Lorenzo nació en Venecia en 1381. Su padre, Bernardo Giustiniani, era de ilustre alcurnia entre la nobleza de la comunidad de repúblicas y su madre no era menos noble. Bernardo murió pronto y dejó viuda a su esposa, muy joven y con muchos hijos pequeños. La valiente mujer no se acobardó y, desde entonces, se dedicó por entero al cuidado y educación de sus hijos, a las obras de caridad y al ejercicio de la virtud. En su hijo Lorenzo descubrió desde la cuna una extraordinaria docilidad y generosidad de alma. Le dedicó cuidados especiales pero, ante el temor de que surgiera algún vestigio de orgullo o de ambición, a veces le amonestaba con dureza por desear cosas que estaban fuera de su alcance. Pero en esas oportunidades el niño respondía sencillamente que su único deseo era ser santo. A la edad de diecinueve años fue llamado por Dios para consagrarse de manera especial a su servicio. Cierto día, le pareció contemplar en una visión a la Eterna Sabiduría en la forma de una doncella resplandeciente que le decía estas palabras: «¿Por qué buscas descanso para tu mente en las cosas exteriores, a veces en esto y a veces en aquello? Lo que tú quieres no podrás encontrarlo más que en mí: está en mis manos. Búscalo en mí, que soy la ciencia de Dios. Al tomarme por compañía y única meta, tendrás sus inagotables tesoros». En aquel instante, sintió su alma traspasada por dardos de gracia divina y le animó un nuevo ardor para entregarse enteramente a la búsqueda de la ciencia y el amor de Dios. Para obtener consejo, se dirigió a su tío, un santo sacerdote llamado Marino Quierini, canónigo del capítulo de San Jorge, establecido en un islote llamado Alga, a un kilómetro escaso de Venecia. Don Quierini le aconsejó, ante todo, que se pusiera a prueba en su casa frente a esta alternativa: por un lado, los honores y riquezas y los placeres del mundo y, por el otro, la dureza de la miseria, de los ayunos y de la renunciación. «Entonces te harás esta pregunta: ¿Tengo el valor de despreciar estos deleites para aceptar una vida de penitencia y mortificación?» Tras de permanecer algún tiempo en meditación, Lorenzo levantó la vista hacia el crucifijo y dijo: «Tú, ¡Oh Señor! eres mi esperanza. En Ti encontraré el árbol de la fortaleza y el consuelo». La fuerza de su resolución para seguir el tortuoso camino de la cruz, quedó demostrada en la rigurosa severidad con que trataba a su cuerpo y la constante dedicación de su mente a los asuntos de la religión.
Su madre, temerosa de que sus mortificaciones le afectaran la salud, trató de distraerle y le aconsejó que se casara. Él no le dio ninguna contestación, pero inmediatamente se retiró al capítulo de San Jorge, en Alga, y fue admitido en la comunidad. Allí, sus superiores juzgaron necesario mitigar los rigores de sus penitencias. Recorría las calles con una bolsa al hombro para pedir limosna y, cuando se le indicó que al aparecer así en público se exponía al ridículo, respondió: «Hagamos frente a las burlas con valor. Nada habremos hecho, si renunciamos al mundo sólo de palabra. Triunfemos sobre él con nuestras bolsas y nuestras cruces». Con frecuencia Lorenzo llegaba a pedir a la casa en la que había nacido, pero se quedaba a distancia en la calle, frente a la puerta y repetía: «¡Una limosna, por amor de Dios!» Siempre acudía su madre con abastecimientos suficientes para llenar su bolsa, pero él no tomaba más que dos tortas de pan y, dando saludos y gracias a todos, partía como si no los conociese. Cuando las bodegas en que se guardaban las provisiones de la comunidad fueron presa de un incendio, y uno de los hermanos se lamentaba por la pérdida, Lorenzo le dijo alegremente: «¿Acaso no hemos hecho voto de pobreza? Ahora Dios nos concede la gracia de sentirla».
