Pedro Julián nació en 1811 en la Mure d'lsére, pueblecito de la diócesis de Grénoble. Su padre era un fabricante de cuchillos. El muchacho trabajó algún tiempo con él, y más tarde, en una prensa de aceite, hasta cumplir los dieciocho años. En las horas de descanso, estudiaba el latín y recibía lecciones de un sacerdote de Grénoble, en cuya casa trabajó algún tiempo. En 1831, ingresó en el seminario de Grénoble, donde recibió la ordenación sacerdotal tres años después. Pasó sus primeros cinco años de ministerio parroquial en Chatte y Monteynard. Su obispo, Mons. de Bruillard, expresó perfectamente lo que los fieles pensaban del P. Eymard, cuando éste le pidió permiso de ingresar en la congregación de los maristas: «La mejor prueba de estima que puedo dar a esa congregación, es permitir a un sacerdote como vos ingresar en ella». Cuando terminó el noviciado, Pedro Julián fue nombrado director espiritual del seminario menor de Belley. En 1845 fue elegido provincial de Lyon. La devoción al Santísimo Sacramento había sido siempre el centro de su vida espiritual. «Sin Él -decía el santo- perdería yo mi alma». Durante una procesión del Corpus, mientras llevaba en sus manos al Santísimo Sacramento, tuvo una experiencia extraordinaria que relata así: «Mi alma se inundó de fe y de amor por Jesús en el Santísimo Sacramento. Las dos horas pasaron como un instante. Puse a los pies del Señor a la Iglesia de Francia, al mundo entero, a mí mismo. Mis ojos estaban llenos de lágrimas, como si mi corazón fuese un lagar. Hubiese yo querido en ese momento que todos los corazones estuvieran con el mío y se incendiaran con un celo como el de san Pablo».
En 1851, el P. Eymard hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Fourviéres: «Me obsesionaba la idea de que no hubiese ninguna congregación consagrada a glorificar al Santísimo Sacramento, con una dedicación total. Debía existir esa congregación ... Entonces prometí a María trabajar con ese objeto. Se trataba aún de un plan muy vago y no me pasaba por la cabeza abandonar la Compañía de María ... ¡Qué horas tan maravillosas pasé allí!». Los superiores le aconsejaron que difiriese la ejecución de sus proyectos, hasta que estuviesen perfectamente maduros. El sacerdote pasó cuatro años en La Seyne. Alentado por Pío IX y por el Venerable Juan Colin, fundador de los maristas, determinó finalmente salir de la Compañía de María para fundar la nueva congregación. En 1856, con la aprobación del superior general de los maristas, presentó a Mons. de Sibour, arzobispo de París, su plan de fundar una congregación de sacerdotes adoradores del Santísimo Sacramento. Al cabo de doce días de angustiosa espera, recibió la aprobación de Mons. Sibour, quien puso a su disposición una casa. En ella se instaló Pedro Julián con su primer compañero. El 6 de enero de 1857 expuso por primera vez en la capilla de la casa al Santísimo Sacramento y predicó a un nutrido auditorio.
Los primeros miembros de la Congregación del Santísimo Sacramento fueron los PP. de Cuers y Champion. La exposición del Santísimo tenía lugar tres veces por semana. Los progresos fueron lentos: muchos eran los llamados, pero pocos los escogidos, y las dificultades abundaban. Los miembros de la congregación se vieron obligados a cambiar de domicilio. En 1858 consiguieron una capillita en el suburbio de Saint-Jacques. Dios derramó ahí sus gracias con tal intensidad durante nueve años, que el P. Eymard solía llamar ese sitio «capilla de los milagros». El siguiente año, Pío IX emitió un breve en alabanza de la congregación. Se inauguró la segunda casa en Marsella. En 1862 se abrió la tercera casa en Angers. Ya había entonces bastantes miembros para establecer un noviciado regular, y la congregación empezó a extenderse rápidamente. Los sacerdotes rezan el oficio divino en coro y ejercen los ministerios pastorales; su principal fin es la adoración del Santísimo Sacramento, en la cual los ayudan los hermanos legos. En 1852, el P. Eymard fundó la congregación de las Siervas del Santísimo Sacramento, dedicadas a la adoración perpetua y a propagar el amor del Señor. También fundó la Liga Eucarística Sacerdotal, cuyos miembros se comprometen a pasar diariamente una hora en oración ante el Santísimo. Pero el P. Eymard no se limitó a trabajar entre lom sacerdotes y religiosos. Así, fundó la «Obra de Adultos» destinada a preparar para la primera comunión a los hombres y mujeres que, por razón de la edad o del trabajo, no podían asistir al catecismo parroquial, organizó la Archicofradía del Santísimo Sacramento, tan estimada por la Iglesia, que el derecho canónico ordenaba que se estableciera en todas las parroquias. Como si todo ello fuese poco, el santo escribió varias obras sobre la Eucaristía, que han sido traducidas a diversos idiomas.
