El beato Fray Alfonso Navarrete abandonó en 1611 las Filipinas por el Japón, buscando un campo de acción más peligroso para su misión. Con la cooperación de varios miembros de otras órdenes religiosas, fray Alfonso organizó en Nagasaki, entre diversas obras de beneficencia, las hermandades para atender a los enfermos y rescatar de la muerte a los niños recién nacidos que abandonaban sus desalmados padres. Animado por un fervor ardiente, el dominico se enfrentaba a menudo con el peligro, sin cuidarse de las consecuencias. En una ocasión, increpó valientemente y aun detuvo a una muchedumbre de rufianes japoneses que estaban maltratando a una pobre mujer cristiana. Cuando llegaron a Nagasaki las noticias de que la persecución había arreciado en Omura, muchos de los fieles vieron a fray Alfonso que, al orar, cayó en un éxtasis que lo levantó varios palmos del suelo. Durante aquel arrobamiento se sintió llamado a alentar la fe de los cristianos perseguidos y, sin dilación, partió a Omura. Ahí, verdaderas muchedumbres acudían a buscar consuelo en el ministerio sacerdotal de fray Alfonso y de otra fraile agustino, el beato Fernando de Ayala.
El inusitado movimiento de tanta gente llamó la atención del gobernador, quien mandó poner bajo custodia a los dos religiosos. Al principio fueron tratados con cierta consideración, pero en vista de que los cristianos de los alrededores, incluyendo a varias encumbradas damas, asediaban el lugar de la reclusión para acercarse a los presos, el gobernador ordenó que fueran ejecutados. El 1 de junio de 1617, los dos frailes fueron decapitados, junto con un catequista japonés, León Tanaka.