María Sagheddu (1914-1939) nació en Dorgali (Cerdeña), en una familia de pastores. Los testigos de su infancia y adolescencia nos hablan de un carácter obstinado, crítico, contestatario, rebelde, pero con un fuerte sentido del deber, de la fidelidad, de la obediencia, a pesar de su apariencia contradictoria. "Obedecía refunfuñando, pero era dócil", "decía que no y sin embargo, iba inmediatamente", dicen de ella.
Lo que todos notaron fue el cambio que tuvo lugar en ella a los dieciocho años: poco a poco se fue haciendo más dulce, desaparecieron los estallidos de ira, adquirió un perfil pensativo y austero, dulce y reservado; crecieron en ella el espíritu de oración y la caridad; apareció una nueva sensibilidad eclesial y apostólica; se inscribió en la Acción Católica.
Nace en ella la radicalidad de la escucha que se entrega totalmente a la voluntad de Dios. A los veintiún años decide consagrarse a Dios y, siguiendo las indicaciones de su padre espiritual, entró en el monasterio de Grottaferrata, comunidad pobre de medios económicos y de cultura, gobernada entonces por M. María Pía Gullini.
Su vida aparece dirigida por unos pocos principios esenciales: el primero y más notorio es la gratitud por la misericordia con que Dios la envuelve, llamándola a pertenecerle exclusivamente a él: gustaba de compararse con el hijo pródigo y sólo sabía decir «gracias» por la vocación monástica, la casa, las superioras, las hermanas, todo. «¡Qué bueno es el Señor!», es su exclamación continua, y esta gratitud impregnará también los momentos supremos de su enfermedad y agonía. El segundo principio es el deseo de responder con todas sus fuerzas a la gracia: que se cumpla en ella lo que el Señor ha iniciado, que se cumpla la voluntad de Dios, porque en esto encuentra su verdadera paz.
En el noviciado temía ser despedida, pero después de la profesión, vencido este temor, se entrega a un abandono tranquilo y seguro, que generó en ella el impulso al sacrificio total de sí: «Ahora actúa Tú», decía sencillamente. Su breve vida monástica (tres años y medio) se consumó come una Eucaristía, en el empeño diario de la conversión, para seguir a Cristo, obediente al Padre hasta la muerte. Gabriela se sentía definida por la misión del ofrecimiento, del don total de sí misma al Señor.
Los recuerdos de las Hermanas son simples y significativos: su rapidez para reconocerse culpable y pedir perdón sin justificarse; su humildad sencilla y sincera; su disponibilidad para hacer voluntariamente cualquier trabajo (se ofrecía para los más penosos sin decir nada a nadie). Con la profesión creció en ella la experiencia de su pequeñez: «Mi vida no vale nada - puedo ofrecerla tranquilamente». Su abadesa, M. Pía Gullini, era una persona de gran sensibilidad y de un fuerte deseo ecuménico. Después de haberlos asumido en su propia vida, los había comunicado también a la comunidad. Cuando M. Pía, a petición del P. Couturier, presentó a las hermanas la demanda de oraciones y sacrificios por la gran causa de la unidad de los cristianos, Gabriela se sintió rápido impulsada y empujada a ofrecer su joven vida. «Siento que el Señor me lo pide -confía a la abadesa- me siento impulsada incluso cuando no quiero pensar en ello».
A través de un camino rápido y directo, entregada tenazmente a la obediencia, consciente de su propia fragilidad, completamente empeñada en su único deseo: «la voluntad de Dios, su gloria». Gabriela alcanza aquella libertad que la lleva a conformarse con Jesús que, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin». Ante la laceración del Cuerpo de Cristo, advierte la urgencia de la ofrenda de sí, cumplida con una coherencia fiel hasta la consumación. La tuberculosis apareció en el cuerpo de la joven hermana, hasta entonces sanísimo, desde el día mismo de su ofrenda, llevándola a la muerte tras quince meses de sufrimiento.
La tarde del 23 de abril Gabriela concluyó su larga agonía, completamente abandonada a la voluntad de Dios, mientras las campanas tocaban a rebato, al terminar las vísperas del domingo del Buen Pastor cuyo Evangelio proclamaba: «Y habrá un solo rebaño y un solo pastor». Su ofrecimiento, incluso antes de su consumación, fue recibido por los hermanos anglicanos y ha encontrado eco en el corazón de creyentes de otras confesiones. La afluencia de numerosas vocaciones es el don más concreto de sor María Gabriela a su comunidad.
Su cuerpo, encontrado intacto con ocasión del reconocimiento en 1957, reposa ahora en una capilla adyacente en el monasterio de Vitorchiano, donde se ha transferido la comunidad de Grottaferrata. Sor María Gabriela fue beatificada por Juan Pablo II el 25 de enero de 1983, a los cuarenta y cuatro años de su muerte, en la basílica de San Pablo Extramuros, el último día del Octavario de oración por la unidad de los cristianos.