El Martirologio Romano nos dice que san Pascual Bailón fue un hombre de maravillosa inocencia y vida austera, a quien proclamó la Santa Sede patrono de los congresos eucarísticos y de las confradías del Santísimo Sacramento. No podemos menos de maravillarnos de que ese humilde frailecillo, que nunca fue sacerdote, cuyos padres eran campesinos y cuyo nombre apenas era conocido en el oscuro pueblo español donde nació, presida actualmente, desde el cielo, las imponentes asambleas de los congresos eucarísticos. Gracias al P. Jiménez, hermano en religión, superior y biógrafo del santo, poseemos bastantes noticias sobre los primeros años de su vida. Pascual nació en Torre Hermosa, en las fronteras de Castilla y Aragón, el día de Pentecostés. Como en España se llama a esa fiesta «la Pascua de Pentecostés», el niño fue bautizado con el nombre de Pascual. Los padres de Pascual, Martín Bailón e Isabel Jubera, formaban una piadosa pareja de campesinos, muy modestos; prácticamente no poseían más que un rebaño de ovejas. Pascual empezó a trabajar como pastor a los siete años, primero, al cuidado del rebaño de su padre y después al de otros rebaños. En esa ocupación trabajó hasta los veinticuatro años. Probablemente la mayor parte de los incidentes que se cuentan de él en aquella época de su vida, son legendarios; pero hay entre ellos uno o dos que son auténticos. Así, por ejemplo, Pascual, que nunca había ido a la escuela, aprendió solo a leer y escribir, pues ansiaba poder rezar el oficio parvo de la Virgen, que era entonces el libro de oraciones de los laicos. A pesar de que las veredas eran muy pedregosas y estaban cubiertas de cardos, Pascual no usaba sandalias; vivía muy pobremente, ayunaba con frecuencia y llevaba bajo su capa de pastor una especie de hábito religioso. Cuando no podía asistir a misa, se arrodillaba a hacer oración durante largas horas, con los ojos fijos en el lejano santuario de Nuestra Señora de la Sierra, donde se celebraba el santo sacrificio. Cincuenta años más tarde, un anciano pastor, que había conocido a Pascual en aquella época, atestiguó que más de una vez, en esas ocasiones, los ángeles llevaron el Santísimo Sacramento al pastorcito con la hostia suspendida sobre un cáliz para que pudiese verla y adorarla. También se cuenta que san Francisco y santa Clara se aparecieron a Pascual y le dijeron que debía ingresar en la Orden de los Frailes Menores. Más convincente que éste, es el testimonio que se refiere al escrupuloso sentido de justicia del pastorcito. El daño que sus ovejas causaban, de cuando en cuando, en las viñas y sembrados le preocupaba tanto, que insistía en compensar a los propietarios y, con frecuencia lo hacía así de su propia bolsa, aunque ganaba muy poco. Sus compañeros le respetaban por ello, pero encontraban exagerados sus escrúpulos.
A los dieciocho o diecinueve años, Pascual pidió, por primera vez, la admisión en la Orden de los Frailes Menores Descalzos. Por entonces, vivía aún san Pedro de Alcántara, el autor de la austera reforma que había poblado los conventos de monjes fervorosos. Probablemente los frailes del convento de Loreto, que no conocían a aquel joven procedente de un pueblo a trescientos kilómetros de distancia, no estaban muy seguros de su firmeza y demoraron la admisión. Algunos años más tarde, le recibieron en el convento y muy pronto comprendieron que Dios les había puesto un tesoro entre las manos. Aunque toda la comunidad vivía todavía en el fervor de los primeros años de la reforma, el hermano Pascual se distinguió pronto en todas las virtudes religiosas. Muy probablemente, los biógrafos del santo exageran un tanto en sus elogios. Pero la descripción que el P. Jiménez nos dejó de su amigo, tiene toda la sencillez de la verdad. La caridad de Pascual maravillaba aun a aquellos hombres tan mortificados, que compartían con él las austeridades de la vida y de la regla común. El santo se mostraba inflexible en cuestiones de conciencia. Se cuenta que un día, cuando ejercía el oficio de portero, se presentaron dos damas que querían confesarse con el padre guardián:
-«Dígales que no estoy», le ordenó éste.
