San Víctor fue el primer obispo de Roma (función a la que más adelante se llamará «Sumo pontífice» y «Papa») que realizó ostentosamente un gesto de autoridad para con todas las iglesias del orbe cristiano; de esos gestos a los que nosotros estamos acostumbrados, pero que eran una novedad para los obispos del siglo III. El elogio de hoy habla de ese gesto: «estableció para todas las Iglesias la celebración de la fiesta de Pascua en el domingo siguiente a la Pascua judía». A nosotros eso no nos resulta nada extraordinario: creemos que todo se le debe preguntar y todo lo debe resolver el Papa, desde una beatificación hasta saber si podemos considerar a santa Cecilia patrona de la música, ¡cuánto más la fecha en que debe celebrarse la Pascua!
Sin embargo había dos corrientes en este tema (como en casi todos los temas), y mientras unos seguían una tradición venida de los Apóstoles de celebrar la Pascua al domingo siguiente de la Pascua judía, otros seguían la costumbre, que también provenía de los Apóstoles (no todos los Apóstoles hacían lo mismo) de celebrar el mismo día que los judíos, cayera en el día de semana que cayera. La costumbre más extendida era la misma que la que se usaba en Roma, que era la dominical, pero las Iglesias de Asia estaban acostumbrados más bien a la otra, eran -como se los llamaba- «cuartodecimanos», porque celebraban la Pascua el 14 Nisán, el mismo día de la Pascua judía, es decir, el día 14 después de la luna nueva del equinoccio de primavera.
La novedad que introdujo el papa Víctor fue dar un golpe sobre la mesa e imponer una misma fecha para todos, la fecha que se acostumbraba en Roma, aduciendo que se trataba de una cuestión que atañía a la «Regla de la fe». Pero lo que el elogio del Martirologio no cuenta es que el asunto no salió del todo bien: los obispos de Asia no estaban acostumbrados a ese ejercicio de autoridad episcopal, ni estaban dispuestos a aceptar una imposición en algo que ellos no entendían que tuviese relación con la «Regla de fe». Víctor había apelado a la tradición de los Apóstoles que él había recibido y representaba en Roma; Polícrates, un obispo de Asia, en nombre y en comunión con los demás obispos de la región, le contesta en una carta muy fuerte (que se nos ha conservado gracias a Eusebio de Cesarea): «Nosotros, pues, celebramos intacto este día, sin añadir ni quitar nada. Porque también en Asia reposan grandes luminarias...», y más adelante agrega. «... yo, con mis sesenta y cinco años en el Señor, que he conversado con hermanos procedentes de todo el mundo, y que he recorrido toda la Sagrada Escritura, no me asusto con los que tratan de impresionarme...»; y para que Víctor no crea que esto era cosa sólo de algún obispo del Asia, remata Polícrates: «... podría mencionar a los obispos que están conmigo, que vosotros me pedísteis que invitara y que yo invité. Si escribiera sus nombres, sería demasiado grande su número...».
Después de semejante pulseada de los obispos del Asia, Víctor no ve otra salida que una redoblada muestra de autoridad: excomulga a todos... pero la Iglesia del siglo III no es la del siglo XVII (en realidad esos gestos grandilocuentes nunca salieron bien), y en una cuestión en la que el obispo de Roma se había evidentemente pasado de tosudez, hasta en Occidente hubo reacciones: san Ireneo de Lyon envía una carta pacificadora a las partes en conflicto, que es un modelo de persuación y mirada religiosa. Con suaves pero a la vez firmes argumentos le muestra a san Víctor que el asunto no era realmente de fe sino de tradición y costumbre, y que la ruptura de la paz y la concordia era un mal mucho mayor que el supuesto mal de seguir tradiciones diversas, y le introduce un principio que valdría la pena tener a mano en la memoria: «el desacuerdo en el ayuno confirma el acuerdo en la fe» (la fecha de Pacua regía también el final del ayuno).
Finalmente Víctor parece que cedió, levantó la excomunión, aunque lamentablemente falta documentación para saber cómo se resolvió del todo, pero lo cierto es que esa excomunión no se aplicó nunca. La cuestión se guardó en el cajón hasta un siglo más tarde, cuando luego de cien años de persuasión, más que de imposición, todas las Iglesias de la cristiandad aceptaron el uso romano, sancionado en el Concilio de Nicea, en el 325.
Sabemos que Víctor luchó denodadamente también contra las herejías de su tiempo, que comenzaban ya a ser más virulentas, cuanto más lejos iban quedando los tiempos apostólicos. Es cierto que fue práctica de los primeros siglos declarar santo al obispo de Roma casi por normal, lo que siguió hasta casi el fin del siglo V, con la sola excepción del no muy aceptable papa Liberio (352-366); pero cabe preguntarse si Víctor fue santo sólo «en automático», o si se ganó a pulso el título de santo, no sólo combatiendo la herejía, sino también admitiendo humildemente que, aunque creía tener las mejores razones del mundo, la Iglesia no se hace con puñetazos sobre la mesa. San Víctor ejerció el pontificado unos diez o doce años, entre el 186 ó 189 al 197 ó 201, lamentablemente no hay uniformidad en los documentos para poder dar las fechas con más precisión. Durante algunos siglos se lo consideró mártir, pero no hay noticias fehacientes que lo confirmen, ni en sus años se vivió ninguna persecución conocida, por lo que en el nuevo Martirologio se le ha quitado ese título.
Toda la cuestión de Víctor y los cuartodecimanos puede seguirse en cualquier historia de la Iglesia; nada mejor que leerla directamente en la Historia Eclesiástica de Eusebio, libro V,23-24, donde tenemos partes sustanciales de la carta de Polícrates y de la de Ireneo. Algunos autores (Butler, por ejemplo, u otros santorales en línea) piadosamente quieren hacer suponer al lector que los obispos de Asia se metieron a opinar en las costumbres romanas, lo que es exactamente lo contrario de lo que ocurrió, y no se entendería la carta de Ireneo si tal hubiese sido la situación.