Todavía adolescente, se inscribió en las Conferencias de San Vicente de Paúl, para ayudar a las familias pobres y enseñar el catecismo. Conoció personalmente en Livorno al beato Federico Ozanam, fundador de esta asociación. Evocó más tarde la impresión que le produjo la visita a Livorno de aquel amigo de los desdichados. Para él Ozanam era un hombre de claro y elevado entendimiento, a quien el Señor había dotado de una sensibilidad exquisita y del don de la elocuencia.
En Livorno se relacionó Pío Alberto con los dominicos, que regentaban por entonces la parroquia de Santa Catalina de Siena, mientras él estudiaba en un colegio de religiosos barnabitas. El 4 de diciembre de 1854 tomó el camino de Florencia para pedir el ingreso en la Orden dominicana. Vistió, en efecto, el hábito y comenzó su noviciado en el convento de San Marcos, el 1º de febrero de 1855. A su término emprendió los estudios de filosofía y teología. Entre sus profesores destacaba fray Manuel Alemany, nacido en Vic (Barcelona), hermano del arzobispo de San Francisco de California fray José Sadoc Alemany, padre este en el Concilio Vaticano I y miembro de su Comisión doctrinal.
Por las llamadas leyes «leopoldinas» para el Gran Ducado de Toscana no realizó la profesión religiosa hasta el 3 de noviembre de 1859. Comenzaba entonces el segundo año de teología. Recibió el presbiterado el 5 de febrero de 1860. Continuó sus estudios y obtuvo el grado de Lector el 20 de noviembre de 1862, tras un examen de «universa philosophia et theologia» y la presentación de una tesis escrita sobre el Eutiquianismo, o doctrina que no admite la doble naturaleza, divina y humana, en Cristo.
Permaneció en el convento de San Marcos y se dedicó a la enseñanza y al ejercicio pastoral en su iglesia. Pronto consiguió una importante fama de predicador, confesor y profesor de filosofía y teología dogmática, también en el Seminario diocesano de la archidiócesis de Florencia. El 8 de junio de 1872 lo eligieron prior conventual.
Por entonces había presentado ya al Maestro de la Orden, Padre Vicente Alejandro Jandel, un proyecto fundacional, inspirado en otra institución que realizó San Jerónimo en la colina romana del Aventino. En este caso se trataba de una fundación dominicana de hermanas terciarias regulares, dedicadas al estudio de la Sagrada Escritura y a la educación gratuita de las clases populares. A la cabeza de la empresa estuvo desde el comienzo Elena Buonaguidi, persona de especial virtud y formación. Los dos hablaron personalmente con el Maestro de la Orden en Roma y, a continuación, con el Papa, Beato Pío IX. La obra dio comienzo en la diócesis de Fiésole el 11 de noviembre de 1872.
En noviembre de 1874 fue nombrado obispo titular de Draso y coadjutor del de San Miniato, Pío Alberto con plena responsabilidad en la diócesis. Recibió la ordenación episcopal el 3 de enero de 1875 en la iglesia romana de San Apolinar. Llegado a la diócesis y, desde su residencia en el convento de Santo Domingo, se dedicó intensamente a procurar la renovación espiritual de sus fieles, reabrió el seminario y hasta impartió en él clases de filosofía, teología tomista y hebreo.
Visitaba las parroquias, se dedicaba en especial a la predicación, a veces en forma de «misiones populares», y a la administración de los sacramentos de la confirmación y penitencia, sin descuidar la visita a enfermos, en los hospitales y en sus hogares, y asimismo a los encarcelados. «¡Yo soy para los pobres, por lo mismo debo estar entre los pobres!», exclamaba. —A sus predicaciones acudía de ordinario un numeroso auditorio que llenaba las iglesias. Decía que encontraba fuerzas ante el Sagrario y que allí, en ocasiones, «gritaba con fervor», a la vez que ofrecía a Cristo un sacrificio perenne. Hallaba consuelo en la Eucaristía. Estaba seguro que Dios bendecía sus obras amasadas en el sufrimiento. En el mismo año de su ingresó en la diócesis la consagró al Sagrado Corazón de Jesús. —Animaba a los sacerdotes a trabajar por conseguir una intensa comunión entre sí y con el obispo: «Caminemos juntos de la mano de Cristo —les pedía— y ofrezcamos ante los hombres y los ángeles una verdadera armonía divina».
