«san Tarsicio, mártir, al defender la Santísima Eucaristía de Cristo de una furiosa turba de gentiles que intentaban profanarla, prefirió ser apedreado hasta la muerte antes que entregar las sagradas formas a los perros.» Esta redacción del «elogio» del Martirologio Romano expresa muy bien la forma que tomó posteriormente la historia de san Tarsicío, «el mártir de la Eucaristía», en un poema del papa san Dámaso (siglo IV). El Pontífice cuenta que Tarsicio prefirió una muerte violenta en manos de una turba, antes que «entregar el Cuerpo del Señor a aquellos perros rabiosos» («Tarcisium sanctum Christi sacramenta gerentem, cum male sana manos peteret vulgare profanis; ipse animam potius voluit dimittere caesus prodere quam canibus rabidis caelestia membra.»), y le compara con san Esteban, que murió apedreado por los judíos. El hecho del martirio de san Tarsicio es histórico, pero no consta que fuese realmente un acólito todavía niño. Si se tiene en cuenta que san Dámaso le compara con el diácono san Esteban, se puede conjeturar que era más bien un diácono, ya que éstos tenían por oficio administrar el Santísimo Sacramento en ciertas circunstancias y transportarlo de un sitio a otro. Así, por ejemplo, los diáconos trasladaban una parte de la hostia consagrada por el Papa a las principales iglesias de Roma, como símbolo de la unidad del santo sacrificio y de la unión de los obispos con los fieles. Pero en aquella época, lo mismo que en la actual, se podía confiar el Santísimo Sacramento a cualquier cristiano -clérigo o laico, joven o viejo, hombre o mujer- en caso de necesidad. La tradición afirma que Tarsicio era un acólito de tierna edad, a quien se confió la misión de llevar la comunión a algunos cristianos que estaban prisioneros, en la época de la persecución de Valeriano. El santo fue sepultado en el cementerio de San Calixto. Nunca se ha llegado a identificar su sepultura; sin embargo, la iglesia de san Silvestre in Capite pretende poseer sus reliquias.