La fiesta del 2 de febrero se celebra desde muy antiguo: el primer testimonio que tenemos es ya del siglo IV, en Jerusalén (por supuesto, nada impide que sea aun anterior). El «Itinerarium Egeriae» (la peregrinación de la monja hispana Egeria a los lugares santos, hacia el 384) nos dice, en su capítulo XXVI:
«A los cuarenta días de la Epifanía se celebra aquí una gran solemnidad. Ese día se hace procesión en la Anástasis, todos marchan y actúan con sumo regocijo, como si fuera pascua. Predican también todos los presbíteros y el obispo, siempre sobre lo que trata el evangelio de la fiesta, de cuando a los cuarenta días José y María llevaron al templo al Señor, y lo vieron Simeón y la profetisa Ana, hija de Fanuel, de las palabras que dijeron, al ver al Señor, o de la ofrenda que hicieron sus padres. Así se realiza todo por su orden y según costumbre, se hace la ofrenda y así finaliza la misa.»
La «Anástasis» era la sección del templo de Constantino en Jerusalén, que quedaba sobre el lugar donde se había producido la resurrección (anástasis) del Señor. Notemos que la fiesta es "40 días después de Epifanía", es decir, hacia el 24 de febrero, porque aun no era práctica en Oriente celebrar la Navidad el 25 de diciembre, costumbre que recién comenzaba en Occidente, y que llegará a Oriente hacia el siglo VI, así que la fiesta de la Epifanía del 6 de enero (como sigue siendo en las iglesias ortodoxas) conmemoraba todos los hechos vinculados a la manifestación (epifanía) en carne de nuestro Señor: el nacimiento, la adoración de los magos, el bautismo y el primer signo de su poder (las bodas de Caná); sólo después se van desglosando los distintos hechos en distintas fiestas.
Para el siglo VI la celebración se hacía ya el 2 de febrero también en Oriente, sin que disminuyera la gran solemnidad que ya nos comentaba Egeria, puesto que el propio emperador Justiniano (que gobernó entre el 527 y el 565) decreta ese día como festivo para todo el imperio de Oriente.
Egeria no dice cómo se llama esa celebración que se hace "con sumo regocijo, como si fuera Pascua", pero su contenido lo podemos deducir de lo que trataban las predicaciones de los presbíteros: de la subida al templo, del encuentro con Simeón y Ana, de la ofrenda... es decir, lo que corresponde a la narración de Lucas 2,22-39, se trata sin duda de lo mismo que conmemoramos hoy.
Sin embargo, ese texto evangélico es muy amplio y complejo, y cada época, y hasta variando con los lugares, ha hecho un énfasis distinto en lo que se quiere significar con la celebración. Así, en Oriente se celebra más bien el encuentro de Jesús con el Padre a través de las palabras proféticas de Simeón, y la fiesta recibe el nombre de "hypapante", que significa "encuentro". Pero cuando esta fiesta se trajo a Roma, hacia el siglo VII, más bien se puso el acento en la purificación de la Virgen después del parto, en relación, como veremos luego, con el rito señalado en el libro del Levítico.
El papa Sergio I (687-701) instituye en esta fecha la procesión de candelas desde la iglesia de San Adrián hasta Santa María la Mayor; las candelas se pusieron en relación con la frase de Simeón «luz para alumbrar a las naciones», sin embargo, la procesión era penitencial, y no se corresponde muy bien con el sentido de ese texto, lo que hace pensar en la amalgama de alguna procesión o celebración preexistente.
San Beda, que fue contemporáneo, nos dice que esta celebración de las candelas reemplazaba a las Lupercalias romanas (una fiesta pagana por la fecundidad); sin embargo tal reemplazo se había producido ya dos siglos antes, a mediados del IV, por obra del papa Gelasio, y ocurría el 14 de febrero, fiesta del mártir san Valentín (que por ello queda asociado a las parejas de enamorados). Quizás la noticia de Beda significa que el 2 de febrero sustituye al 14 como procesión de candelas, y por tanto tiene su remoto origen en la fiesta pagana de las Lupercalias, que no se celebraban ya.
