Andrés Bordino nació en Castellinaldo, prov. de Cuneo, el 12 de agosto de 1922; a los siete años recibe la primera comunión, y a los 13 la confirmación. Una vez completada la escuela elemental, ayuda a su padre en las viñas de Langhe. De complexión atlética, pasa su adolescencia entre el trabajo y la parroquia, donde se formó cristianamente, contando con la amistad del vicepárroco de Castellinaldo, quien -viendo las óptimas dotes y la disponibilidad de Andrés- lo nombró a los 19 años presidente de la Acción Católica de la parroquia.
En enero de 1942, a los 20, fue enrolado en la artillería alpina de la Compañía Cuneense, envuelto también él en la gran tragedia de la II Guerra Mundial. Tuvo que partir junto con su hermano a la tristemente famosa Campaña de Rusia, donde junto a los peligros y los sufrimientos por la inadecuación de las tropas italianas a aquel clima helado, tuvo que sufrir la humillación de caer prisionero; también su hermano fue hecho prisionero, y el destino de los dos se separó.
Andrés fue enviado a Siberia, al famoso «Campo 99». Aunque reducido a ser una larva humana, entre tanta desesperación que provocó la muerte de decenas de miles de alpinos, se prodigó por los que pudo, a darles un discreto consuelo, humano y cristiano, a los moribundos y a los sobrevivientes. Continuó en estas obras de caridad cuando fue transferido a Uzbekistan, entre los enfermos agonizantes, aislados en las barracas por infecciones; rechazó por dos años toda ventaja personal, confortado por el reencuentro con su hermano, prisionero él también y destinado a la cocina.
Al terminar la guerra, los dos hermanos volvieron a Italia, en octubre de 1945. Las terribles experiencias, y la visión de la muerte de tantos jóvenes compatriotas marcaron para siempre a Andrés, que una vez libre y recompuesto suficientemente, decidió dedicarse a las personas afectadas por el dolor y la enfermedad; nació en su corazón la vocación a la caridad.
El 23 de julio de 1946 golpea a la puerta de la «Pequeña casa de la Divina Providencia», es decir, el «Cottolengo» de Turín, con el deseo de darse a los otros como laico consagrado. Exactamente un año después inició el noviciado, y al año siguiente emite la profesión religiosa entre los Hermanos de San José Cottolengo, o «Hermanos cottolenguinos», dedicados al cuidado de enfermos físicos y psíquicos. Tomó el nombre de Hermano Luis de la Consolata.
Frecuentó en los años 50-51 un curso de la escuela de enfermería, con gran provecho, y comenzó a trabajar en el sector ortopédico y quirúrgico del Cottolengo. Enfermero y anestesista de excepcional bravura, estuvo entre los pioneros de los dadores de sangre; dividía su tiempo con alegría entre los sufrientes y desgraciados que lo rodeaban.
Por la tarde se dedicaba a los pobres que venían de las ciudades de los alrededores, lavando y curando heridas de todo tipo, porque en ellas, especialmente en las más graves, veía a Jesús sufriente.
De 1959 a 1967 tuvo, de parte de sus compañeros y del Card. Pellergino, arzobispo de Turín, cargos de responsabilidad en los Hermanos Cottolenguinos, y en la dirección del propio Cottolengo.
En junio de 1975, no sintiéndose del todo bien se sometió a unos análisis y le diagnosticaron leucemia mieloide, enfermedad que él conocía bien, y cuyo desenlace era fatal. Sin desesperación, bendijo a la Providencia con la oración cottolenguina «Deo gratias»; por dos años soportó la dolorosa enfermedad como si fuera d eotro, hasta que el 25 de agosto de 1977 cerró santamente su vida, y como acto supremo de donación ofreció las dos córneas a dos invidentes: eran los únicos órganos de su cuerpo que habían permanecido sanos.
Entregó su entera vida de 55 años a paliar el sufrimiento ajeno, especialmente de los últimos, en el espíritu de la Caridad de Cristo.
Traducido para ETF, de un artículo de Antonio Borrelli. El sitio que los Cottolenguinos dedicaron a la causa de beatificación tiene una más amplia biografía, bibliografía y documentación fotográfica.