Muchos santos han sido acremente discutidos, incluso por católicos, mientras vivían; pero pocos se han visto perseguidos, también por católicos, después de muertos. Gema Galgani, una pobre muchacha italiana que falleció a principios de este siglo, ha corrido esa doble suerte. Mientras su confesor, el obispo Juan Volpi, atribuía a histeria los fenómenos extraordinarios que presentaba Gema, su director, el pasionista Germán de San Estanislao, afirmaba el origen sobrenatural de esas manifestaciones. La primera fase del proceso para la glorificación de Gema, celebrada en Luca, donde ella murió, resultó bastante borrascosa, pues había testigos empeñados en hacer de Gema una histérica falsaria; y la prudencia aconsejó que el proceso apostólico se celebrase en Pisa. Muchos esperaban que el decreto en que se declarase la heroicidad de las virtudes de Gema pondría fin a la controversia, al reconocer implícitamente la autenticidad sobrenatural de aquellos fenómenos. Pero el papa Pío XI quiso que constase expresamente en el decreto que la afirmación de la heroicidad no suponía juicio alguno sobre el origen de aquellos hechos.
Si en Gema hubo fenómenos que llamaron la atención de amigos y enemigos, esta decisión del Papa ha sido una lección para todos, y en ella hemos de fijar nuestra atención, libres del apasionamiento con que entonces se la juzgó. Porque en Gema, además del paradigma general de las virtudes cristianas, que le es común con los demás santos, hay una ejemplaridad poco frecuente, que supone una especial providencia de Dios para con nosotros. Ya ha pasado felizmente el tiempo en que se pensaba que determinadas enfermedades estaban reñidas con la santidad. Lo mismo que hay santos sanos, hay también enfermos santos, y Dios se puede comunicar lo mismo a los unos que a los otros. Puede utilizar como punto de partida o como medio para sus comunicaciones una imaginación exaltada, una sensibilidad morbosa, una manera de ser distinta de la normal. Y pueden darse reacciones patológicas como consecuencia de la excitación producida por una comunicación sobrenatural. Dios ha querido darnos en Gema un ejemplo luminoso de todo esto. Y en esta ejemplaridad de Gema, propia suya, radica su valor presente, que será su valor eterno. El mundo siente ya la necesidad acuciante de conocer a los santos como fueron en realidad, con toda su grandeza espiritual y toda su miseria temporal, sin la piadosa fantasía de una leyenda dorada, sin confundir la conciencia delicada con la psicastenia, ni la nostalgia divina con la depresión, sin llamar sobrenatural a lo que sólo es anormal. Hoy buscarnos en los santos más lo imitable que lo admirable. Al mirarlos queremos vernos en ellos para alentarnos con ellos. Los ejemplos edificantes que necesitamos no son de semidioses fulgurantes, sino de cristianos de carne y hueso, con todas las deficiencias que pueden afligir a cualquier discípulo de Jesús, sin excluir ni las anormalidades mentales, que deben conducir a la santidad por el camino de la humillación.
La vida exterior de Gema podría compendiarse en pocas líneas y carece de interés. Nacida en una familia modesta, fue una niña precoz sin llegar a ser una niña prodigio. A la orfandad siguió la miseria. Una familia piadosa recogió a Gema, y en su casa la tuvo hasta su muerte, más como una hija que como una sirvienta. Fue una joven que supo cumplir lo que ella creía voluntad de Dios con un heroísmo admirable. Resplandeció en la caridad fraterna, excelente contraprueba de la caridad filial. Su humildad y sencillez, su rigurosa sinceridad, su paciencia y resignación ante todo género de padecimientos físicos y morales, fueron de una ejemplaridad absoluta. Y llegó a cultivar ciertas virtudes con demostraciones que parecieron excesivas; en materia de pureza, si de niña no permitía que la tocase ni su padre, jamás consintió que la auscultase el médico. Además, Gema fue protagonista de una doble serie de acontecimientos, que fijaron en ella las miradas de cuantos la conocían. Y esta atención descubrió en Gema reacciones auténticamente cristianas que en otras circunstancias hubiesen pasado quizá inadvertidas. Precisamente en esto consiste la original ejemplaridad de Gema, difícilmente superada ni igualada por otros santos.
La primera de esas dos series de acontecimientos se refiere a su salud. La familia de Gema se vio afligida por las enfermedades. La mitad de los hijos murieron jóvenes. el padre, de un tumor maligno; la madre, de una tuberculosis pulmonar, enfermedades que Gema recibió en herencia. Desde niña fue una criatura enfermiza, escasamente desarrollada, hasta el punto de que a los nueve años apenas aparentaba seis. A los trece tuvo que ser operada de osteítis tuberculosa, a los dieciséis sufrió graves trastornos de apariencia neurótica. A los diecinueve se multiplicaron las enfermedades desconcertantes con síntomas gravísimos. Tabes espinal de carácter maligno, un absceso en la región lumbar, meningitis, úlceras, sordera, caída del cabello, parálisis. Las intervenciones quirúrgicas, en vez de extirpar el mal, lo desplazaban de un punto a otro del cuerpo. Apenas operado el absceso en los riñones, brotó un tumor grave en la cabeza. Los médicos, desconcertados y desalentados, desahuciaron a aquella enferma que no se dejaba reconocer debidamente. Pero Gema se curó de repente. La vida de Gema oscilaba entre agravaciones súbitas y curaciones inesperadas. Le aparecieron por el cuerpo manchas semejantes a quemaduras, dos costillas se le deformaron visiblemente, padeció dilatación del corazón, tenía súbitos accesos de fiebre con temperaturas que no alcanzaban a registrar los termómetros clínicos, con pulsaciones galopantes que movían la cama, en que yacía. A veces rodaba por el suelo entre convulsiones y parecía arrojar espuma por la boca. En sus últimos años tuvo vómitos de sangre y sufrió extrañas alucinaciones que la asustaban y la ponían en ridículo: veía insectos en la comida y serpientes en la cama. Su cuerpo parecía ya un esqueleto. Se añadieron desmayos, pesadillas y delirios. Perdió la vista. En sus últimos meses daba muestras de tener perturbadas las facultades mentales.
