Durante los dos años que había durado ya la persecución de Valeriano, muchos cristianos habían alcanzado la corona del martirio, como san Cipriano, en septiembre del año 258. El procónsul Galerio Máximo, que le había condenado, murió poco después, pero el procurador Solón llevó adelante la persecución. En Cartago, el pueblo se levantó contra él, pero la insurreción fue sofocada en sangre. En vez de tratar de descubrir a los verdaderos culpables, Solón se vengó en los cristianos, haciendo prisioneros a ocho discípulos de san Cipriano, casi todos clérigos. Las «Actas» de estos mártires describen gráficamente los hechos:
«Inmediatamente después de la detención, nos pusieron bajo la custodia de la guarnición del barrio. Cuando los criados del gobernador nos dieron la noticia de que íbamos a ser condenados a la hoguera, pedimos fervorosamente a Dios que nos librara de ese género de martirio; el Señor, en cuyas manos se halla la suerte de los hombres, escuchó nuestras súplicas. El gobernador cambió de parecer y nos hizo encerrar en un oscuro y maloliente calabozo, en el que encontramos al sacerdote Víctor y algunos otros. La oscuridad y la suciedad no nos hicieron mella; nuestra fe y gozo en el Espíritu Santo nos dieron valor para soportarlo todo, aunque nuestros sufrimientos fueron tan grandes que es imposible describirlos. Cuanto mayores eran nuestras pruebas, más grande se mostraba Aquél que nos sostenía en ellas. Nuestro hermano Reno tuvo por entonces una visión de varios prisioneros que salían precedidos de antorchas, en tanto que los otros, sin luces permanecían en la prisión. Reno nos identificó y nos aseguró que nosotros éramos los personajes de su visión que salían precedidos de antorchas. Esto nos lleno de gozo, pues comprendimos que las antorchas representaban a Cristo, Luz verdadera, y que estábamos destinados a seguirle en el martirio.
«Al día siguiente, el gobernador nos llamó a juicio. Fue un verdadero triunfo para nosotros que nos condujesen como un espectáculo a través del mercado y a lo largo de las calles, cargados de cadenas. Los soldados, que no sabían dónde iba a tener lugar el juicio, nos arrastraron de un sitio a otro, hasta que el gobernador dio la orden de que nos condujesen a sus habitaciones. Ahí nos hizo varias preguntas, a las que respondimos modesta, pero firmemente. Después volvimos a la prisión, a prepararnos para nuevos combates. Nuestras principales pruebas fueron el hambre y la sed, pues el gobernador había dado la orden de que nos suprimieran la carne y la bebida durante varios días, de suerte que ni siquiera nos daban agua al fin del trabajo. A pesar de ello, el diácono Flaviano añadía algunas mortificaciones voluntarias a estas torturas y repartía entre los otros, con frecuencia, la escasa ración que el gobernador mandaba darnos. Dios nos consoló en aquellas amargas circunstancias, pues el sacerdote Víctor tuvo una visión pocos días antes de su martirio. "Anoche vi a un niño -nos explicó-. Su rostro brillaba intensamente en la oscuridad de la prisión. El niño me dijo: 'Yo sé cuan duro es estar en prisión; pero no te desalientes, porque yo estoy contigo. Comunica esto a tus compañeros y diles que les espera una gloriosa corona'. Yo le pregunté dónde estaba el cielo, y él me respondió: 'Fuera de este mundo.' Víctor le dijo: 'Muéstramelo.' El niño contestó: '¿Qué mérito tendría entonces tu fe?' Víctor le dijo: 'Dame una señal para que no me olvide de decir a mis hermanos lo que tú quieres'. El niño respondió: 'Dales la señal de Jacob, es decir, la escala mística que llega hasta el cielo'". Víctor fue ejecutado poco después. Su visión nos llenó de alegría. La noche siguiente, Dios volvió a mostrarnos su misericordia por una visión que tuvo Cuartilosia, una compañera de prisión, cuyo marido e hijo habían muerto por Cristo poco antes, y a quienes ella siguió en el martirio unos cuantos días más tarde. Cuartilosia nos dijo: "He visto a mi hijo. Se hallaba en la prisión, sentado en un tonel lleno de agua, y me dijo: 'Dios ha visto tus sufrimientos'. Entonces entró un joven de estatura gigantesca y me dijo: 'Alégrate, pues Dios se ha acordado de ti'"».
