San Agatón, que había nacido en Sicilia de una familia griega, se distinguió por la bondad y dulzura de su temperamento. Antes de hacerse monje en Palermo, había estado casado y dedicado a los negocios, durante veinte años. Era tesorero de la Iglesia en Roma, cuando sucedió a Dono en el Pontificado, el año 678. Sus tres legados presidieron el sexto Concilio Ecuménico (tercero de Constantinopla) contra la herejía monotelita, que él mismo refutó en una erudita carta, haciendo alusión a la tradición apostólica de la Iglesia de Roma: «Reconoced -decía- que la Iglesia católica es la madre de todas las Iglesias, y que su autoridad proviene de san Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, a quien Cristo confió su rebaño y prometió la infalibilidad en la fe». El Concilio de Constantinopla aprobó esta carta como regla de fe, diciendo que «Pedro había hablado por boca de Agatón».
El mismo Pontífice restituyó a san Wilfrido a la diócesis de York y concedió privilegios a muchos monasterios de Inglaterra. La terrible peste que devastó Roma en aquella época parece haber sido la causa, por lo menos indirecta, de su muerte, ocurrida en el 681. San Agatón vivió en un período muy agitado. La razón que alegaba para explicar lo mal que hablaban el griego sus legados al Concilio de Constantinopla, era que no podían aprenderse las gracias del lenguaje durante las incursiones de los bárbaros, pues ya era difícil ganar simplemente el diario sustento con el trabajo manual. Sin embargo -añadía- «preservamos la fe que nuestros padres nos han dejado». Sus legados repetían lo mismo: «Nuestras ciudades han sido devastadas por el furor de los bárbaros. Vivimos en medio de batallas, incursiones y saqueos. Estamos en alarma continua y ganamos el pan con el trabajo de nuestras manos». Agatón murió antes de que terminara el Concilio.
Ver Acta Sanctorum, 10 de enero, y sobre todo Duchesne, Liber Pontificalis, vol. I, pp. 350-358.