Santa Áurea, cuya memoria ha sido siempre célebre en la ciudad de Córdoba, que fue el terreno donde dio pruebas de su eminente virtud y de su heroica constancia: fue hija de progenitores naturales de Sevilla, descendiente por parte de padre de la mas esclarecida sangre de los moros, que por entonces se hallaban dueños del precioso terreno de la Provincia de Andalucía. Tuvo por hermanos a san Adulfo y a san Juan, dos insignes mártires de Jesu-Cristo, y por madre a Artemia, matrona distinguidísima, mas por la religión y por la piedad cristiana en que fue educada, que por la nobleza de su prosapia. Retiróse ésta, habiendo muerto su marido, al Monasterio de Santa María de Cuteclara, uno de los que florecían en el territorio de Córdoba en el fervor de la observancia religiosa, donde por su singular virtud, y por sus extraordinarios talentos, mereció que se le encargase el gobierno y la dirección de aquella célebre comunidad. Llevó consigo a su hija Áurea, a quien había instruido desde sus tiernos años en la religión cristiana, como lo hizo con sus hermanos, a pesar de la contraria secta que profesaba su padre. Vivió Áurea más de treinta años en aquel monasterio, haciendo grandes progresos en la virtud bajo la enseñanza de su santa madre, en la que siempre tuvo un despertador continuo, que la incitaba a que aspirase a la cumbre de la más alta perfección; pero sin ocultar su fe a la vista de los moros, de los que podía recelarse por traer de ellos su descendencia, o porque como a tal pudieran acusarla de renegada; bien que como era tan conocida su nobleza, y tenía deudos tan poderosos en Córdoba, entre ellos el mismo juez árabe, no se atrevió alguno a delatarla.
No procedieron así los parientes que tenía la santa en Sevilla, los que habiendo entendido la profesión de Áurea, se dirigieron al monasterio para enterarse de la verdad, y poner el remedio que pensaban. Hubieron gran sentimiento cuando la vieron cristiana: procuraron persuadirla a que mudase de religión, manifestándole que degeneraba de su ilustre sangre, en haber abandonado la Ley que siguieron todos sus progenitores, fieles observantes de la secta de Mahoma. Valiéronse de cuantos medios pudo sugerirles el amor y el enojo, a fin de separarla de su propósito; pero desesperados de poderla reducir, la delataron ante el magistrado agareno, rogándole que la aconsejase primero como deudo, y cuando no bastase, hiciese los oficios de Juez.
Despachó al instante el juez ministros de su confianza, para que trajesen a la ilustre virgen a su presencia, y disimulado por entonces su enojo, le habló en términos tan halagüeños y tan afables, que dejándose llevar Áurea o bien de la flaqueza de su sexo, o bien de la idea de disimular su fe -lo que no era lícito ni permitido a los cristianos en caso semejante- dio palabra a los suyos de que haría cuanto deseaban: con cuya respuesta los unos se volvieron a servirla llenos de placer por el feliz éxito del negocio que les trajo a Córdoba, y el juez satisfecho con la promesa, la dejó ir libre para que obrase según su palabra.
Recapacitó Áurea sobre aquel hecho impropio del carácter de los verdaderos Fieles, y no atreviéndose a volver al monasterio por el rubor, y por la vergüenza que le causó una acción tan infame, se retiró a una casa, que debió de ser de algunos de sus deudos cristianos, donde, arrepentida de su fingimiento, pidió al Señor perdón de su pecado, anegada en tiernas lágrimas. Conoció cuan poderosa sería la intercesión de sus ilustres hermanos para alcanzar de Dios esta gracia; y recurriendo a ellos con fervorosas súplicas, les rogó que intercediesen con la Majestad Divina, a fin de que le diese fortaleza para seguir sus pasos.
Sentía el enemigo de la salvación el doloroso arrepentimiento de Áurea, y pareciéndole que ninguna otra cosa podría contribuir a separarla de su propósito como armarle por segunda vez el mismo lazo en que cayó la primera, despertó con esta perversa intención la curiosidad de algunos moros, para que observasen la vida de la ilustre Virgen, a fin de reconocer por ella si con efecto cumplía su palabra. Vieron y comprobaron que no había mudado de religión, y dieron noticia al juez de lo que pasaba. Sintió éste la novedad y habiendo mandado traerla sin dilación a su presencia, reprendióle severamente su inconstancia, y el defecto de su palabra, y procuró pervertirla con terribles amenazas. Pero como la insigne virgen se hallaba fortalecida con la gracia del Espíritu Santo, y deseaba con vivas ansias ocasión de dar al mundo públicas pruebas de su fe, para lavar con su sangre la mancha de su pecado, le respondió, con un valor y una fortaleza excesivas al ejemplo de fragilidad que dio en el primer combate, de esta suerte: «Yo jamás me separé de mi Señor Jesu-Cristo, ni por sólo un instante creí en vuestras falsedades: si a Su presencia se deslizó un poco mi lengua, ella fue sola la que erró; pero mi corazón siempre estuvo firme en lo que a mi Dios debía. Luego que de ti me separé lloré mi culpa con arroyos de lágrimas; siempre he conservado la fe, y la verdadera religión cristiana, que profesé desde mi infancia, en la que me he ejercitado toda mi vida, manteniéndola con firme propósito de no dejarla aunque sea a costa de mi sangre. El Señor a quien me consagré desde mis tiernos años, condolido de mi flaqueza, me ha fortificado con su poderosa mano, él es quien me restituyó, por su infinita bondad, a su primera gracia; por tanto tú, como Juez, elige lo que te parezca, o bien quítame la vida según disponen tus leyes, o bien déjame libre para que satisfaga las obligaciones de mi religión y de mi estado».
Quedó confuso el juez a vista de la maravillosa constancia de Áurea, y no pudiendo contener la indignación dentro del pecho, mandó ponerla en una dura prisión mientras daba parte al Rey de aquel negocio, en que se interesaba una persona tan calificada; con cuyo acuerdo providenció al día siguiente que la decapitasen, y en seguida la colgasen por los pies en un palo, donde había sido ajusticiado un homicida. Pero no satisfecho con aquel castigo, dio orden para que arrojasen los moros el venerable cadáver con los de otros malhechores al río Guadalquivir, con el perverso intento de que los cristianos no pudiesen tributarle los honores que acostumbraban a los ilustres mártires, que padecieron por defensa de la fe en aquellas lamentables edades.
Hemos tomado este texto del «Suplemento á la última edicion del Año Christiano», del P. Juan Croisset, S.J. (Juan de Croiset, dice la portadilla), en redacción correspondiente de D. Juan Julián Caparrós, tomo II, pág 123 a 127, edición de 1797, afortunadamente puesta a disposición, en un escaneo de muy buena calidad, por Google Libros. He corregido parte de la gramática del texto, para evitar mayores dificultades en la lectura, sin embargo, me ha parecido adecuado respetar algo del sabor antiguo de la redacción, que es gran parte del atractivo de las páginas del Croisset.
La fuente única para éste, como para la inmensa mayoría de los «mártires de Córdoba», es el «Memoriale Sanctorum» de san Eulogio de Córdoba; en este caso la historia está en el libro III, cap XVII, de donde el P. Caparrós recoge lo sustancial de la historia y puede decirse que literalmente las palabras de Áurea en su palinodia ante el Juez. El texto de Eulogio puede verse, en latín, en una edición facsimilar muy legible, en el proyecto Cervantes Virtual; el capítulo correspondiente está en la página 80 digital (correspondiente a 71 del impreso).