Al principio, cuando acababa de ingresar a la orden, sentía a menudo una violenta inclinación a justificarse o disculparse, si se le reprendía injustamente; a fin de reprimir aquel deseo, acostumbraba a morderse los labios hasta que, a la larga, se dominó por completo. Experimentaba un desprecio tan absoluto por los atractivos del mundo que, desde el día en que entró al monasterio, no volvió a poner los pies en la casa de su padre, excepto para ayudar a bien morir a su madre y a sus hermanos. Cierto noble caballero que había sido su amigo íntimo, regresó de un largo viaje por el Oriente y, al enterarse de la clase de vida que Lorenzo había abrazado, pensó en hacer el intento de disuadirlo. Se trasladó a San Jorge, pero ni siquiera pudo abrir la boca, ya que el aspecto de su antiguo amigo, la modestia y gravedad de su porte, le impresionaron sobremanera y, durante largo rato, no supo qué decir. Cuando al fin se decidió a hablar, lanzó una débil tentativa para combatir la resolución del joven religioso. Lorenzo le dejó que terminara y luego habló él, en forma tan convincente que, a fin de cuentas, el noble caballero quedó desarmado y decidió él mismo abrazar la regla contra la que había ido a luchar.
En 1406, Lorenzo recibió la ordenación sacerdotal. El fruto de su espíritu de plegaria y penitencia fue el conocimiento profundo de las cosas espirituales y los caminos interiores de la virtud, así como una gran destreza y una enorme prudencia en la dirección de las almas. Las abundantes lágrimas que derramaba mientras oficiaba en el sacrificio de la misa, conmovían fuertemente a todos los asistentes y despertaban su piedad. Con mucha frecuencia se arrebataba en éxtasis durante la plegaria, en especial cuando celebraba la misa en la noche de Navidad. Poco después de su ordenación fue nombrado preboste de San Jorge y, para instruir a sus discípulos, sólo trataba de inculcarles la más sincera humildad. Sus enseñanzas no se limitaban a su escuela. Nunca cesó de predicar a los magistrados y senadores en tiempos de guerra o de calamidades públicas que, a fin de obtener el remedio a los males que sufrían debían en primer lugar persuadirse de que individualmente no eran nada, porque sin esta disposición de espíritu, nunca podrían merecer la ayuda divina.
En 1433, el papa Eugenio IV nombró a san Lorenzo para la sede arzobispal de Castello, una diócesis que incluía parte de Venecia. Hizo lo posible para evitar esta dignidad y su correspondiente responsabilidad. Cuando tomó posesión de su catedral lo hizo en forma tan privada, que ni sus más íntimos amigos lo supieron hasta que terminó la ceremonia. Lo mismo como religioso que como prelado, fue admirable su piedad sincera hacia Dios y la grandeza de su caridad hacia los pobres. No disminuyó ninguna de las austeridades que había practicado en el claustro y de sus plegarias obtenía luz, valor y energía que le movían en todas sus obras; pacificó las desavenencias en el Estado y, en tiempos muy difíciles, gobernó su diócesis con tanto cuidado, que toda ella llegó a parecer un convento bien disciplinado. Para la administración de su casa, no recurría más que a la piedad y a la humildad; cuando algunos de sus amigos le recordaban que por su nacimiento, la dignidad de su iglesia y de la República, necesitaba cierta pompa y ornamento, él replicaba que la virtud debía ser el único ornamento del obispo, y que todos los pobres de la diócesis constituían su familia. Todos los fieles amaban y respetaban a un pastor tan santo. Cuando algún personaje se oponía a sus reformas religiosas, llegaba a vencerlo por medio de la bondad y la paciencia. Cierto hombre que se indignó contra un decreto del obispo sobre los entretenimientos en el teatro, le llamó «viejo monje escrupuloso» y trató, en vano, de poner al público en contra suya. En otra ocasión, se lanzaron gritos contra él en la calle para acusarle de hipócrita. El obispo oyó los insultos serenamente, sin alterar el paso. Tampoco le alteraban los halagos y, por cierto, que todos sus actos demostraban un perfecto equilibrio, una paz constante y una serenidad absoluta. Bajo su gobierno, cambió radicalmente el aspecto de la diócesis. A diario, verdaderas multitudes se reunían frente a la casa del obispo para solicitar consejo, consuelo y caridad; su puerta y su bolsa estaban siempre abiertas para los pobres. Daba con más gusto sus limosnas en pan, ropa y alimentos que en dinero, porque pensaba que podían gastarlo mal; cuando daba dinero, eran cantidades muy pequeñas. Utilizó a las mujeres casadas para que buscasen a los pobres vergonzantes o personas venidas a menos y los socorriesen, y para sus limosnas no había privilegios. Cierta vez en que llegó un pobre, recomendado por su hermano Leonardo, le dijo el obispo: «Vuelve con el que te envió y dile de mi parte que él tiene lo suficiente para ayudarte». Tenía absoluto desprecio por las cuestiones financieras; dejó a un criado a cargo de la administración de sus bienes temporales y, muchas veces, se le oyó decir que era indigno de un pastor de almas desperdiciar el tiempo en contar monedas.