Se había dejado a los mártires sin alimentos la víspera y el día siguiente de la visión; finalmente Luciano (que era entonces sacerdote y fue después obispo de Cartago), consiguió que el subdiácono Herniano y el catecúmeno Genaro, superando todos los obstáculos, les hiciesen llegar un poco de comida. Las actas dicen que les llevaron «el alimento infalible»; tal vez esto significa la Eucaristía, pero no es del todo claro. Lo que sí es claro es la afirmación de los mártires de que, a pesar de las dificultades, habían vivido en un ambiente de caridad fraternal: «Tenemos todos un solo y único espíritu, que nos mantiene estrechamente unidos en la oración, en el trato mutuo y en todas las acciones. Nos referimos a los lazos del afecto, que ponen en fuga al demonio y agradan tanto a Dios; la oración en común obtiene infaliblemente su objeto. Este afecto une los corazones y nos hace hijos de Dios. Para ser herederos de su Reino, tenemos que ser hijos suyos, y para ser sus hijos, tenemos que amarnos. Es imposible llegar a la gloria celestial, si no conservamos entre hermanos la paz que nuestro Padre ha establecido entre nosotros. En cierta ocasión, la paz se vio turbada entre nosotros, pero pronto quedó restablecida. Montano había dicho unas palabras desagradables a Julián, a propósito de una persona que no era de nuestra comunión, pero que había venido a reunirse a nuestro grupo. Por ello, Montano reprendió a Julián, y durante cierto tiempo se enfriaron las relaciones entre ambos, lo cual es causa de discordia. Pero Dios se compadeció de ellos y restableció la unión, mediante una visión que Montano nos contó de la siguiente manera: "Me pareció que los centuriones venían a la prisión y nos conducían a través de un largo sendero hasta un espacioso campo, donde se hallaban Cipriano y Lucio. Después llegamos a un sitio llenó de luz, en el que nuestras túnicas se volvieron blancas y nuestros cuerpos todavía más blancos que nuestras túnicas y tan transparentes, que se veía todo lo que había en nuestros corazones. En mi corazón vi una horrible mancha; cuando encontré a Lucio le conté lo que había visto y le dije que la mancha que había en mi corazón provenía de la frialdad con que había yo tratado a Julián. Por eilo, hermanos, es preciso que nos amemos y fomentemos la unión con todas nuestras fuerzas. Vivamos en plena concordia, como un presagio de lo que será la gloria. Puesto que esperamos compartir el premio prometido a los justos y evitar los castigos que aguardan a los malvados, puesto que esperamos vivir y reinar con Cristo, practiquemos las virtudes que nos conducirán a Él y a su Reino celestial"».
Hasta aquí llegan, según parece, las palabras que los mártires escribieron en la prisión; el resto del relato se debe a algunos testigos, a quienes el mártir Flaviano recomendó que lo terminaran. Tras de haber sufrido hambre y sed durante muchos meses de prisión, los mártires comparecieron ante el presidente e hicieron una gloriosa confenión. El decreto de Valeriano sólo condenaba a muerte a los obispos, sacerdotes y diáconos. Los compañeros de Flaviano, con más buena voluntad que acierto, dijeron que éste no era diácono y que por tanto no estaba incluido en el decreto del emperador. Así pues, aunque Flaviano afirmó que era diácono, el juez sólo condenó a muerte a sus compañeros. Los mártires se dirigieron gozosamente al sitio de la ejecución y cada uno de ellos hizo una exhortación al pueblo. Lucio, que era un hombre tranquilo y reservado, se había debilitado mucho en la prisión; temiendo que esto le impidiese verter su sangre por Cristo y que muriese entre la muchedumbre que bordeaba el camino, los mártires le pusieron a la cabeza del grupo y le acompañaron en el trayecto. Algunas gentes le gritaban al pasar: «No te olvides de nosotros». Lucio respondía: «Y vosotros no os olvidéis de mí». Julián y Victorino exhortaron a los cristianos a la paz y les recomendaron que velaran por el clero, especialmente por los que se hallaban en prisión. Montano, que era tan fuerte de alma como de cuerpo, gritó varias veces: «Quien ofrezca sacrificios a otro que al Dios verdadero será terriblemente castigado». También acusó a los herejes de orgullo y obstinación, diciéndoles que debían discernir cuál era la verdadera Iglesia por la multitud de sus mártires. Como verdadero discípulo de san Cipriano, demostró su celo por la disciplina exhortando a los que hacían penitencia por sus pecados a cumplir fielmente sus obligaciones, e incitó a las vírgenes a preservar la pureza y a honrar a los obispos; a éstos les recomendó la concordia. Cuando el verdugo se preparaba ya a descargar el golpe, Montano rogó a Dios que concediese a Flaviano la gracia del martirio, tres días después, a pesar de que el pueblo había obtenido ya la liberación de Flaviano. En señal de que su oración había sido escuchada, Montano desgarró el pañuelo que le cubría los ojos y envió la mitad a Flaviano; igualmente pidió a los cristianos que prepararan la tumba de Flaviano para no separarse de él, ni aun después de la muerte. Por su parte, Flaviano oraba ardientemente para que la corona del martirio no se le retardase mucho.
