En toda la época de las persecuciones romanas contra los cristianos, no hubo un período más sangriento que el de los años 314 a 379, en el que a la persecución de Roma se añadió la del rey Sapor II en Persia. Esta última, en proporción a su extensión y duración, fue la que más víctimas causó. Entre éstas se contó santa la. Según el relato de su martirio, que carece de valor histórico, era una doncella griega; como hubiese convertido a muchas mujeres persas, fue denunciada, aprehendida y torturada. El juez mandó que se le descoyuntasen los miembros y se la apalease. La santa repetía durante la tortura: «Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, ayuda a tu sierva y sálvala de los lobos que la rodean». Después, estuvo en un calabozo hasta que recuperó las fuerzas. Entonces, el juez le ofreció la vida con tal de que apostatase. Como Ia se negó nuevamente, fue apaleada otra vez, con tal furia, que perdió el habla y el movimiento. Seis meses más tarde, los verdugos le ataron fuertemente alrededor del cuerpo delgadas cañas hasta que penetraron profundamente en la carne y, después, las fueron arrancando una a una. La santa estuvo a punto de morir por la hemorragia. Diez días después, el juez mandó que fuese colgada de las manos y azotada hasta que muriese. El cadáver fue decapitado y arrojado al basurero como un desperdicio. Había una tradición de que con ella murieron nueve mil cristianos, sin embargo ese aspecto ha sido descartado de la redacción actual de Martirologio Romano.
El mejor texto de la pasión de santa la es el que publicó Delehaye en Patrologia Orientalis, vol. II, pp. 453-473, fasc. 4; puede verse también en Acta Sanctorum, agosto, vol. I. El nombre sirio de esta mártir significa «Violeta», como lo demostró Peeters en Analecta Bollandiana, vol. XXV (1906), p. 340.