Lo cierto es que en Occidente el nombre de la fiesta fue doble: uno popular en alusión a la procesión con velas, "Candelaria", y otro el nombre litúrgico, "Purificación de la Virgen María"; a su vez "Candelaria" -que en principio sólo indicaba que en esta celebración tenían un papel destacado las velas- devino, con el tiempo, una advocación de la Virgen: Nuestra Señora de las Candelas, o de la Candelaria.
Con esto se perdió para la iglesia latina uno de los sentidos de la celebración, el más cristológico, centrado en el Hijo, más que en la Madre. La reforma litúrgica del Vaticano II quiso volver a centrar la fiesta en su aspecto cristológico, y le puso el nombre de «Presentación del Señor», relacionándola, a través de la explicación de la fiesta que hace el Martirologio, con la fiesta de Hypapante de la liturgia griega, poniendo explícitamente por encima de todo la proclamación de la profecía de Simeón, antes incluso que el "cumplimiento total de la ley", que es otro de los aspectos de esta fiesta.
Pero en definitiva, ¿por qué se produjo tanto cambio y embrollo? Porque el texto mismo de Lucas en el que se basa esta fiesta es complejo y tiene diversos matices y direcciones de lectura; sea cual sea el acento que cada época y lugar desea hacer, todos ellos están presentes en la celebración. Veámoslos en detalle:
«Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: 'Todo varón primogénito será consagrado al Señor' y para ofrecer en sacrificio 'un par de tórtolas o dos pichones', conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.» (vv 22-24)
Este pasaje hace relación a dos leyes distintas del Antiguo Testamento, pero ninguna de ellas se corresponde con una celebración del templo que conozcamos por otros testimonios. De allí que la referencia sea vacilante y confusa, incluso en la transmisión posterior del texto. Efectivamente, vemos que dice "la purificación de ellos", que es la lectura más correcta, aunque no faltan manuscritos (Siríaco) que dicen "el tiempo de la purificación de ella" (es decir: la madre), o (Vetus Latina) "el tiempo de la purificación de él" (es decir, del hijo). La vacilación en los manuscritos suele ser indicio de una semejante vacilación en las tradiciones interpretativas, que no aciertan a dar con el centro de significado de una narración. De hecho, Lucas alude a dos ritos no relacionados entre sí: el del referido a la Madre ("un par de tórtolas", etc) y el del referido al Hijo ("todo varón primogénito", etc).
Posiblemente sea éste el aspecto más difícil de entender de la fiesta, pero eso se debe más a una cuestión de mentalidad nuestra, que a lo que surge de la lectura del texto de Lucas en sí mismo. Sabemos que la frase "ofrecer en sacrificio 'un par de tórtolas o dos pichones'" se refiere a la purificación de María, porque reproduce literalmente una ley del libro del Levítico, capítulo 12, que habla de la purificación de la madre cuando ha dado a luz.
Cuando vamos al texto de Lv 12, vemos que una de las tórtolas que se ofrecen es "en expiación por el pecado" (v 6 y 8), para que la madre quede de nuevo pura. Cuesta aplicar esta idea a la figura de la Virgen; de por sí el parto no implica, de hecho, ningún pecado, pero además, ¿qué clase de pecado podría expiar la Virgen? La confusión proviene de nuestra execrable moralización de la noción religiosa de pureza (y por tanto de pecado), que la hemos reducido a su relación con la ley, así sea la ley de Dios.