Los papas de su tiempo tenían veneración por Lorenzo. Eugenio IV se reunió con él en Bolonia y lo saludó con estas palabras: «¡Bienvenido, ornamento de los obispos!» Su sucesor, Nicolás V, le estimaba igualmente y, en 1451, reconoció en público su valer. Aquel mismo año, falleció Dominico Michelli, patriarca de Grado; el Papa suprimió la sede de Castello y transfirió la de Grado a Venecia. Entonces nombró a san Lorenzo como el nuevo patriarca (el título de «patriarca de Venecia» es igual en dignidad que el de arzobispo, pero comporta algunos honores adicionales). El senado de la república, siempre celoso de sus prerrogativas y libertades, puso dificultades por temor a que su autoridad se viese invadida. Mientras el caso se discutía en el senado, san Lorenzo pidió una audiencia a la asamblea y, una vez ante ella, declaró su sincero deseo de renunciar a un cargo para el que no estaba dotado y el que había desempeñado durante dieciocho años contra su voluntad, antes que permitir un aumento a su carga por cualquier dignidad adicional. Su porte y su elocuencia impresionaron al senado de tal manera, que el «Dux» le pidió que no pensara en que se fuese a levantar un obstáculo a los decretos del Papa, y todo el senado apoyó al obispo. Desde entonces, aceptó su nuevo cargo y toda su dignidad y, durante los pocos años que aún vivió, administró su puesto de tal manera, que acrecentó su fama de caritativo y bondadoso que se había ganado como obispo de Castello. Un ermitaño de Corfú, con gran renombre de adivino, aseguró a un noble veneciano que la ciudad de Venecia se había salvado de las calamidades que la amenazaban, gracias a las plegarias del patriarca. Un sobrino de éste, Bernardo Giustiniani, quien escribió la biografía del santo, narra diversos milagros y profecías de los que él mismo fue testigo.
San Lorenzo dejó algunos escritos ascéticos muy valiosos; tenía setenta y cuatro años cuando escribió su último trabajo, titulado «Los Grados de Perfección». Apenas le había puesto el punto final, cuando le atacó una aguda fiebre. Sus servidores se afanaron por prepararle un lecho cómodo y, al ver aquello, el humilde patriarca se sintió molesto: «¿Disponéis ese lecho de plumas para mí?», inquirió y, al recibir una respuesta afirmativa, exclamó: «¡No! Eso no debe ser así ... Mi Señor fue recostado sobre un madero duro y basto. ¿No recordáis que san Martín, en sus últimos momentos, afirmó que un cristiano debe morir envuelto en telas burdas y sobre un lecho de cenizas?» Lorenzo no quiso ocupar la cama blanda y sólo accedió a tenderse sobre la paja. Durante los dos días que aún vivió después de recibir los santos óleos, la mayor parte de los ciudadanos llegaron por turno a su habitación, según la calidad de su alcurnia, a recibir su bendición. Insistió para que fuesen admitidos también los pobres y los mendigos; a cada grupo que entraba le hacía sus recomendaciones especiales. Al ver que el noble Marcelo, su joven discípulo favorito, lloraba amargamente, le dijo estas palabras proféticas: «Yo me voy antes, pero tú me seguirás pronto. En la próxima Pascua nos volveremos a ver». El joven Marcelo enfermó a principios de la Cuaresma y fue sepultado en la semana de Pascua. San Lorenzo murió el 8 de enero de 1455. Fue canonizado en 1690.
Bernardo Gustiniani, sobrino del santo, escribió una biografía en latín que se reprodujo en Acta Sanctorum, enero, vol. I, en el día ocho. Existe más material informativo en la obra de D. Rosa, De B. Laurentii Justiniani vita, sanctitate et miraculis, testimoniorum centuria (1914). También hay varias biografías en italiano, como la de Maffei (1819), la de Regazzi (1856), la de Cucito (1895), y la de La Fontaine (1928).