Entre las provincias italianas de Forli, Pésaro y Urbino hay un territorio con una extensión menor a los cincuenta kilómetros cuadrados, con unos miles de habitantes, que forma una República independiente donde se ha mantenido la soberanía contra todos los asaltos, ataques e intentonas, desde hace mil años. En la más alta de sus siete colinas, la llamada II Titano, se asienta la capital de ese pequeño estado que se llama San Marino. El nombre de la república y de la ciudad capital, deriva de san Marino el diácono, a quien se menciona en el Martirologio Romano. Su leyenda, desgraciadamente sin valor histórico, dice lo que sigue:
Marino nació en la costa dálmata, donde creció y se convirtió en un diestro constructor y tallador de piedras. Cuando tuvo noticia de que se reconstruían las murallas y las casas de la ciudad de Rimini, partió hacia allá junto con otro albañil llamado Leo, en busca de trabajo. En seguida se les dio empleo para tallar los bloques de piedra en los talleres de Monte Titano, en lo que hoy es San Marino. Ahí encontró el joven tallador a numerosos cristianos, gentiles y nobles, que habían sido condenados a trabajar en las canteras por su fidelidad a sus creencias. Marino y Leo hicieron todo lo que estuvo a su alcance para aliviar las penurias de aquellos desdichados, ayudándolos en sus trabajos y alentándolos para que perseveraran en su fe. Los dos virtuosos siervos de Dios hicieron muchas conversiones y, al cabo de tres años, Leo fue ordenado sacerdote por San Gaudencio, obispo de Rimini. En seguida se fue a vivir a Monte Feltro (cuya catedral lleva hasta hoy el nombre del santo). A san Marino se le ordenó diácono y pudo regresar a su trabajo, que consistía en velar por los convertidos. Durante doce años trabajó en un acueducto; siempre se le tuvo por un constructor muy diestro e incansable y por un hombre bueno: el modelo de trabajador cristiano. Pero entonces le ocurrió una gran desgracia. Cierto día, una mujer dálmata que acababa de llegar a Rimini, vio pasar a Marino y comenzó a dar voces para anunciar que aquel hombre era el marido que la había abandonado. La mujer y algunos curiosos persiguieron al asustado diácono por las calles de la ciudad; éste perdió la cabeza, huyó de prisa y se refugió en el Monte Titano donde permaneció oculto en una cueva. Hasta ahí lo persiguió la mujer, y Marino tuvo que atrincherarse dentro de la cueva con ramas y piedras, hasta que la mujer se retiró para no morir de hambre. Marino aprovechó la oportunidad para internarse más en la montaña; la mujer ya no pudo encontrarlo y él decidió quedarse en aquella soledad como ermitaño. En el sitio donde estuvo la ermita, se construyó un gran monasterio y, en torno a él, se levantó la ciudad de San Marino.
Los bolandistas, que tomaron esta fabulosa historia de los documentos de Mombritius la imprimieron en Actas Sanctorum septiembre, vol. II y agosto, vol. I (al sacerdote Leo se le honra el primero de agosto). Véase también a L. A. Gentili, en Compendio della vita di S. Marino (1864).