En el pequeño pueblo de Paterno, en la ladera de Montefano, en Fabriano, vivió a los comienzos del siglo XIII una familia de acomodados campesinos, los Bottegoni. La familia estaba compuesta de Bonello, el padre, Supercla, la madre, y de los hijos Giunta, Nicolás, Benvenuto, Buonora y Juan. Este último nació a inicios del 1200, y desde muy joven mostró una profunda atracción por las cosas de Dios y una gran pasión por el estudio; estas dos características persuadieron a los padres de una posible vocación religiosa y decidieron enviarlo a Bologna para realizar estudios de letras. Una imprevista enfermedad en una pierna impedirá a Juan establecerse en Bologna, y continuar los estudios iniciados. La enfermedad se agravó hasta que quedó cojo, y obligado a usar un bastón de por vida, de donde provendrá su apodo de «Juan del báculo» (Giovanni dal Bastone).
Aunque no pudo continuar sus estudios ni alcanzar el grado de formación que pretendía, Juan decidió trasladarse a Fabriano y abrir una escuela que le asegurara cierta autonomía económica. Sin embargo en torno al 1230, no se sabe bien por qué motivo, Juan decidió seguir la vida eremítica propuesta por san Silvestre de Ósimo, cuya fama de santidad comenzaba a difundirse por la región. El estilo de vida del grupo de Montefano era austero y pobre, intentaban reducir al mínimo las necesidades materiales para dedicarse por completo a las cosas de Dios. La regla que seguían era la de san Benito, y cuando la pequeña comunidad de eremitas fue aprobada en 1248 por el papa Inocencio IV, tomó el nombre de Orden de San Benito de Montefano (Silvestrinos).
Juan, por deseo de san Silvestre fue presentado al obispo para su ordenación sacerdotal. La vida monástica de Juan estuvo marcada por la oración, la penitencia y la soledad, y toda encaminada a progresar en los grados de la virtud. Por sesenta años Juan llevó adelante una vida aparentemente sin hechos notables. A la edad de noventa años la enfermedad de la pierna que lo había atacado en la juventud se agudizó y el 24 de marzo de 1290, recibidos los sacramentos, descansó en el Señor. Desconcertante fue la desproporción entre la existencia retirada que llevó Juan por tanto tiempo y el impacto inmediato de su muerte sobre la gente. Había apenas exhalado su último suspiro, cuando dio inicio una interminable peregrinación hacia sus restos.
Después de la muerte fueron muchos los prodigios que se verificaron por intercesión del beato, signo evidente de su santidad. El obispo de Camerino, Rambotto, nombró una comisión para recoger y valorar los testimonios a fin de verificar la autenticidad de los milagros. El beato Juan fue sepultado en la iglesia de San Benito de Fabriano, y fue rápidamente aclamado como santo por la voz del pueblo, sin un proceso canónico formal (que recién estaba comenzando a existir), hasta que en 1772, bajo Clemente XIV, se confirmó su culto como beato.
Traducido para ETF, con escasos cambios de un artículo de Elisabetta Nardi.