Uno de los más íntimos consejeros del rey de Portugal Sancho el Grande, fue Rodrigues de Vagliaditos, gobernador de Coimbra. De los hijos del gobernador, el tercero, llamado Gil o Egidio, fue destinado por su padre al servicio de la Iglesia. Gil estudió en Coimbra, donde se distinguió mucho por su brillante inteligencia. El rey le concedió una canonjía y otros beneficios. Pero el joven se interesaba más por las ciencias experimentales que por la teología y decidió estudiar medicina en París. Poco después de emprender el viaje, le alcanzó por el camino un forastero (el beato pensaba más tarde que era el demonio en persona), quien le invitó a ir a Toledo en vez de proseguir el viaje a Francia. Gil se quedó, pues, en Toledo, donde no sólo estudió alquimia y física, sino que se interesó también por las artes de magia. Según parece, se entregó ahí a todos los vicios y llegó incluso a hacer un pacto con el diablo, firmado con su propia sangre. Siete años después, pasó a París, donde practicó la medicina con gran éxito. Pero la voz de su conciencia empezó, por fin, a hacerse oir. Una noche Gil tuvo un sueño en el que un espectro gigantesco le gritó: «¡Cambia de vida!» «¡Cambiaré de vida!», exclamó Gil al despertar. Y cumplió su palabra, ya que al punto quemó los libros de magia, destruyó los frascos de ungüentos y emprendió, a pie, el viaje a Portugal.
Con los pies ensangrentados y medio muerto de fatiga, llegó al fin a la ciudad de Valencia, donde los dominicos le recibieron hospitalariamente. Gil aprovechó la ocasión para confesarse. Poco después, tomó el hábito. El resto de su vida fue de lo más edificante. Naturalmente, no le faltaron ataques del demonio y el recuerdo del pacto que había hecho con él le hacía temer mucho por su salvación; pero, con la gracia de Dios, perseveró en la oración y la mortificación. Siete años después, tuvo una visión en la que Nuestra Señora le devolvió el pacto que había firmado con su sangre y, a partir de entonces, vivió en paz. Poco después de su profesión, los superiores le enviaron a la ciudad portuguesa de Santarem. Más tarde, estuvo en un convento de París, donde se hizo muy amigo de Humberto de Romans, futuro maestro general de la Orden de Predicadores. Fue elegido provincial de su orden en Portugal, pero su avanzada edad le obligó a renunciar pronto a ese cargo. Pasó sus últimos años en Santarem, donde Dios le favoreció con frecuentes éxtasis y con el don de profecía. Su culto fue aprobado en 1748.
La leyenda del beato Gil se parece mucho a la de Cipriano y Justina, a la de Fausto y a la de otros muchos; ello hace muy sospechosos todos los elementos sobrenaturales que la adornan. La biografía escrita por el P. Resendio (Acta Sanctorum, mayo, vol. III) no tiene suficiente fundamento histórico.