El P. Tiburcio Arnaiz Muñoz nació en Valladolid el 11 de agosto del año 1865. hijo de Ezequiel, modesto tejedor, del que quedó muy huérfano. Su infancia, por lo tanto, fue la propia de una familia con apuros económicos, teniendo su madre que arreglárselas para sacar adelante a sus dos hijos, nuestro Tiburcio y Gregoria, siete años mayor que él.
Muy joven entró en el Seminario, primero como interno y, posteriormente, pernoctando en su casa, a cuya modesta economía ayudaba con lo que percibía como sacristán del Convento de S. Felipe de la Penitencia de las Monjas Dominicas. Así le llegó el día de su ordenación sacerdotal el 20 de abril de 1890. Durante tres años desempeñó el cargo de Párroco en Villanueva de Duero , pequeño pueblecito cercano a Valladolid. Pero alentado por unos compañeros hizo oposiciones, siguiendo la costumbre de la época, a otra parroquia de más entidad, como fue la que consiguió en Poyales del Hoyo, de la Diócesis y Provincia de Avila. Animado, igualmente por uno de sus compañero, obtuvo el Doctorado en Teología en la Diócesis Primada de Toledo el 19 de diciembre de 1896.
La muerte de su madre le lleva a plantearse, junto con su hermana Gregoria, la opción de hacerse Jesuita, a la vez que ella ingresaba en el Convento de las Dominicas, donde Tiburcio había sido sacristán mientras estudiaba en el Seminario. Llevaba nueve años de párroco en Poyales del Hoyo, cuando el 30 de marzo de 1902 ingresó en el Noviciado de la Compañía de Jesús en Granada.
En la Compañía de Jesús, el Noviciado se prolonga por espacio de dos años. Terminados estos, siguiendo una norma habitual cuando un nuevo jesuita había entrado en la Compañía siendo ya sacerdote, el P. Tiburcio dedicó unos años más a perfeccionar los estudios de Filosofía y Teología; pero además, y junto con esos estudios, ejerció el cargo de Superior de los otros escolares de estas materias que aún no habían recibido las Ordenes Sagradas. También se estrenó en dar Ejercicios Espirituales a sacerdotes del clero diocesano y alguna que otra misión por los pueblos cercanos a Granada, dejando ya fama de santidad entre sus oyentes, como contaba el Párroco de Otura, cuando el misionero dejó el pueblo enfervorizado.
Antes de ir a Loyola, donde hizo lo que los Jesuitas llaman Tercera Probación, es decir, un curso que se dedica al cultivo de la vida espiritual y al estudio de las Constituciones dejadas por S. Ignacio y demás documentos oficiales de la orden, fue destinado a la ciudad de Murcia. Era septiembre de 1909. Allí, con la libertad que le daba el estar ya fuera de la casa de formación y ser uno más entre los dedicados a los ministerios propios de los hijos de S. Ignacio, comenzó a señalarse por su entrega sin límites a la abnegación propia, al trabajo exhaustivo y al celo extraordinario por la salvación de las almas que le caracterizó, en grado sumo, conforme iba pasando el tiempo y su carácter de apóstol iba cuajando.
En 1911 va a Loyola a completar su formación jesuítica. No terminó el curso completo, sino que, al ser interrumpida dicha experiencia durante la cuaresma como parte de la formación allí impartida, con unas semanas de predicación y otros ministerios sacerdotales del nuevo jesuita, pasó a Canarias y, terminada dicha etapa, fue destinado a Málaga.
Allí había de ser donde más claramente aparecería el hombre de Dios santo, olvidado de sí mismo, dado a un trabajo ininterrumpido. Su primera ocupación por espacio de un curso -estamos ya en 1912 a 1913 - fue el cuidado de los jovencitos acogidos en la Casa del Niño Jesús, que unos años antes había sido fundada por el P. Aicardo, junto con el apoyo de un grupo de señoras preocupadas por la situación, en la calle, de los rapaces que no tenían quien les amparase. Como era habitual en él, se entregó a esa labor con alma y vida.
Ya al año siguiente tuvo libertad para poder ir mostrando sus cualidades y preferencias apostólicas. En aquél entonces los jesuitas en Málaga vivían ya en la casa que se había inaugurado dos años antes en Calle Compañía, pero era en la Iglesia de S. Agustín donde celebraban la Eucaristía, confesaban a los penitentes que acudían a ellos y predicaban la palabra de Dios.
