En los edictos que promulgó contra los cristianos el emperador Diocleciano en el año 303, los declaró infames ante la ley y los privó de la protección civil y de los derechos de ciudadanía. Julita era una viuda de Cesarea de Capadocia que poseía fincas, ganado, bienes y esclavos. Un potentado de la región se apoderó de una porción considerable de sus posesiones y, para poder conservarlas, la acusó de ser cristiana. El juez mandó traer incienso a la sala del juicio y ordenó a Julita que ofreciese sacrificios a Júpiter. La santa respondió valientemente: «Que mis estados se arruinen y caigan en manos ajenas, que mi cuerpo sea descuartizado y pierda yo la vida antes que pronunciar una sola palabra que pueda ofender al Dios que me ha creado. Si me arrebatáis los bajos bienes de este mundo, ganaré en cambio el cielo». Entonces, el juez adjudicó al usurpador los bienes que reclamaba injustamente, y condenó a Julita a la hoguera. La santa avanzó valientemente hacia el fuego, pero, según parece, murió sofocada por el humo, ya que los guardias retiraron su cadáver sin que hubiese sido tocado por las llamas. Los cristianos sepultaron a la mártir. En una homilía que pronunció alrededor del año 375, san Gregorio dijo, hablando del cuerpo de la mártir: «Obtiene las bendiciones del cielo para el sitio en que reposa y para los peregrinos que acuden a él ... En el sitio en que fue sepultada esa santa mujer brotó una fuente de agua dulce que conserva la salud a quienes están sanos y la devuelve a quienes están enfermos, en tanto que todas las otras fuentes son de agua salobre».
Prácticamente todo lo que sabemos acerca de santa Julita proviene de una homilía de san Basilio (Migne, PG., vol. XXXI, cc. 237-261). En Acta Sanctorum, julio, vol. II, hay una traducción latina y algunas notas introductorias.