Aunque hay celebraciones de santos del Antiguo y del Nuevo Testamento a lo largo de todo el año, hacia fin del año litúrgico y comienzos del siguiente se acumulan las celebraciones de profetas: Abdías, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Ageo, Malaquías, Miqueas, se reúnen por estas fechas. A diferencia de los demás santos del Martirologio, que se inscriben por su «día de nacimiento en el cielo», en este caso desconocemos ese dato, así que la inscripción no tiene que ver con su biografía, sino con algo todavía más importante: su mensaje profético; todos ellos tienen en común que de una u otra manera rondaron -sin conocer a Cristo- la temática del «Día glorioso de Yahvé», esa consumación de todo en Cristo de la que habla nuestra liturgia a fines de noviembre y principios de diciembre. Así que estas celebraciones del calendario santoral acompañan el desarrollo del espíritu del Adviento, y ayudan a explorar sus facetas.
De muy pocos personajes de la Biblia (de ambos testamentos) tenemos datos biográficos precisos; esa inquietud no formaba parte del clima religioso en el que surgió la Biblia, y solo de los que más detalles se cuentan (y solo por deducción, en la mayor parte de los casos) podemos anoticiarnos de la filiación, de la época en que vivió, o de otros detalles, importantes para nosotros pero irrelevantes para el creyente de aquellos tiempos.
Nahúm, cuyo nombre significa «Yahvé consuela», no dice de sí mismo en el comienzo de su libro más que «Libro de la visión de Nahúm de Elcós». Esta ciudad, sin embargo, no ha sido identificada; existe una ciudad de Alqosh, en Iraq, cerca de la histórica Nínive, que reclama ser la ciudad de Nahúm, pero la crítica bíblica más bien supone que la ciudad a la que el profeta se refiere tuvo que estar en Judá, porque es poco probable que hubiera podido proclamar un oráculo tan violento contra Nínive en la propia Nínive, y por otro lado los destinatarios naturales del oráculo son -aunque se refiere a Nínive- los habitantes de Judá. En la actual Alqosh existe una supuesta tumba del profeta Nahúm, que se venera como tal, y en torno a ella ha surgido -como suele ocurrir- una «biografía» del profeta, según la cual habría sido un ninivita de familia hebrea. Datos puramente legendarios de poca atendibilidad, cuyo único valor es monetario, en los circuitos turísticos.
El pequeño librito, de apenas tres capítulos, es un poema «alfabetico», un recurso estilístico de la poesía hebrea (utilizado también en los salmos y otros escritos) en el que cada verso o grupo de versos comienza con una letra del alfabeto en secuencia: alef, beth, guimmel, etc.; naturalmente, al traducirlo, ese recurso formal se pierde. El poema forma parte del conjunto que en la tradición cristiana denominamos «profetas menores», y que en la Biblia judía se denominan simplemente «Los Doce» (pero para nosotros «Doce» sin especificación son los Apóstoles), y forman un único libro apenas separados un poema de otro.
Isaías (el Segundo Isaías, es decir, el profeta o escuela profética responsable de los capítulos 40-55 de Isaías) conoció el oráculo de Nahúm, y lo glosó en su capítulo 52,7-10; por eso este verso de Nahúm nos suena mucho:
«¡He aquí por los montes los pies del mensajero de buenas nuevas,
el que anuncia la paz!» (Nah 2,1)
pero no nos «suena» por Nahúm sino por Isaías, que lo retomó poéticamente, y es a quien leemos en la liturgia. Porque Nahúm no tuvo esa suerte: está casi del todo ausente de la liturgia, tanto judía como cristiana. Nosotros leemos el viernes de la 18ª semana del Tiempo Ordinario de los años pares un extracto del oráculo de Nahúm como primera lectura de la misa. Hay que reconocer que -como se puede constatar ampliamente conociendo el plan de lecturas de la misa- en esa sola lectura de no más de diez versículos la liturgia ha conseguido extraer lo esencial del libro profético. Un libro difícil para cualquier creyente actual, porque rezuma violencia y venganza a lo largo de prácticamente todo el texto. Así comienza, precisamente, la visión: «¡Dios celoso y vengador Yahveh, vengador Yahveh y rico en ira! Se venga Yahveh de sus adversarios, guarda rencor a sus enemigos.» (Nah 1,2)
Ningún creyente actual (y no sólo cristiano sino tampoco judío) podría leer esto sin hacer una enorme trasposición simbólica para «digerir» teológicamente la cuestión de la ira y la venganza de Dios. Ira y deseos de venganza son sentimientos profundamente humanos, que repugna en la actualidad atribuirlos a Dios; podemos entender (limitadamente) el enfado de Jesús con los cambistas del templo, pero las «profecías de ira» parecen ubicarse un paso más allá de lo cristianamente -y siquiera humanamente- asimilable. Debemos por eso colocarnos en la situación que da origen a esta visión: Nínive representaba, para el creyente judío, e incluso para cualquier habitante del Oriente Medio que no fuera asirio (cuya capital fue Nínive), el prototipo del imperio prepotente y raigalmente injusto, «violadores de toda ley e instinto de humanidad» (Richard Murphy). El oráculo de Nahúm debió haber sido compuesto entre la caída de Tebas de Egipto (año 663, de la que se habla en el cap. 3) y el 612, año en que finalmente cae Nínive. De esa caída a manos de Babilonia «muchos corazones se alegraron» (ibid), y en Judá se vio como la confirmación de que Yahvé por fin se decidía a actuar en la historia «como en los tiempos antiguos». Pocos años más tarde sería Babilonia la pesadilla de Judá, y quien finalmente destruya el templo de Salomón y envíe el pueblo al exilio; pero eso cae fuera ya de la visión de Nahúm.
Aunque la actuación de Dios en la historia sigue siendo para nosotros un misterio, aunque el mal -especialmente el mal moral- aparenta seguir triunfando, y donde Nínive se erradica surge Babilonia, un oráculo como el de Nahúm alimentó la comprensión profunda de la fe judía, que aprendió a penetrar en las apariencias de la historia con ojo de «esperanza contra toda esperanza» en el Dios de la historia; y puede servirnos a nosotros si lo leemos con ese mismo espíritu, no con el de la venganza, que forma su carcaza, sino con el de la justa indignación ante el mal, y la propia donación a la misteriosa voluntad de Dios, que forma el corazón de la profecía:
«Bueno es Yahveh para el que en él espera,
un refugio en el día de la angustia;
él conoce a los que a él se acogen,
cuando pasa la inundación.» (Nah 1,7-8)
Bibliografía: La cuestión de la tumba de Nahúm y la biografía legendaria clásica puede leerse en, por ejemplo, la Wikipedia en inglés, en el artículo dedicado a la ciudad de Alcosh; una introducción muy breve pero útil se encuentra en el prólogo a los Profetas Menores en Biblia de Jerusalén, que incluso en su tercera edición repite aproximadamente -para Nahúm- el contenido de las ediciones anteriores. Sigue siendo válida la seria y pertinente introducción desde el punto de vista de la crítica histórica del Comentario Bíblico «San Jerónimo», tomo I, págs 774ss. El rabino Abraham Heschel, en su clásica obra «Los Profetas», aborda con profundidad la cuestión de la «ira de Dios», especialmente en el tomo II, pág. 221ss. El libro de Nahúm puede leerse en la sección de Biblia de ETF en distintas versiones.