-«Les diré que Vuestra Reverencia está ocupado», respondió Pascual.
-«No -insistió el guardián-; dígales que no estoy».
Entonces el hermanito replicó humilde y respetuosamente: «Padre mío, no puedo decir que vuestra reverencia no está, pues eso sería una mentira y un pecado venial». Dicho esto, volvió tranquilamente a la portería. Estos chispazos de independencia, que iluminan de vez en cuando la monotonía de los catálogos de virtudes, nos permiten asomarnos, por momentos, a la realidad de aquella alma tan fervorosa y tan transparente. Da gusto leer las ingenuas mañas de que el santo se valía para conseguir, de cuando en cuando, alguna cosa mejor para los pobres y los enfermos; y saber que las lágrimas asomaban a los ojos de aquel hombre austero y poco comunicativo, cuando tenía ocasión de palpar la miseria de los otros. Aunque San Pascual nunca reía, no por ello dejaba de ser alegre. Su piedad y su espíritu de penitencia no tenían nada de triste. El P. Jiménez narra que, en cierta ocasión, cuando el santo se hallaba solo en el refectorio, poniendo la mesa, uno de sus hermanos se asomó por una ventanita y le vio ejecutar una deliciosa danza frente a la estatua de la Virgen que presidía en la sala, como un nuevo «juglar de Nuestra Señora». El curioso fraile se retiró sin hacer ruido; a los pocos minutos entró en el refectorio y pronunció el saludo habitual: «Alabado sea Jesucristo», y encontró a Pascual tan radiante de alegría, que su recuerdo le estimuló en la devoción durante varias semanas. El P. Jiménez, que era nada menos que provincial de los alcantarinos en la época de mayor fervor de la reforma de san Pedro, nos dejó este autorizado testimonio: «No recuerdo haber visto jamás una sola falta en el hermano Pascual, aunque viví con él en varios de nuestros conventos y fuimos compañeros de viaje en dos ocasiones. Ahora bien, el cansancio y la monotonía de los viajes dan fácilmente ocasión de descuidarse un poco en la virtud...»
Pero el rasgo más conocido de san Pascual, por lo menos fuera de España, es su devoción al Santísimo Sacramento. Muchos años antes de que empezasen a organizarse los congresos eucarísticos y de que el santo fuese nombrado patrono de ellos, el P. Salmerón escribió una biografía titulada: «Vida del Santo del Sacramento, San Pascual Bailón». Pascual era, para sus hermanos en religión, «el santo del Santísimo Sacramento», porque acostumbraba pasar largas horas arrodillado ante el tabernáculo, con los brazos en cruz. Ya el P. Jiménez, el primero de los biógrafos de san Pascual, decía que el santo hermanito, en cuanto tenía un momento libre, se dirigía apresuradamente a la capilla y que su mayor delicia era ayudar a una misa tras otra, desde muy temprano. Al terminar los maitines y laudes, cuando el resto de la comunidad se retiraba a dormir, san Pascual se quedaba con frecuencia arrodillado en el coro; ahí le sorprendía la aurora, dispuesto a ayudar a las misas que iban a celebrarse. No podemos citar aquí las largas y sencillas oraciones que el santo rezaba después de la comunión, tal como las dejó escritas el P. Jiménez. Dicho autor supone que el mismo san Pascual las había compuesto, pero la cosa no es tan clara. San Pascual tenía un «cartapacio», que él mismo se había fabricado con trozos de papel que encontró en el basurero; en él había escrito, con su hermosa letra, algunas oraciones y reflexiones que él compuso o que había encontrado en sus lecturas. Se conserva todavía uno de esos cartapacios; probablemente san Pascual tenía dos. Poco después de su muerte, algunas de las oraciones de los cartapacios llegaron a oídos de san Juan de Ribera, que era entonces arzobispo de Valencia. El santo quedó tan impresionado, que inmediatamente pidió una reliquia de aquel hermanito lego que había llegado a un conocimiento tan profundo de las cosas divinas. El P. Jiménez le llevó la reliquia y el arzobispo le dijo: «¡Ah!, Padre Provincial, las almas sencillas nos están robando el cielo. No nos queda más que quemar todos nuestros libros». A lo que el P. Jiménez replicó: «Señor, los culpables no son los libros sino nuestra soberbia; eso es lo que deberíamos quemar».
