Todos los estados de vida ofrecen abundantes medios de santificación; lo único que nos impide aprovecharlos es nuestra negligencia y nuestra tibieza. La beata Verónica no podía gloriarse ni de su nacimiento, ni de su fortuna. Sus padres mantenían el hogar a fuerza de duro trabajo, en un pueblecito cercano a Milán. El padre de Verónica era tan honrado, que jamás vendió caballo ni animal alguno, sin poner en antecedentes al comprador tanto de las cualidades, como de los defectos de la bestia. Su pobreza le impidió mandar a su hija a la escuela, de suerte que Verónica no aprendió nunca a leer; pero el ejemplo y los consejos de sus padres hicieron crecer el amor de Dios en su corazón, y los misterios cristianos nutrieron su piedad. La beata era muy laboriosa y tan obediente, humilde y sumisa, que parecía no tener voluntad propia. En los trabajos de la cosecha y en las otras labores campestres, procuraba mantenerse a cierta distancia de sus compañeras para poder entregarse con mayor libertad a la contemplación. Sus compañeras se admiraban de que gustara tanto de la soledad. Con frecuencia la encontraban bañada en lágrimas, aunque Verónica ocultaba con tal celo lo que pasaba entre ella y Dios, que nunca supieron que la causa de su llanto era la devoción.
Verónica concibió el deseo de hacerse religiosa en el pobre y austero convento de Santa Marta de Milán, en la orden de San Agustín. A fin de llenar las condiciones requeridas, empezó a aprender a leer y escribir, durante la noche. En una ocasión en que se sentía desalentada al ver los pocos progresos que hacía, la Madre de Dios le mandó desechar toda ansiedad, puesto que sólo tres lecciones le bastaban para ser buena religiosa: la pureza de los afectos, que consistía en poner todo su corazón en Dios; la de no murmurar, ni impacientarse por los defectos y pecados de los otros, sino soportarlos con paciencia y pedir a Dios por los culpables; por último, la de reservar algún tiempo cada día para meditar la Pasión de Cristo. Después de tres años de preparación, Verónica tomó el hábito religioso en el convento de Santa Marta. Su vida en él fue una encarnación de las reglas, que consistían en la práctica de la perfección evangélica reducida a ciertos ejercicios piadosos. Verónica se esforzaba por cumplir las reglas hasta en los menores detalles, y por ser perfectamente obediente a la menor indicación de la voluntad de su superiora.
Durante tres años sufrió de reumatismo agudo, pero jamás pidió que le redujesen el trabajo, ni que usasen con ella de indulgencia. Cuando sus superiores le ofrecían algún alivio, respondía siempre: «Mi deber es trabajar mientras pueda y Dios me dé tiempo para ello». Su mayor placer era ayudar y servir a los demás. Su silencio era una señal del recogimiento y constante oración en que vivía, de los que su don de lágrimas era una manifestación exterior. La beata hablaba siempre de su vida pecadora, como ella la llamaba, con gran congoja; pero en realidad había llevado siempre un vida de inocencia. Dios favoreció a la beata con extraordinarias visiones y consolaciones. Se conserva todavía un relato sobre los principales incidentes de la vida del Señor, tal como ella los vio en sus éxtasis. Sus oraciones ablandaron y convirtieron a muchos pecadores empedernidos. Verónica murió a la hora que ella misma había predicho, en 1497, a los cincuenta y dos años de edad. El Papa León X, en 1517, permitió que fuera honrada en su convento, como si hubiese sido beatificada en la forma usual.
Ver la biografía escrita por el P. Isidoro de Isolanis, en Acta Sanctorum, 13 de enero. Dicha biografía contiene un relato relativamente completo de las revelaciones de la beata; el P. Bolando previene a los lectores que deben tomarse con cautela esas revelaciones, ya que contienen muchas afirmaciones extravagantes. En Acta Sanctorum se encuentra también la bula de León X. Cf. Moiraghi, La B. Veronica de Binasco (1897).