Ejercitó también el ministerio mediante la palabra escrita, ocupación que inició ya en el mencionado convento de San Marcos. En estas ocupaciones ponía toda su alma. «¡Me ha salido del alma!», confesaba al presentar un tratado teológico sobre el Verbo de Dios encarnado. Añadía que colocaba su obra a los pies de Jesús, «para que Él alentara en el interior de la misma, e infundiera a lo expuesto una poderosa vida».-. —Sus publicaciones —trabajos que llenaban su mente y corazón, que componía a veces entre lágrimas— tuvieron forma de cartas pastorales, de comentarios teológicos inspirados en la doctrina de Santo Tomás de Aquino, como por ejemplo, los que dedicó a los misterios de Cristo, las virtudes cardinales, la teología de San Pablo, la pequeña Suma teológica, la edición de la Catena Aurea. También escribió sobre la Eucaristía e historias y doctrinas evangélicas. Con suma sencillez manifestaba en una ocasión: «He terminado de redactar una meditación sobre el costado de Cristo abierto (por la lanza del soldado en la cruz). Lo he terminado llorando».
Atendió a la comunidad dominicana que fundó, y lo hizo mediante visitas periódicas. Deseaba que se expansionara, con la confianza puesta en la divina providencia. Mostraba gran interés en la formación de las religiosas y del alumnado que les confiaban. Aseguraba que tenía el corazón puesto en la escuela. Quería que sus religiosas se formaran en una piedad iluminada por la Biblia y la Eucaristía, con devoción particular al Espíritu Santo.
Animó la fundación, en 1885, de un colegio para muchachos internos, dedicado a Santo Tomás de Aquino. Junto a este colegio fijó su residencia y en él impartió clases de religión. Anhelaba que se estableciera, asimismo en él, un estudio teológico con el apoyo de los obispos de la Toscana. Puesto en marcha el proyecto, los alumnos fueron recibidos en audiencia por León XIII en abril de 1888. Pero esta institución tuvo una vida efímera, porque se clausuró en 1890 y él asumió con fortaleza y caridad las dificultades económicas consiguientes al cierre.
En 1897 murió el obispo de San Miniato y Mons. Del Corona se convirtió en obispo residencial de esta diócesis que venía pastoreando desde hacía 23 años. Se estableció entonces en el obispado y llevó una vida extremadamente sobria. Promovió instituciones que fomentaban la solidaridad para con los necesitados, el culto y la formación cristiana y social de las gentes. Continuó prodigándose por medio de múltiples visitas pastorales a las parroquias e instituciones. Su llegada era motivo de fiesta para la feligresía.
Por sus condiciones precarias de salud —problemas hepáticos y extrema debilidad en la vista— acudió al Papa suplicándole que le exonerara del gobierno diocesano. Al fin, San Pío X acogió plenamente su instancia en agosto de 1907. Recibió entonces el nombramiento de arzobispo titular de Sárdica, como expreso reconocimiento del «santo gobierno» que había ejercitado en San Miniato.
Se retiró a la casa de su Congregación dominicana para dedicarse a la oración, estudio y apostolado, entre las religiosas de la comunidad y entre otras muchas personas que le visitaban en busca de consejo y aliento. Con frecuencia moraba con sus frailes del convento de Santo Domingo de Fiésole. Intensificó la oración y meditación. Siguió escribiendo sobre temas de espiritualidad y añadió comentarios a algunas obras de Santo Tomás. En el convento de Santo Domingo de Fiésole, que guarda alguna obra maestra del Beato Angélico, disfrutaba intensamente de la vida fraterna. «En él disfrutamos de una elevada y solemne quietud —comunicaba por entonces—, experimentamos la recóndita belleza de la pobreza y de la paz del convento. La salmodia eleva el alma hasta el cielo. La vida del pensamiento y la vida del corazón, con sus gozos, son como dos flores que aquí dentro brotan de un mismo tallo».
Murió en la casa de su Congregación, en Fiésole, el 15 de agosto de 1912. En su testamento suplicaba a la Santísima Virgen que le socorriera en el momento del tránsito, que su virginales manos fueran como un altar sobre el cual pudiera celebrar el último Sacrificio que le introdujera en el seno de Jesús, «mi redentor y mi Dios», en cuya compañía esperaba gozar de la bienaventuranza por toda la eternidad».
Al año siguiente, en 1913, el Maestro de la Orden Beato Jacinto Cormier se apresuró a editar una biografía, compuesta por él mismo. Se la dedicó de buen grado a una persona que consagró «toda su existencia al bien de las almas», y porque conoció en él a un amigo de Dios y de los hombres.
El proceso de canonización se abrió en la diócesis de San Miniato el 12 de diciembre de 1941 y se clausuró el 9 de junio de 1959, aunque recién en 2007 se reabrió la causa que llegó felizmente en 2015 a la beatificación.
Biografía por Fr. Vito T. Gómez García, O.P., con muy ligeras modificaciones.