Fuera del templo, el Padre aprovechaba todas las oportunidades posibles para visitar y atender a los enfermos en sus casas y en el Hospital. Para esta misión del Hospital, se vale de caballeros y señoras cuya dirección espiritual había asumido, que le preparaban a los enfermos más ignorantes, capacitándoles para atender la posterior predicación del Padre y recibir de su manos los Sacramentos. No se olvida de acudir a la cárcel, donde atiende a los presos, con abnegación y amor. Atiende, igualmente, a las religiosas de las diversas comunidades y da Ejercicios Espirituales a los sacerdotes de la diócesis, etc., etc.
Pero hora es ya de que hablemos de su trabajo apostólico más original, en esta primera etapa de su estancia en Málaga: la labor realizada en los «corralones», llamándoseles así a casas de vecinos de peculiar estructura, siempre habitadas por gente muy pobre. Fueron unos veinte, situados en la periferia de la ciudad, en aquel entonces, a los que atendió. Comenzaba por alquilar una habitación en el corralón, donde establecía una pequeña escuela, llamada miga, es decir, una unidad escolar dirigida por una maestra que enseñaba las primeras nociones, a leer y escribir y hacer cuentas, juntamente con el catecismo de las verdades más esenciales de la fe. Cuando ya estaban los asistentes suficientemente preparados, acudía él a tenerles unas breves charlas religiosas para capacitarles a recibir los sacramentos. La miga continuaba abierta, posteriormente, acrecentando la formación que poco a poco se iba adquiriendo. El fruto producido fue extraordinario: Muchos sitios, adonde no podía antes entrar un sacerdote, - incluso en alguna ocasión habían llegado hasta tirarle una rata muerta al mismo P. Arnaiz -, ahora eran acogedores a la labor de la Iglesia y agradecidos al bien que se les hacía.
Pero ya había dicho él a alguna de sus colaboradoras en los corralones que su idea era otra: Adonde pretendía llegar, con ese original método de acercamiento a la gente ignorante, era a las aldeas y cortijadas adonde no va nadie y donde la gente se encuentra en el mayor abandono cultural y religioso. Así surgieron en su mente las «doctrinas rurales».
Una «Doctrina» -tal como se continúa realizando hoy por las Misioneras de las Doctrinas Rurales- es la estancia de los misioneros en un pueblo o barrio marginal, durante el tiempo necesario (desde unos meses, un curso o un par de años) para que sus vecinos tengan la oportunidad de instruirse en la fe católica, conociendo la vida del nuestro Señor Jesucristo, profundizando en las verdades dogmáticas y morales, prepararse para poder recibir debidamente los sacramentos de la Iglesia y llevar una vida de fe coherente. Se valen para ello de cualquier medio a su alcance. Al convivir con los vecinos les resulta fácil hacerse cargo de sus intereses y necesidades.
Pero la labor del Misionero no se limitaba a estas acciones, que podríamos llamar estables, ya que duraban todo el tiempo que fuese necesario para instruir y elevar cultural y religiosamente a una aldea. Él iba adonde le llamaban a predicar la palabra de Dios, siendo su especialidad los Ejercicios Espirituales y las Misiones de ocho o más días, como solían durar las que se tenían en una localidad de cierta relevancia. En ellas la entrega del P. Arnaiz era enorme: era voz común que no dormía en la cama y el tiempo que dedicaba al sueño, en una silla o en el mismo suelo sobre una estera, era escasísimo; comía sólo el primer plato que le servían y pasaba largas horas en el confesionario o dado a la oración, hasta altas horas de la noche, para volver a la Iglesia del pueblo antes del amanecer para tocar las campanas e iniciar el rezo del Santo Rosario por las calles.
Mientras estaba predicando la Novena del Corazón de Jesús en Algodonales, entonces de la Diócesis de Málaga, aunque de la Provincia de Cádiz, cayó enfermo con fiebre alta. Desde Málaga enviaron un coche para llevarle a su residencia. Cuando se supo que había llegado en aquellas condiciones y obligado a guardar cama, la ciudad se movilizó, acudiendo numeroso gentío a la Residencia de los Jesuitas a informarse de su estado. Hubo que poner en sitio visible el parte médico cada día: Bronconeumonía, diagnosticaron los doctores que le atendían. El templo del Sdo. Corazón era testigo de las continuas oraciones que espontáneamente se hacían por su salud. Aunque, en un principio, el dictamen de los médicos era favorable a su restablecimiento, el cuadro clínico fue empeorando rápidamente y, a los ocho días, entregaba el enfermo su alma a Dios, cumpliéndose la predicción que él mismo había hecho semanas antes y después de dejar edificados a cuantos le asistían. Era el 18 de Julio de 1926.
Se encontrará abundante información sobre el beato en el sitio dedicado a él, así como en el sitio de las Misioneras de las Doctrinas Rurales.