Flaviano dijo a su madre, que estaba con él y deseaba que Dios glorificase a su hijo con la corana del martirio: «Madre, tú sabes bien cuánto he deseado morir mártir». En una de las dos noches que precedieron a su martirio, tuvo la visión de un personaje que le dijo: «¿Por qué te afliges? Dos veces has confesado ya a Cristo y vas a ser decapitado por la espada». Al tercer día, compareció ante el gobernador. El pueblo demostró cuánto le amaba, pues hizo lo posible por salvarle la vida, gritando al juez que Flaviano no era diácono, aunque él afirmaba que lo era. Un centurión presentó un documento donde se probaba que Flaviano no era diácono. El juez acusó al mártir de mentir para ser condenado a muerte. Flaviano respondió: «¿Puedes probármelo? ¿No es acaso más probable que mientan los que afirman lo contrario?» Entonces la multitud gritó al juez que condenara a Flaviano a la tortura, con la esperanza de que se desmintiera en el potro, pero el juez le condenó a ser decapitado. La sentencia llenó de gozo al mártir, que fue al sitio de la ejecución acompañado por una gran muchedumbre, entre la que se hallaban numerosos sacerdotes. Una tormenta dispersó a los paganos; los verdugos condujeron a Flaviano a una casa, donde pudo despedirse tranquilamente de los cristianos, lejos de las miradas de los infieles. El mártir les contó que, en una visión que había tenido, había preguntado a san Cipriano si el golpe de la espada era muy doloroso, y que el santo le había contestado: «El cuerpo no siente ningún dolor, cuando el alma está entregada a Dios». En el sitio de la ejecución, Flaviano oró por la paz de la Iglesia y la unión de los cristianos. Según parece, profetizó a Luciano que sería obispo de Cartago. La profecía se cumplió al poco tiempo. Cuando terminó de hablar, se vendó los ojos con la mitad del pañuelo que Montano le había mandado y, postrado de rodillas en oración, recibió el golpe del verdugo.
Las «Actas» de Montano y Lucio se hallan en Acta Sanctorum, febrero, vol. III, y también en Ruinart, Acta Sincera. Pero el mejor texto es el que publicó Pío Franchi de Cavalieri en el suplemento número 8 del Römische Quartalschrift, 1898; dicho texto es el resultado de la comparación de los mejores manuscritos. En conjunto se trata de un documento indudablemente fidedigno y contemporáneo de los hechos, como lo afirman autoridades de la talla del mismo Pío Franchi (ver su Note Agiografiche, en Studi e Testi, vol. XXII, pp. 1-32 y 111-114) y de Delehaye (Les Passions des martyrs et les genres littéraires, 1921, pp. 72-78). No obstante, existen algunas dificultades. Se ha hecho notar que el argumento se parece mucho al de las actas de otras dos famosas mártires cartaginesas, Perpetua y Felicitas. Rendel Harris y Gifford, en su edición de este último documento (Acts of the Martyrdom of SS. Perpetua and Felicitas, 1890, p. 27), llegan hasta decir que las Actas de Montano y Lucio constituyen un plagio. Sin entrar en detalles, nos contentaremos con referirnos a las respuestas de Pío Franchi y Delehaye: es muy probable que el compilador de las Actas de Lucio y Montano, que vivía en Cartago, haya conocido los documentos sobre Felicitas y Perpetua y los haya tomado como modelo. Adhémar d'Alés (en Rechérches de Science Réligieuse, vol. IX, 1918, pp. 319-378), identifica al autor de las Actas de Montano y Lucio con el diácono Poncio, que escribió un relato del martirio de san Cipriano; pero Delehaye (en Analecta Bollandiana), vol. XXXIX, 1921, p. 171) no considera suficientes las pruebas aducidas por d'Alés.
Nota de ETF: He dejado íntegro el texto del Butler de este tan emocionante como interesante relato, aunque buena parte lo ocupa Flaviano, que en realidad no aparece en el Martirologio Actual. Es difícil imaginar por qué no aparece, de hecho en la distribución anterior, cuando la conmemoración se hallaba inscripta el 24 de febrero, era explícitamente nombrado en la lista. Posiblemente se deba sólo a una omisión involuntaria: se ha buscado en la distribución actual ser más fiel a las fechas históricas, y eso hubiera exigido inscribirlo solo y el 26 de mayo, a tenor de las Actas. Seguramente la Congregación para el Culto, responsable última de la edición, lo subsanará en alguna de las próximas ediciones.