Vicente Grassi, padre de nuestro beato, que nació en Fermo, de las Marcas, en Italia, era un caballero de vida piadosa, muy devoto de Nuestra Señora de Loreto. Cuando murió, en 1602, su hijo Antonio tenía diez años. El niño había heredado la piedad de su padre y supo transformarla en santidad. Durante sus estudios primarios, solía ir a la iglesia de los oratorianos. Allí conoció al P. Flaminio Ricci, discípulo personal de san Felipe Neri, quien descubrió la vocación de Antonio y le alentó a seguirla. Así pues, a pesar de que su madre se oponía un tanto, Antonio ingresó en la comunidad del Oratorio a los diecisiete años. Como se había distinguido en los estudios, sus compañeros le consideraban como un «diccionario ambulante». Pronto, los conocimientos escriturísticos y teológicos del joven igualaron los que ya poseía en materia de literatura clásica y filosófica. El Oratorio de Fermo, el tercero que fundó en vida san Felipe Neri, formó en su ambiente lleno de gracia al beato Antonio. Durante varios años, se vio atormentado de escrúpulos, pero quedó perfectamente en paz desde el momento en que celebró su primera misa y, a partir de entonces, la serenidad fue una de sus principales característcias. El P. Mazziotti, S.J., dijo de él: «Jamás le vi salirse de sus casillas», y el cardenal Facchinetti de Espoleto dio un testimonio semejante.
En 1621, a los veintinueve años de edad, cuando llevaba ya varios de ser sacerdote, tuvo lugar un acontecimiento que dejó una huella indeleble en la vida del P. Grassi. La cicatriz corporal que le quedó fue muy leve, pero la impresión espiritual muy honda. En efecto, se hallaba el beato orando en la iglesia de la Santa Casa de Loreto, cuando un rayo cayó sobre él. El suceso es tan extraordinario que vale la pena citar el relato del santo:
«Sentí un sacudimiento y me encontré como fuera de mí mismo. Me parecía que mi alma estaba separada de mi cuerpo y que estaba yo desvanecido ... Después, oí un gran estruendo, como el de un rayo. Abrí los ojos y vi que había rodado escaleras abajo. En el piso había fragmentos de piedra, y el sitio estaba invadido por un humo tan espeso que parecía niebla. Al principio creí que se había derrumbado el techo; pero, cuando levanté los ojos, vi que estaba intacto. Después, me di cuenta de que me faltaba un trozo de piel en un dedo, y me acordé de que había oído decir que un sacerdote de Camerino había muerto fulminado por un rayo y que la única herida que había sufrido era el levantamiento de la piel de la mano. Por eso, al ver mi dedo, pensé que iba a morir. La idea me pareció tanto más verosímil cuanto que tenía una sensación de calor intenso en el costado. Traté de mover las piernas, pero habían perdido la sensibilidad. Me dio miedo pensar que aquel calor ardiente me iba a llegar al corazón y me iba a matar. Estaba indefenso, tirado sobre la escalera, sin poder moverme. Pensé, ya que no moriría en el Oratorio, que tenía por lo menos la dicha de morir en un santuario de la Madre de Dios. Entonces, alguien se me acercó, y yo le dije que no podía moverme. Él fue a pedir auxilio. Trajeron una silla, me sentaron, y nuevamente perdí el conocimiento. Pero me daba cuenta de que mi cabeza, mis brazos y mis pies colgaban como guiñapos y de que tenía entorpecida la vista y el habla, pero conservaba el oído. Alguien empezó a sugerirme los santos nombres de Jesús y María».
Cuando volvió plenamente en sí, el P. Grassi, que seguía pensando que iba a morir, pidió la extremaunción. El médico aconsejó que se le administrase, pero que antes se le trasladase a su convento. «Entonces comprendí que, en cuanto creemos que la muerte está cerca, nos volvemos indiferentes a todas las cosas del mundo y caemos en la cuenta de su vaciedad ... Después, me dieron un poco de sopa. La noche fue tranquila.» A los pocos días, el P. Grassi estaba completamente restablecido. La ropa interior que llevaba cuando recibió la descarga del rayo, estaba desgarrada; el beato la dejó en el santuario como ex-voto. El mismo cuenta que el choque le curó para siempre de la mala digestión. Pero el efecto más importante fue que, a partir de entonces, comprendió que su vida pertenecía a Dios de una manera especial, de suerte que no se le pasaba día sin darle gracias por haberle preservado y, todos los años hacía una peregrinación a Loreto con la misma intención.
