Más devastadora que las múltiples guerras que agitaron a Europa en la Edad Media fue la terrible enfermedad, conocida con el nombre de «la peste», que azotó regularmente el continente y acabó con poblaciones enteras. En una de esas epidemias pereció en Pallanza, de la diócesis de Novara, toda una familia, excepto una pequeñita llamada Catalina. Un noble de la localidad le recogió y la confió a una dama milanesa, quien la adoptó y se encargó de su educación.
A los quince años de edad, Catalina oyó un sermón sobre la Pasión del Señor; le llegó tan al alma, que allí mismo decidió consagrarse a su servicio. Como su bienhechora había muerto ya, Catalina pudo retirarse libremente a la región montañosa de Varese, donde, según la leyenda, san Ambrosio había erigido un altar en honor de la Madre de Dios. Ya antes había habido allí algunos ermitaños, pero Catalina fue la primera mujer que se estableció en ese sitio. Durante quince años llevó una vida de gran austeridad. Ayunaba diez meses al año; aun fuera de ese tiempo de mayor penitencia, sólo se alimentaba con el pescado que le llevaban algunas gentes piadosas, pues ella rara vez salía de su retiro. A pesar de sus esfuerzos por permanecer ignorada, se le unieron otras mujeres que querían seguir su ejemplo. La comunidad adoptó las reglas de San Agustín, y el convento tomó el nombre de Santa María del Monte. Catalina murió en 1478, después de haber ejercido cuatro años el cargo de superiora. Dios le concedió durante su vida el don de profecía. Su culto fue aprobado en 1769.
Ver Acta Sanctorum, abril, vol. I, donde hay una traducción latina de la biografía escrita en italiano por Cesare Tettamanzi. Cf. también Sevesi, en Studi Francescani, vol. XXV (1928), pp. 389-449.