Nació el 13 de diciembre de 1908, (el acta de nacimiento dice que el 20) en Naolinco, Veracruz, hijo del Sr. Leopoldo Acosta y de la Sra. Dominga Zurita. Fue bautizado en la iglesia parroquial de San Mateo Apóstol, el 23 de diciembre, con el nombre de Ángel Darío. El ambiente familiar era cristiano y sencillo y su infancia transcurrió tranquila. Su padre se desempeñaba como carnicero, era trabajador y honrado. Su madre, mujer cristiana y de gran fortaleza, supo transmitir la fe con su ejemplo y se preocupó de que recibiera una buena instrucción cristiana. Recibió la primera Comunión a la edad de seis años y posteriormente el sacramento de la Confirmación.
Desde niño conoció las limitaciones y los sacrificios, ya que en las revueltas armadas por la revolución, su padre perdió el ganado que poseía y los medios económicos necesarios para el sostenimiento de su familia, enfermó de gravedad y al poco tiempo falleció. La joven viuda tuvo que hacer frente a la situación de extrema pobreza en que quedó. Darío la ayudó en el sostén de sus cuatro hermanos.
Desde pequeño, se distinguió por su carácter noble, tranquilo y reflexivo, dócil y servicial, bondadoso y responsable, sociable y extrovertido, cariñoso con su madre. Fue muy notable su atractivo por las cosas de la Iglesia, gozaba ayudando de acólito y manifestaba una devoción especial y una piedad firme.
Mons. Guízar y Valencia realizó una visita a Naolinco en busca de vocaciones para su Seminario y Darío asistió invitado por unos amigos, experimentando con toda certeza el llamado de Dios a la vocación sacerdotal; pero al final del preseminario, el Obispo no lo seleccionó entre los elegidos porque estaba todavía muy chico y por considerar que su madre viuda lo necesitaba, por ser en su familia el mayor de los hijos varones. Por ese motivo, Darío manifestó profunda tristeza y su madre, con gran generosidad y empeño, buscó el apoyo del Sr. Cura Miguel Mesa, y llevó a su hijo a Jalapa con el Sr. Obispo, para suplicarle que lo recibiera en su Seminario, logrando que lo aceptara; primero como alumno externo; y al poco tiempo, que le consiguiera una beca, por su excelente aprovechamiento y óptima conducta.
Eran tiempos difíciles para la Iglesia por la revolución y las continuas luchas por el poder que asolaban el país, y Mons. Guízar decidió trasladar su Seminario a la ciudad de México. Darío se ganó muy pronto la simpatía de sus superiores y condiscípulos, por su carácter ecuánime y caritativo, su dedicación al estudio y sólida piedad. Darío tenía fama de ser un excelente deportista, le gustaba mucho el fútbol y fue el capitán del equipo por varios años. Tenía un carácter bondadoso y servicial.
Fue ordenado sacerdote el 25 de abril de 1931, de manos del Excmo. Sr. Guízar y Valencia y cantó su primera Misa el día 24 de mayo, en la ciudad de Veracruz. Fue notable la honda emoción que lo embargó durante su ordenación sacerdotal y su primera Misa. El 26 de mayo, Mons. Guízar lo nombró vicario cooperador de la parroquia de la Asunción, en la ciudad de Veracruz, donde se desempeñaba como párroco el Sr. Cango. Justino de la Mora. También estaban ahí de vicarios el P. Rafael Rosas y el P. Alberto Landa.
Desde su llegada a Veracruz, fue notable para la gente su fervor y bondad, su preocupación por la catequesis infantil y dedicación al sacramento de la reconciliación. En sus predicaciones había expresado: “La cruz es nuestra fortaleza en la vida, nuestro consuelo en la muerte, nuestra gloria en la eternidad. Haciendo todo por amor a Cristo crucificado, todo se nos hará más fácil. Si él sufrió tanto por nosotros en ella, es preciso que también nosotros suframos por Él”
El vendaval de la persecución rugía con gran violencia, y el párroco llamó en varias ocasiones a sus vicarios para manifestarles la gravísima situación en que se encontraba la Iglesia y el peligro constante que corrían sus vidas, por el simple hecho de ser sacerdotes, dejándoles en absoluta libertad de ocultarse, si así lo consideraban; o de irse a sus casas, si así lo deseaban. La respuesta que obtuvo de los tres fue siempre: “Estamos dispuestos a arrostrar cualquier grave consecuencia por seguir en nuestros deberes sacerdotales”. La disposición al martirio era manifiesta y constantemente renovada en aquellos días en que el perseguidor mostró todo su odio a Dios y a la Iglesia católica, al promulgar el decreto 197, Ley Tejeda, referente a la reducción de los sacerdotes en todo el Estado de Veracruz, para terminar con el “fanatismo del pueblo”, como lo había publicado unos días antes el gobernador, Adalberto Tejeda, en el diario El Dictamen, amenazando con la muerte a quienes no se sometieran. Además, de parte del gobernador, fue enviada a cada sacerdote una carta exigiéndoles el cumplimiento de esa ley. Al P. Darío le correspondió el número 759 y la recibió el 21 de julio.
El P. Darío era consciente del peligro que corría su vida, sin embargo, manifestó en todo momento una gran tranquilidad y una serena alegría.
El sábado 25 de julio de 1931, muy temprano, recibió el P. Darío la visita de su madre, que llegó a Veracruz en el momento en que su hijo celebraba la Eucaristía, a la que asistió conmovida y llena de gratitud. Era la primera vez que se veían después de su ordenación sacerdotal.
Ese mismo día, 25 de julio, era la fecha establecida por el gobernador para que entrara en vigor la inicua ley. Era un día lluvioso, y en la parroquia de la Asunción todo transcurría normal. Las naves del templo estaban repletas de niños que habían llegado de todos los centros de catecismo, acompañados por sus catequistas. Había también un gran número de adultos, esperando recibir el sacramento de la reconciliación. Eran las 6.10 de la tarde, cuando varios hombres vestidos con gabardinas militares entraron simultáneamente por las tres puertas del templo, y sin previo aviso comenzaron a disparar contra los sacerdotes. El P. Landa fue gravemente herido, el P. Rosas se libró milagrosamente, al protegerse en el púlpito y el P. Darío, que acababa de salir del bautisterio, en donde había bautizado a un niño, cayó acribillado por las balas asesinas, bañado en su propia sangre, cayó muerto instantáneamente, alcanzando a exclamar: “¡Jesús!”.
Todo era confusión y caos, gritería de los niños y de las personas mayores, que de manera atropellada, trataban de refugiarse bajo las bancas o corrían buscando la puerta de salida. Al escuchar los disparos, salió de la sacristía el Sr. Cura de la Mora pidiendo que a él también lo mataran, pero los asesinos ya habían huido. El Sr. Cura se acercó para darle los últimos auxilios al P. Darío. El cadáver fue conducido a la Cruz Roja para seguir los procedimientos legales.