Una de las mayores dificultades con que tuvo que enfrentarse el P. Eymard fueron las críticas que se le hicieron al principio por abandonar la Compañía de María, ya que sus detractores se oponían a la fundación de la nueva obra. El santo solía excusarles: «No comprenden la obra y creen que hacen bien en oponerse a ella. Ya sabía yo que la obra iba a ser perseguida. ¿Acaso el Señor no fue perseguido durante su vida?» Hubo además otras dificultades y decepciones; pero la Santa Sede aprobó finalmente la congregación en vida de su fundador, según lo dijimos antes y la confirmó «in perpetuum» en 1895. El P. Eymard poseía un espíritu de piedad muy comunicativo. Siempre que iba a La Mure, hacía tres «visitas»: una a la pila en que había sido bautizado, otra al altar en que había recibido la primera comunión y otra a la tumba de sus padres. En 1867 escribía: «Durante años había acariciado la ilusión de visitar mis queridas regiones de Chatte y Saint-Romans», que fueron el escenario de sus primeros ministerios. Las gentes consideraban al P. Eymard como un santo y, en realidad, su santidad se mostraba en todo: en su vida diaria, en sus virtudes, en sus obras, en sus dones sobrenaturales. En varias ocasiones adivinó los pensamientos de personas ausentes; con frecuencia leía en los corazones y, más de una vez, tuvo visiones proféticas. San Juan María Vianney, quien le conoció personalmente, dijo de él: «Es un santo. El mundo se opone a su obra porque no la conoce, pero se trata de una empresa que logrará grandes cosas por la gloria de Dios. ¡Adoración sacerdotal, qué maravilla! ... Decid al P. Eymard que pediré diariamente por su obra».
Durante los últimos cuatro años de su vida, a san Pedro Julián le aquejó una gota reumática, padeció de insomnios, y a sus sufrimientos se añadieron enormes dificultades exteriores. Por una vez, dejó ver el desaliento que le asaltaba. El P. Mayet escribió en 1868: «Nos abrió su corazón y nos dijo: 'Estoy abrumado bajo el peso de la cruz, aniquilado, deshecho'. Necesitaba el consuelo de un amigo, ya que, según nos explicó: 'Tengo que llevar la cruz totalmente solo para no asustar o desalentar a mis hermanos'». Tenía ya el presentimiento de su próxima muerte; así, cuando su hermana le rogó que volviese con mayor frecuencia a La Mure, replicó: 'Volveré más pronto de lo que imaginas'. La conversación tuvo lugar en febrero. El P. Eymard fue a visitar a sus amigos y penitentes, hablándoles como si fuese la última vez que los veía. En julio, viendo aproximarse el desenlace, su médico le ordenó que saliese de París inmediatamente. El 21 de ese mes el padre Eymard salió de Grénoble rumbo a La Mure. El día era muy caluroso y, cuando llegó a su destino casi había perdido el conocimiento y sufría un ataque de parálisis parcial. Su muerte ocurrió el 1 de agosto. Antes del fin de ese año se habían realizado ya varios milagros en su tumba. Su beatificación tuvo lugar en 1925 y fue canonizado por SS Juan XXIII el 9 de diciembre de 1962.