Para la Biblia -como en general para la mentalidad religiosa natural- la "pureza" o "impureza" es algo que se relaciona con la interacción entre la esfera profana, en la que vive el hombre, y la esfera sagrada, en la que vive Dios. Cuando un hombre viola la ley de Dios comete pecado, y por tanto queda impuro, pero no tanto por la violación en sí, sino por haber abajado a Dios hasta lo profano. Similarmente, cuando un hombre pone en contacto su mundo profano con el sagrado, incluso para una obra buena, incluso involuntariamente, también queda impuro: no puede volver a su ámbito cotidiano, profano, hasta que no haya sido "purificado". El parto es uno de esos momentos en los que la mujer quedó en contacto con lo más sagrado de Dios, porque tocó su acto creador, en ella ha obrado la mano de Dios creando una nueva vida, entonces, aunque el hecho no viola ninguna ley, incluso al contrario, y es festivo (¡cómo no lo sería, si la fecundidad es, para Israel, la mayor bendición!), sin embargo la mujer no puede volver sin más a la profanidad, debe "purificarse", debe "expiar" esta especie de convivencia con lo sagrado de Dios. Para el mundo bíblico, también la menstruación era un acontecimiento que hacía "impura" a la mujer, no porque implicara ninguna clase de violación de una ley moral, sino porque ponía su cuerpo en contacto con el manantial de la vida, identificada -como es habitual- con la sangre. También después de ello debía realizar un sacrificio de purificación para poder volver a su vida corriente.
Nos cuesta mucho a nosotros, con una mentalidad por un lado enteramente profana y por el otro sumamente legalista, entender esta categoría de "pureza" (y su correlato de "pecado") que va mucho más allá del cumplimiento o incumplimiento de ninguna ley, y de cualquier transgresión de tipo moral. Lo cierto es que la Virgen debe purificarse, como cualquier mujer que ha estado en contacto con las manos creadoras de Dios, y hasta, si lo miramos desde ese punto de vista, más todavía, porque no sólo la mano creadora de Dios ha obrado en su vientre, sino que ha obrado llenándolo todo de Dios.
La segunda parte de este aspecto de la purificación proviene de las prescripciones del Éxodo 13 (vv 2 y 12-15): se trata del "rescate del primogénito", que afectaba a todos los primeros nacidos ("lo que abre el vientre"), sea de hombres o de animales. Éxodo pone este antiquísimo rito religioso (posiblemente preexistente a Israel) en relación con la matanza de los primogénitos egipcios: Israel debía "comprarle" a Yaveh sus primogénitos rescatándolos con una ofrenda, en recuerdo de que Dios perdonó la vida de sus primogénitos, pero no los de Egipto. El libro de los Números (18,15-16) prescribe la cantidad que debía ser pagada en rescate (redención) por los primogénitos.
Sin embargo Lucas, aunque menciona la presentación del primogénito, no menciona que se pagara por Jesús ningún precio de rescate. posiblemente porque Lucas quiere acentuar desde el principio que Jesús propiamente no debe ser rescatado, ya que toda su vida no es sino la marcha hacia el Sacrificio de la Cruz.
Entonces, aunque se hable del tema del cumplimiento de la Ley, y de que Jesús cumple, con esta presentación en el templo, la Ley entera, no debería hacerse mucho énfasis en ese tema, que no es el central, tal como lo señala la noticia del Martirologio:
«...lo que podía aparecer como cumplimiento de la ley mosaica era realmente su encuentro con el pueblo creyente y gozoso...»
Podríamos decir que el centro de todos estos versículos están más bien puestos en Jerusalén, que es la gran protagonista: como "Madre de los pueblos" recibe a quien habrá de abrir el templo a todos. Quizás poniendo el centro allí, en la ida al templo más que en la purificación en sí, se entienda mejor por qué este capítulo 2 de Lucas termina con la ida de Jesús al templo de Jerusalén al finalizar la infancia, a hablar "de las cosas del Padre".
Relacionado con este encuentro entre Jesús y la Ciudad Santa debemos ubicar el tercer aspecto que emerge en esta fiesta, la figura de Simeón:
«Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
"Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz;
porque han visto mis ojos tu salvación,
la que has preparado a la vista de todos los pueblos,
luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel."» (vv 25-32)
Lo que era un cierre del Antiguo Testamento se convierte, por inspiración del Espíritu Santo, como se encarga de resaltar (¡3 veces seguidas!), en manifestación de Jesús a todos los pueblos. Tenemos que tener en cuenta que san Lucas no tiene un relato de Epifanía a los gentiles como lo tiene Mateo con sus "magos de Oriente" (los pastores de Lucas no son gentiles sino "pobres de Dios", anawim), sin embargo, la tal epifanía no puede faltar, porque forma parte del mensaje central del Evangelio, así que acentuará en el encuentro con Simeón ese mismo aspecto que ya conocemos por Mateo: Jesús acaba con la división de Israel y los gentiles, y se constituye en el lugar donde se manifiesta el designio de Dios para todos los hombres, sin excepción.