Según parece, san Pascual sufrió una vez, en propia carne, los feroces ataques con que los protestantes manifestaban su odio a los sacramentos y a los católicos: había sido enviado a Francia a llevar un mensaje muy importante al P. Cristóbal de Cheffontaines, destacado erudito bretón, que ejercía entonces el cargo de superior general de los observantes. En aquella época en que las guerras de religión estaban en su apogeo, era una locura atravesar Francia vestido con el hábito; resulta muy difícil explicarse por qué los superiores escogieron a aquel sencillo hermanito lego, que no sabía una palabra de francés. Tal vez pensaban que su sencillez y confianza en Dios era más eficaz que otros métodos diplomáticos. San Pascual desempeñó con éxito su misión, pero sufrió muchos malos tratos y, en varias ocasiones, salvó la vida casi por milagro. En una población fue apedreado por los hugonotes y recibió una herida en un hombro que le hizo sufrir toda la vida. Según cuentan casi todos sus biógrafos, empezando por el P. Jiménez, en Orleáns fue sometido a un interrogatorio acerca del Santísimo Sacramento. El santo confesó valientemente la fe y venció a sus adversarios en una disputa pública, gracias a la ayuda sobrenatural de Dios. Entonces los hugonotes le apedrearon nuevamente, pero ninguna de las piedras dio en el blanco. Confesaremos que no nos inclinamos mucho a creer que san Pascual haya realmente tomado parte en una disputa pública formal.
San Pascual murió en el convento de Villarreal, un domingo de Pentecostés, a los cincuenta y dos años de edad. Expiró con el nombre de Jesús en los labios, precisamente cuando las campanas anunciaban el momento de la consagración en la misa mayor. Inmediatamente el pueblo empezó a venerarle como santo, por los numerosos milagros que había obrado en vida y que siguió obrando en el sepulcro. Probablemente las autoridades eclesiásticas decidieron introducir rápidamente su causa por razón del número de milagros. Pascual fue beatificado en 1618, antes que el mismo san Pedro de Alcántara, quien había muerto treinta años antes que él y había reformado la orden a la que Pascual perteneció. Tal vez uno de los factores a los que se debe atribuir la rapidez de la beatificación del santo hermanito es que, en su tumba se oyeron, durante dos siglos, unos «golpecitos» que el pueblo interpretó muy pronto en un sentido portentoso. Los biógrafos del santo consagran largas páginas a los «golpecitos» y a sus interpretaciones. San Pascual fue canonizado en 1690.
Casi todos los datos que poseemos sobre san Pascual provienen de la biografía escrita por el P. Jiménez y del proceso de beatificación. En Acta Sanctorum, mayo, vol. IV, hay una traducción latina, un tanto abreviada, de la biografía del P. Jiménez. Existen numerosas biografías en español, italiano y francés, como las de Salmerón, Olmi, Briganti, Beufays, Du Lys y L. A. de Porrentruy. Véase el esbozo biográfico escrito en francés por O. Englebert (1944), y Léon, Aureole Séraphique (trad. ingl.), vol. II, pp. 177-197. Probablemente la mejor de las biografías modernas es la que escribió en alemán el P. Grotcken (1909).
En el Directorio Franciscano se recoge el texto completo de una obrita divulgativa preciosa, de Julio Micó, OFMCap, edición de los mismos capuchinos de Alicante, titulada "Yo, fray Pascual Baylón", que cuenta la hagiografía del santo pero en primera persona, como si fuera una autobiografía. Lamentablemente la edición en papel, de 2001, es difícil de hallar.