Son muchas las mujeres prestigiosas que han ilustrado la historia de la Iglesia en todos los tiempos, reflejo fiel y variado de la «mujer fuerte» de la Sagrada Escritura.
En el cruce de los siglos XII al XIII, la ciudad de Asís se convierte en el mejor de los muestrarios de esta primaveral eclosión de espiritualidad femenina. Pica y Hortulana -las «señoras» madres de Francisco y de Clara de Asís- hicieron de sus hogares planteles de santidad no asimilables a los modelos de los viejos monasterios del anterior medioevo.
Como lirios del campo, los seguidores de Francisco brotaron alegremente entre los setos de Porciúncula; fieles al primitivo ideal, el bosquecillo de encinas y enebros multiplicaba sus vástagos cada mañana y alargaba las sombras de sus ramas. Cesco -el Buenagente- no cesaba de agradecer y añadir versos al poema de los hermanos que el cielo le regalaba a manos llenas: Bernardo el pobre, Gil el extático, Rufino el contemplativo, el distinguido Maseo, el paciente fray Junípero y el purísimo León; Ángel el cortés y Juan el fuerte, Rogerio y Lúcido y los demás, de dentro y fuera de Umbría...
Antes de 1220, los Capítulos generales o «mesas redondas» de los caballeros de Francisco llegaron a reunir unos cinco mil hermanos. Semejaban bandadas de alondras, acampadas para orar, platicar y conocerse. Y se dice que las gentes de Asís se honraban de atender a las necesidades materiales, porque aquello les parecía un radiante testimonio de familia, que el cielo se empeñaba en bendecir cada día.
También el coro de las Damas Pobres -en contrapunto de voces blancas- llena el valle de Espoleto y trasciende las cimas del Subasio. Clara, la plantita de Dios que ha nacido también en la llanura de los Ángeles, transforma los claustros de San Damián en jardines primaverales de campanitas de plata. A estos sones virginales se refiere la Santa en su Testamento: «El Señor, por su misericordia y gracia, nos hizo crecer en número en breve espacio de tiempo» (TestCl 31). Nada más grato que recordar los nombres de este plantel de azucenas de la primera hora: la hermana Cecilia nacida en Spello, las «primas» Pacífica y Bona de Güelfuccio, hermanas; Amada y Albina, hijas de messer de Coccorano; Consuelo y Angelita, Bienvenida de Perusa y Felipa de Gislerio de Asís; más Clarita, Inés ('corderilla') y Beatriz, que arrastraron a su madre, madonna Hortulana -la esposa del caballero Favarone- a la paz y a la clausura de San Damián.
Clara de Asís es la primera mujer de la Iglesia -y de la humanidad- que alumbró o dejó en pos de sí una floración de hijas o «hermanas pobres» con regla propia. Veinte años después de la fundación, San Damián contaba con 50 hermanas clarisas. Lo acredita un documento de 1238. Este reguero de luz ha llegado a nuestros días con brillo inconfundible, pues el número de sus seguidoras, después de ocho siglos, no es inferior a las 18.000.
Excepcionalmente dotada por naturaleza y gracia, es maestra en las labores del hilado, del tejido y del bordado. Muchas iglesias pobres de los contornos recibieron el regalo de los corporales y otros paños de altar, que Clara bordaba a mano, recostada en su catre de dolor de San Damián.
Pero, además, la hija del poderoso Favarone y de madonna Hortulana sabe leer y escribir latín vulgar, lo suficiente para adquirir una sólida formación religiosa al contacto con el «padre» san Francisco, sus frailes menores y los clérigos del obispado de Asís. Es evidente su gran penetración en materia de espiritualidad, hasta el punto de ejercer, oralmente y por escrito, un auténtico magisterio.
Enumeramos los breves, pero preciosos, escritos con los que la madre y maestra Clara nutrió a sus hijas de dentro y fuera de Asís.
En cuatro Cartas a la princesa Inés de Praga, que vistió el hábito de clarisa, la fundadora le aclara la función del amor en el seguimiento de Cristo; en una breve Carta a Ermentrudis de Brujas trata de afianzarla en lo que ha prometido a Dios al consagrarle la vida. La Regla, que el papa Inocencio IV aprobó la víspera de la muerte de la santa (el 9 de agosto de 1253), es la forma de vivir que ella anhelaba para sí y sus Hermanas Pobres, basada en el «privilegio» de guardar la más estricta pobreza. El texto del documento original se descubrió entre los pliegues de la manga, en el sarcófago de piedra de la basílica que le levantó su ciudad junto a San Jorge. De una ternura especial es el Testamento, que dirige a sus «hermanas queridas» y firma «vuestra madre y esclava» (TestCl 6 y 79). Y, por fin, la Bendición, que toma pie de la de Francisco y ahonda en todas las razones -hermana, esclava, planta de nuestro padre, madre vuestra y de las demás hermanas pobres, en la tierra y en el cielo- para terminar deseando a todas que «el Señor esté siempre con vosotras» y que «vosotras estéis siempre con él».
Como muestra de la hondura y originalidad de su palabra escrita, he aquí unas líneas de exhortación, de la segunda carta a Inés de Praga, en las que presenta a la hija del rey de Bohemia la dolorosa belleza de Cristo pobre, como único camino de gloria:
«Míralo hecho despreciable por ti, y síguele, hecha tú despreciable por él en este mundo [...]. Observa, considera y contempla, con el anhelo de imitarle, a tu esposo, el más bello entre los hijos de los hombres, hecho por tu salvación el más vil de los varones; despreciado, golpeado y azotado de mil formas en todo su cuerpo, muriendo entre las atroces angustias de la cruz. Porque, si sufres con él, reinarás con él; si con él lloras, con él gozarás; si mueres con él en la cruz de la tribulación, poseerás las moradas eternas en el esplendor de los santos, y tu nombre, inscrito en el libro de la vida, será glorioso entre los hombres» (2CtaCl 19-20).
