Nació en Ratisbona (Alemania). Sus padres pertenecían a la clase media. Entró en calidad de hermano no clérigo en el convento de los agustinos, y sirvió a la comunidad como carpintero, con el encargo de proveer a la casa la leña necesaria para el uso cotidiano. Un modesto trabajo llevado a cabo durante años, unido a una profunda vida de oración. Fue apreciado por su religiosidad, su generosa obediencia, su delicadeza con los hermanos, su caridad con los pobres, su humildad y, en particular, por su ardiente devoción a la eucaristía.
Es una lástima que sea poco lo que se sabe de su vida. Conocemos, eso sí, algunas relaciones legendarias, como las aparecidas en la biblioteca del capítulo metropolitano de Praga, publicadas por el canónigo Dr. Podlaha. El autor, P. Hieronymus Streitel, prior de Ratisbona y cronista de la Orden a principios del siglo XVI, recoge tradiciones orales, preferentemente las ya propuestas en el «retrato historiado» que uno de sus inmediatos predecesores al frente de la comunidad ratisbonense, el P. Honrad Schleier, había seleccionado para decorar la tumba de Federico. Entre ellas, la más conocida, narra cómo un día en que no pudo asistir a la misa, en el mismo lugar donde se encontraba trabajando, recibió la comunión de manos de un ángel, y que se reproduce en su iconografía.
La carga de colorido con la que se presentan los hechos históricos, en conformidad a los gustos del tiempo, hoy hace que tales relatos sean vistos con fuertes reservas, o incluso con rechazo. Pero hay que tener en cuenta que el narrador medieval, más que la misma vida de los santos le interesaba mostrar su testimonio, y la confirmación y reconocimiento divino de su santidad mediante el milagro. Su intención era la de representar ejemplos de virtud e ideales religiosos que animaran a seguirlos. Episodios como el expuesto atestiguan la devoción eucarística de nuestro beato y prueban el profundo efecto producido entre sus contemporáneos y la continuidad de la piadosa memoria de que fue objeto a lo largo de los siglos.
Murió el 29 de noviembre de 1329. A menudo se lo inscribe -y el Martirologio actual así lo hace- el 30 de noviembre, porque en su tumba una inscripción dice «obiit die S. Andreae» (muerto el día de san Andrés), pero eso se debe a que litúrgicamente el día de san Adrés había ya comenzado. A principios del siglo XX, el siervo de Dios padre Pío Keller se empeñó en trabajar por la confirmación de culto del beato, lo que resultó coronado con la declaración de san Pío X, el 12 de mayo de 1909. Desde 1913, sus restos mortales, al igual que el mencionado «retrato historiado» -que de hecho resulta la más antigua «Vita» del beato-, se hallan expuestos a la veneración de los fieles en la iglesia agustiniana y parroquial de santa Cecilia en Ratisbona.
El siervo de Dios, Clemente Fulh, Prior General, OSA, en una carta a los hermanos no clérigos, decía: El beato Federico llegó en vuestro estado a la cumbre de la perfección, observando fielmente las normas establecidas por nuestro padre san Agustín en su obra «De opere monachorum», es decir, juntando en admirable consorcio la vida perfectamente contemplativa con la vida perfectamente activa. El beato Federico, en los diversos oficios que le encomendara la obediencia, sirvió sin descanso y con singular solicitud a la comunidad, anteponiendo siempre el bien común al propio, que es el carácter distintivo de la caridad cristiana, según nos enseña san Pablo y nos recuerda nuestro padre san Agustín en la Regla. El beato Federico es dechado y ejemplar admirable, pues íntimamente unido a los sacerdotes por la obediencia y la caridad, aspiró ardientemente a que Jesucristo reinara con imperio absoluto en las almas, y sobre todo en su corazón. Seguid sus huellas, imitad sus ejemplos e invocad su protección, para que también vosotros logréis llegar al mismo fin: a la perfección en vuestro estado y a la bienaventuranza eterna.