Poco después del suceso, el P. Antonio pidió y obtuvo las facultades para oír confesiones. Dicho ministerio había de ser durante toda su vida una de sus ocupaciones principales. En él se mostraba tan sencillo como en todo lo demás: escuchaba al penitente, le decía unas cuantas palabras de exhortación, le imponía la penitencia y le daba la absolución. Generalmente, no daba consejos ni sugería métodos sino en lo estrictamente relacionado con la confesión. Los testimonios del proceso de beatificación demostraron ampliamente que el beato poseía el don de leer los corazones; ese don no se limitaba a cosas generales, sino que descendía a pormenores para los que no bastaba el conocimiento natural. En 1635, el Beato Antonio fue elegido superior del Oratorio de Fermo. Desempeñó ese cargo con tanto acierto, que sus hermanos le reeligieron cada tres años, hasta el fin de su vida. Solía decir que, cuando se trataba de dar informes sobre una persona, no había que atender a un solo rasgo ni a una sola acción, sino al conjunto, y que generalmente el conjunto era bueno. Naturalmente, con ideas tan amplias, era un superior muy bondadoso. En cierta ocasión en que alguien le preguntó por qué no gobernaba con mayor severidad, él replicó: «No sé cómo hacerlo. ¿Habrá que hacer esto?», y al decirlo tomaba una actitud de pomposa severidad. El P. Antonio no practicaba penitencias corporales extraordinarias, ni las aconsejaba a nadie. Cuando un curioso le preguntó si llevaba bajo la sotana una camisa de pelo, el beato respondió que no, porque había aprendido de san Felipe Neri que conviene comenzar por la mortificación espiritual. A este propósito, decía: «La humillación del espíritu y de la voluntad es más eficaz que una camisa de pelo bajo la ropa».
Esto no significa que fuese negligente; muy al contrario, insistía en que sus súbditos observasen a la letra las reglas del Oratorio y supo mantener en su comunidad un nivel muy alto de observancia, valiéndose para ello del ejemplo y la palabra. Cuando tenía que reprender, lo hacía con voz suave y no permitía que nadie hablase en la casa en tono demasiado alto. Cuando alguien lo olvidaba, el beato le decía: «Por favor, padre, basta con unos cuantos centímetros de voz». Esa indicación era suficiente para corregir al culpable. La influencia del P. Antonio se extendía mucho más allá de los muros del Oratorio. El arzobispo de Fermo, Mons. Gualteri, decía que no sabía lo que haría sin él, y los cardenales Facchinetti de Espoleto y Emilio Altieri (más tarde Clemente X), le consultaban frecuentemente acerca de cuestiones espirituales y administrativas. En 1649, el hambre produjo revueltas entre los habitantes de Fermo. El P. Antonio trató de mediar entre el cardenal-gobernador y el pueblo, y estuvo a punto de morir asesinado por la multitud. Siempre se preocupó mucho por el bienestar de sus compatriotas. Jamás hacía visitas de cortesía, pero en cambio estaba pronto a acudir a la casa de los enfermos, de los moribundos y de los necesitados, a cualquier hora del día o de la noche. Con los años, fue aumentando el don de profecía del P. Antonio, quien lo empleaba con frecuencia para consolar o prevenir a quienes iban a consultarle. Ya muy cerca de los ochenta años, el beato empezó a sentir los molestos efectos de la edad; en efecto, tuvo que dejar de predicar, porque había perdido los dientes y no conseguía hacerse entender, y también tuvo que dejar de oír confesiones. Sin embargo, siguió trabajando activamente, sobre todo cuando se trataba de convertir a un pecador. Una caída en la escalera le obligó a permanecer recluido en su cuarto y, en noviembre de 1671, tuvo que guardar cama. Durante la enfermedad, que duró dos semanas, Mons. Gualteri le llevó diariamente la comunión. Uno de los últimos actos del beato fue reconciliar a dos hermanos que estaban peleados a muerte. También devolvió la vista al P. Remigio Leti, por lo menos lo suficiente para que pudiese celebrar el santo sacrificio, cosa que no había podido hacer durante los últimos nueve años. Se atribuyeron muchos milagros al P. Antonio después de su muerte, pero las guerras civiles y otras causas retardaron la beatificación, que no tuvo lugar sino hasta el 1900.
El P. Cristóbal Antici, amigo y discípulo del P. Antonio, escribió su biografía. Poco después de la muerte del beato, se llevó a cabo una encuesta oficial sobre sus virtudes y milagros, gracias a Mons. Gualteri, quien había conocido bien al beato y le tenía en gran estima. Los documentos impresos del proceso de beatificación están a la disposición de los eruditos. Lady Amabel Kerr publicó en 1901 una detallada biografía, titulada A Saint of the Oratory. Véase también E. I. Watkin, Neglected Saints (1955).