La severidad con que el joven Domingo se condenó a hacer penitencia por un crimen que él no había cometido, es un reproche para todos aquellos que, tras de ofender a Dios a sabiendas, esperan el perdón, sin poner las condiciones de la verdadera penitencia. Los padres de Domingo, que ambicionaban para su hijo una brillante carrera eclesiástica, regalaron al obispo una piel de cabra para que le ordenase sacerdote. Cuando Domingo se enteró de ello, concibió graves escrúpulos sobre su ordenación y jamás volvió a celebrar la misa ni a ejercer los ministerios sacerdotales. Por entonces había en Umbría, en las fragosidades de los Apeninos, un santo varón llamado Juan de Montefeltro que se consagraba a la vida eremítica con sus dieciocho discípulos. Domingo acudió a él y le rogó que le admitiese en la comunidad. Juan de Montefeltro aceptó gustoso. El fervor con el que Domingo se entregó a la penitencia, era la mejor prueba de la pena que consumía su corazón. Algunos años después, hacia 1042, Domingo se retiró a la ermita de Fonte Avellana, gobernada entonces por san Pedro Damián.
El abad quedó sorprendido por el espíritu de penitencia de Domingo, por más que estaba acostumbrado a los ejemplos de penitencia heroica. Domingo vestía una especie de cota de malla de puntas aceradas, por lo cual se le apodó el «loriactus» o enmallado. Como si eso fuera poco, solía atarse cadenas en los miembros, y sus frecuentes disciplinas sobrepasaban toda medida. Se alimentaba exclusivamente de pan, hierbas y agua, en cantidades muy reducidas, y dormía de rodillas. Vestido con su coraza de cilicio y ceñido de cadenas acostumbraba hacer numerosas postraciones o permanecer con los brazos en cruz hasta que se agotaba su resistencia. El santo practicó ese género de penitencias hasta el fin de su vida. Dios le llamó a Sí pocos años después de que Domingo había sido nombrado superior de la ermita que san Pedro Damián fundó en San Severino. Santo Domingo rezó maitines y laudes con sus monjes la última noche de su vida, y murió cuando éstos empezaban a cantar prima, el 14 de octubre de 1060.
Prácticamente, todo lo que sabemos sobre santo Domingo se reduce a lo que cuenta san Pedro Damián. En Acta Sanctorum, oct., vol. IV, se hallan reunidos todos los datos de importancia. Véase también a A.M. Zimmermann, Kalendarium benedictinum, vol. III (1937), pp. 178-181; y Annales Camaldulenses, vol. II.