El llamado «Gran Cisma de Occidente», durante el cual los papas sufrieron un «cautiverio babilónico» en la ciudad de Aviñón, fue indudablemente una época de grandes pruebas para todas las instituciones católicas, y por supuesto que la Orden de Predicadores no se salvó de las dificultades: en aquel período padeció de relajamientos y de un enfriamiento en su antiguo fervor; en Italia y otros países vecinos, los trastornos que sufría la Orden, se agravaron por los brotes de epidemias que despoblaron los conventos. Pero Dios no abandonó a los hijos de santo Domingo y les envió a un hombre como el beato Raimundo de Capua para iniciar un movimiento de reforma. Entre los que con mayor entusiasmo ayudaron al de Capua, se hallaba el beato Juan Dominici, arzobispo de Ragusa, quien fue el descubridor de las muy valiosas habilidades y virtudes de Fray Lorenzo de Ripafratta.
Lorenzo había ingresado a la orden en Pisa, cuando ya era diácono y, al término de sus estudios y al cabo de algunos años de predicación, fue nombrado maestro de novicios en el priorato de Cortona. Aquel era un puesto para el cual Lorenzo estaba bien calificado. Era el más decidido defensor de la observancia rigurosa, pero sabía perfectamente cómo adaptar en las distintas circunstancias las constituciones de su orden y, como estaba dotado de grandes conocimientos psicológicos, advertía el momento en que el corazón de alguno de sus novicios estaba verdaderamente inflamado por el amor de Dios y a ése le encaminaba por la ruta de la obediencia y la docilidad. Entre los que hicieron el noviciado bajo su dirección, se encontraban san Antonino, el beato Angélico y su supuesto hermano Benedicto de Mugello. Fue Lorenzo quien alentó a los dos mencionados en último término a dedicarse a la pintura, puesto que la predicación puede resultar tan eficaz por medio de las imágenes como por la palabra y, en cierto aspecto, más ventajosa: «La lengua más elocuente enmudece con la muerte -les decía-, en cambio, vuestras maravillosas pinturas celestiales hablarán de los valores de la religión y de las virtudes a través de los siglos».
En lo que respecta a sus conocimientos bíblicos, a Lorenzo, como a san Antonio de Padua, se le llamaba «Arca de los Testamentos» y, por cierto que empleaba su ciencia para predicar por toda la región de Etruria con mucho éxito. Cuando se le nombró vicario general de los prioratos que habían aceptado las reformas, estableció su residencia en Pistoia donde, poco después, abandonó Lorenzo sus deberes administrativos para dedicarse por entero a ayudar a los que sufrían y, como sucede tantas veces, la mayoría de los que se mostraban sordos a la prédica, se sintieron impulsados a la penitencia ante el ejemplo de abnegación y caridad de los sacerdotes que atendían sin temor a los apestados, para aliviar sus sufrimientos corporales y cuidar de sus almas. Al morir el beato Lorenzo, a una edad muy avanzada, san Antonino escribió a los dominicos de Pistoia para condolerse con ellos por la irreparable pérdida y para elogiar la memoria del desaparecido: «¡Cuántas almas fueron arrebatadas al infierno por sus palabras y su ejemplo, que las llevaron de la depravación a la más alta perfección! ¡Cuántos enemigos se reconciliaron y cuántos desacuerdos se ajustaron! ¡A cuántos escándalos puso fin! También lloro lo que he perdido yo mismo, hermanos, puesto que ya nunca volveré a recibir aquellas tiernas cartas suyas que atizaban mi fervor en el cumplimiento de mis deberes pastorales». La tumba del beato Lorenzo fue el escenario de muchos milagros, y en 1851 el papa Pío IX confirmó su culto.
Véase a V. Marchese en Cenni Storici del b. Lorenzo di Ripalratta (1851), una breve biografía escrita por M. de Waresquiel (1907) y el Dominican Saints, de Procter, pp. 38-41.