El v 28 -que se suele traducir un poco neutramente como "tomó en brazos"- tiene en griego un singular énfasis: se nos dice que Simeón "recibió en sus brazos" (edéxato) a Jesús; el gesto es sacerdotal, no se trata de un viejito que pasaba por allí, pidió tener al niño y se lo dieron, sino que es a él a quien le es entregado como presentación a Dios. Toda la escena la dirige el Espíritu, moviendo a los distintos actores para que obren en dirección al designio de Dios de manifestar a su Hijo.
Se nos dice, precisamente, que Simeón "esperaba la consolación de Israel", es decir, el momento en que se cumplirían todas las promesas, con lo cual, para el mensaje que nos quiere transmitir san Lucas, nada más lógico que acabara aquí definitivamente el Antiguo Testamento, y Simeón pudiera "irse en paz".
«Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre:
"Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel,
y para ser señal de contradicción
-¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!-
a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones."
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.» (vv 33-40)
Se nos cuenta una única profecía: Jesús, signo de contradicción. Sin embargo, la mención de la profetisa Ana hace pensar en oráculos vinculados a la manifestación del Hijo, que posiblemente deban resumirse en esa única profecía que se nos comenta. La sección anterior podía dar la idea de que con la manifestación del Hijo, y la finalización del tiempo de espera en Israel ya está todo terminado, y el Hijo sólo debe implantar el Reino. La sección de profecías nos viene a mostrar que esta manifestación del Hijo, aunque implica el fin de toda la economía antigua, no hace sino poner la primera piedra, y nada más que eso, a la verdadera construcción del Reino que, como es lógico, no puede precindir de la cruz. Al igual que se aludía a ella, sin mencionarla, omitiendo el rescate del primogénito, así también ahora, sin nombrar la cruz, se alude a ella al profetizar sobre María que no han terminado con el parto sus dolores por el Hijo, sino que esos dolores continuarán, con más profundidad si cabe. Si Jerusalén es una de las protagonistas -como he mencionado- de toda esta secuencia, la mención de la Madre y sus dolores para implantar el Reino adquiere una resonancia todavía mayor, por la asociación simbólica entre la Madre y la Ciudad Santa.
Podemos entender por qué nos contaba Egeria que esta fiesta recibía tanta solemnidad y júbilo como la mismísima Pascua: es que en ella no se celebra sólo ni principalmente el recuerdo de alguna anécdota de la infancia de Jesús, sino un auténtico anticipo de su muerte redentora: el momento en el cual ya no hay vuelta atrás y la economía antigua, de la ley, la espera y la vacilación, ha terminado, y se ha instaurado una nueva economía, la economía del Hijo que, aun en medio de dolores y contradicciones, es el lugar cierto de la salvación.
Bibliografía: para la primera parte, la de introducción a la historia de la fiesta, me ha sido muy útil el artículo de Piero Bargellini en Santi e Beati, también en Mercabá se reproduce una introducción interesante, aunque con datos menos precisos. El «Itinerarium» de la monja Egeria puede hallarse en la Biblioteca de ETF en la excelente traducción de D. Manuel Domínguez Merino, que es de donde la he citado.
La sección exegética puede ser profundizada con la lectura de la sección correspondiente en «El nacimiento del Mesías», de Raymond Brown (ed Cristiandad). Para la cuestión de la diferencia entre pureza moral y ritual -tema en el que es aconsejable ahondar, no sólo para entender este texto sino muchos bíblicos- puede leerse la sección correspondiente a los sacrificios expiatorios en «Instituciones religiosas de Israel», de John Castelot, en el tomo V del Comentario Bíblico san Jerónimo, también en ediciones Cristiandad (descargable desde la Biblioteca de ETF).