cosa por la cual pueda sufrir algún daño la perfecta caridad en vuestras almas. Será en vano que hayáis soportado el yugo de la penitencia y que hayáis envejecido en el ejercicio de los deberes religiosos, si no os amáis sinceramente unos a otros. Sin ese amor, ni siquiera el martirio os hará aceptables a Dios. La caridad fraterna es el alma de una casa religiosa». Después de haber hablado de esta manera, entregó pacíficamente el alma al Señor.
En el Acta Sanctorurn, sept. vol. V aparece un extenso relato sobre la vida de san Aicardo. Hay otras biografías, pero poco dignas de confianza.