Por cualquier lado que la miremos, Clara de Asís, como su amigo y padre Francisco, es evangelio viviente; todo son rasgos que la asemejan a Jesús, como las primaveras de la Umbría se parecen a las de Galilea. Para sus contemporáneos fue «la mujer nueva del valle de Espoleto» (BulCan 9). En la catedral de Anagni, en 1255, el papa Alejandro IV la proclamaba espejo de vida, libro que interpela, lámpara luminosa: «Clara moraba oculta, pero su conducta resultaba notoria; vivía en el silencio, y su fama era un clamor. La Iglesia se colmaba de aromas de santidad» (BulCan 3-4). En ella confluyen y se complementan dos caminos luminosos o formas de amor que el evangelio hace compatibles: la flor de la virginidad y la maternidad del espíritu. Es maestra para quienes han optado por las aulas del itinerario contemplativo de la clausura, donde Clara se anticipa a las doctoras de la experiencia mística; y su docencia escondida no es óbice para alzarse, a los ocho siglos, con el patronazgo del mundo televisivo, porque el cielo le concedió ver y oír a distancia, desde su lecho, las funciones de la Navidad que los hermanos menores celebraban en la basílica de la Colina del Paraíso.
Pío XII, el 4 de febrero de 1958, quiso subrayar que Clara es la ciudad puesta sobre el monte. La luz y la vida no se pueden esconder porque gritan más allá de la muerte: «Bendito seas, Señor, porque me has creado» (LCl 46). Cuando Clara regresaba de la oración arrebatada por la fascinación del amigo divino, «las religiosas se alegraban como si viniera del cielo» (Pro 1,9).
Clara es la gran «cristiana» cuya fuerza procede de la comunión con Cristo. Su confianza, absoluta en situaciones límite, culminó cuando los sarracenos asaltaron su refugio de San Damián. Ella, en un gesto o imagen digna de la patrona del arte de la televisión, los detuvo clamando a su Señor y alzando la Custodia: «¿Y entregas inermes en manos de paganos a tus siervas, a las que yo he criado en tu amor?» (LCl 22).
Al enarbolar en su mano el vigor del sacramento, Clara proclama que no es lo primero el dinamismo exasperado del hombre que, al no contar con Dios, se degrada en su soledad. Al contrario ella, respirando a dos pulmones el aire del evangelio y bebiendo a boca llena el agua de la gracia, crece en dignidad y en libertad de espíritu.
El privilegio de ser pobre conduce a la suerte evangélica de ser libre y feliz. El vacío que resulta de liberar el corazón de egoísmos y posesiones es camino ancho de paz y de amor, de hacerse disponible para la solidaridad. Un recipiente a propósito para que Dios lo colme con sus dones.
Tan sierva del Señor se siente Clara en el servicio de sus hermanas e hijas -y aun de su ciudad- que, estando agonizante, le cuenta a fray Reinaldo su vida de entrega, desde 1212 a 1253, con estas palabras: «Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de aquel su siervo Francisco, ninguna pena me resultó molesta, ni ninguna penitencia gravosa, ni enfermedad alguna, hermano carísimo, difícil» (LCl 44).
Pero la pobreza de Clara no fue sólo libertad para seguir a Cristo, sino también fuerza para crear fraternidad. Como «hermanas pobres», el ideal de las vírgenes del monasterio de San Damián, que luego de la muerte de la Santa se trasladó a intramuros y hoy denominamos de Santa Clara, es la «convivencia fraterna» (LP 45), un tipo de familia incompatible con intereses egoístas.
La historia prueba que el corazón de Clara era más ancho que su monasterio y que vivió vigilante también de la suerte de su ciudad. Cuando la asediaba Vidal de Aversa, dijo a sus hermanas: «Acudid a nuestro Señor y suplicadle con todo el corazón la liberación de la ciudad» (LCl 23).
Y es que quien se consagra a Dios y se aleja del ruido del mundo, no por ello se aparta de los problemas del hombre. Se lo decía el papa Juan Pablo II a la comunidad del protomonasterio de Asís: «No sabéis cuán importantes sois... ¡Cuántos problemas y cuántas cosas dependen de vosotras!» (Disc. del 12-III-1982).
Por ello, en reciprocidad, la ciudad de Asís -y el mundo entero- ha cargado alegremente con el peso del «privilegio» de la pobreza de Clara y sus hijas, a las que nunca, en ocho siglos, ha faltado la mesa de la caridad, pese a los temores iniciales de los pontífices Honorio III y Gregorio IX, tan amigos de la Santa, pero que no acababan de creer que una mujer frágil pudiera cargar sobre sus hombros todo el peso del Evangelio.
Segunda parte del escrito «Santa Clara de Asís, clara luz que no cesa», por Félix del Buey, o.f.m., publicado en , en Tierra Santa Nº 764 (Sept-Oct 2003) 226-233; Nº 765 (Nov-Dic 2003) 285-293; Nº 766 (Enero-Febr 2004) 21-28]. Lo hemos tomado de http://www.franciscanos.org/stacla/menud.html, en el que hay una variedad de escritos sobre Santa Clara, que vale la pena rastrear.