Fue su paciencia heroica, con los ojos fijos en el Crucificado, la que permitió aquilatar su humildad y su caridad, las dos virtudes esenciales del Evangelio, en medio de aquel torbellino de enfermedades sin número ni medida. Pero una segunda serie de acontecimientos fueron entrelazándose con esas enfermedades, y la confusión que esto produjo ocasionó la controversia de que Gema no se ha visto libre ni después de canonizada. Dotada de una sensibilidad tan grande, que parecía tener el alma en carne viva, la manifestaba de una manera frecuentemente aparatosa; desde niña, oír contar la pasión de Jesús le producía fiebre, y oír una blasfemia le hacía sudar sangre. Y Gema aseguraba vivir en continuas comunicaciones extraordinarias con el cielo y con el infierno. Cuando en su propia familia sus hermanos persiguieron y ridiculizaron las expresiones de su devoción, Gema se refugió en la continua meditación de la Pasión, deseando vivamente incorporarse a ella. Tenía veintidós años cuando recibió, como se recibe un regalo larga y ansiosamente esperado, los estigmas de la Pasión. Llagas en las manos, pies y costado, abiertas y sangrantes; heridas de la flagelación y la coronación. Gema comenzó a caminar encorvada bajo el peso de la cruz de Jesús, que la hería en un hombro, y tenía las rodillas desolladas por las caídas bajo el peso de la misma cruz. Todas sus heridas coincidían exactamente con las que mostraba el crucifijo ante el cual acostumbraba ella orar. No disimulemos las pinceladas oscuras en este retrato: en algunos accesos, que fueron calificados de ataques infernales, Gema arrebató y rompió los rosarios de los circunstantes y escupió a las imágenes de Jesús y de María; en aquellos arrebatos, y en algunas otras actuaciones sorprendentes, Gema era, sin duda, irresponsable y nunca se podrán esgrimir contra su santidad.
Más aún. En este claroscuro de la vida de Gema, sobre el fondo negro resalta lo blanco con toda su pureza. Dios ha querido ofrecer un ejemplo luminoso a quienes padecen ciertas dolencias. Diríamos que en Gema hay una nueva patrona de los enfermos. Y esta muchacha humilde y sencilla será cada vez más apreciada por los afligidos, a quienes ha traído la buena nueva, que muchos se resisten todavía a creer, de que a todos sin excepción está abierto el acceso a la más alta santidad por el camino del Evangelio, que es el de la sinceridad, la humildad y la caridad.
Gema Galgani murió el 11 de abril de 1903. El 29 de noviembre de 1931, Pío XI proclama la heroicidad de sus virtudes y es beatificada el 14 de mayo de 1933. El 26 de marzo de 1939 se leía el decreto aprobando sus milagros para la canonización. Fue canonizada por Pío XII el 2 de mayo de 1940.
Artículo de Carlos María Staehlin, S.I.
Bibliografía: si bien el texto coincide con la edición 1964 de Año Cristiano, la bibliografía ha sido actualizada para la edición 2003, que es de donde lo tomamos: BASILIO DE SAN PABLO, CP, Biografía de Santa Gema Galgani (Madrid 21964); GERMANO DI S. STANISLAO, CP, Vida de Gema Galgani. Trad. C. Martínez y González (Barcelona 1910, 41941); Lettere ed estasi della serva di Dio Gemma Galgani (Roma 1909). Trad española por J. Vila (Barcelona 21933); MICHAEL, SR. ST., Portrait of St. Gemma: a stigmatic (Nueva York 1950); THURSTON, H., Physical phenomena of mysticism (Londres 1952); Actualización: AGRESTI, G., Ritratto della espropiata (S. Gemma Galgani) (Lucca 1978); BASILIO DE SAN PABLO, CP - GERMAN DE SAN ESTANISLAO, CP, Santa Gema Galgani (Madrid 1997); BONARDI, P., Con l'amore crocifisso: S. Gemma Galgani, 1878-1903 (San Gabriel, TE 1986); VIllEPELEE, J. F., La folla della Croce, Gemma Galgani (París 1988) Trad española: M GONZÁLEZ, La locura de la cruz, Gema Galgani (Madrid 1989). Cfr. H. THURSTON, Physical Phenomena of Mysticism (1952)