San Juan nació en Portugal. Pasó su primera juventud en Castilla, al servicio de un alto empleado del conde de Oropesa. En 1522, formó parte del ejército del conde y luchó al lado de los españoles contra los franceses y después, en Hungría, contra los turcos. Su amistad con sus licenciosos compañeros del ejército le llevó, poco a poco, al abandono de la práctica de la religión y cayó en pecados muy graves. Cuando el ejército se desbandó, Juan fue a dar a Andalucía, donde entró a servir como pastor en la casa de una noble sevillana. Hacia los cuarenta años de edad, acosado por los remordimientos de su vida pasada, decidió cambiar y empezó a pensar cuál sería la mejor manera de consagrarse a Dios. Compadecido de los afligidos, decidió ir al África para socorrer a los esclavos cristianos, con la esperanza de alcanzar la corona del martirio. En Gibraltar conoció a un caballero portugués que había sido desterrado a Ceuta y se dirigía allá con su esposa y sus hijos. Juan se compadeció de ellos y entró gratuitamente a su servicio. El caballero enfermó en Ceuta, y Juan tuvo que trabajar como obrero para ganar algún dinero con qué ayudar a la familia. La apostasía de uno de sus compañeros de trabajo impresionó mucho a Juan. Por otra parte, su confesor le dio a entender que buscar el martirio era una ilusión del demonio. Esto movió al santo a volver a la península.
En Gibraltar se le ocurrió que, como vendedor ambulante de imágenes y libros piadosos, podría hacer el bien a sus clientes. El negocio prosperó y en 1538, a los cuarenta y tres años de edad, Juan pudo abrir una tienda en Granada. Ahora bien, el día de San Sebastián, que era una de las grandes fiestas de la ciudad, el famoso Juan de Ávila llegó a predicar y entre la multitud que acudió a escucharle se hallaba Juan. El sermón le llegó tanto al alma, que empezó a implorar en voz alta la misericordia divina, golpeándose el pecho; echó a correr por las calles como un loco, mesándose los cabellos; las gentes le apedrearon y se burlaron de él; Juan llegó a su casa en un estado lamentable. Tras de regalar toda su mercancía, empezó a errar por las calles, absorto en sus pensamientos, hasta que las gentes le condujeron a san Juan de Avila. El santo predicador conversó con él en privado, le dio algunos consejos y le prometió su ayuda. Esto pacificó durante algún tiempo a Juan; pero pronto empezó nuevamente a conducirse en forma extravagante y hubo que encerrarle en un manicomio. Como es bien sabido, en aquella época se empleaban los más brutales métodos para curar a los enfermos mentales. Cuando llegó a oídos de san Juan de Ávila la noticia de lo sucedido, fue a ver a su penitente y le dijo que ya había practicado suficientemente esa penitencia singular y que haría bien en ocuparse en algo que redundase en mayor provecho espiritual suyo y mayor bien de sus prójimos. La exhortación calmó instantáneamente a Juan, con gran sorpresa de sus guardianes; pero permaneció en el hospital hasta el día de Santa Úrsula de 1539, cuidando a los enfermos.
Al salir del hospital, estaba decidido a hacer algo por los pobres. Así pues, empezó a vender leña en el mercado para dar de comer a los hambrientos. Poco después, alquiló una casa para albergar a los enfermos pobres, a los que servía y alimentaba con tal celo, prudencia y economía, que era la admiración de toda la ciudad. Esos fueron los primeros pasos en la fundación de la Orden de los Hermanos de San Juan de Dios, que actualmente ejercen su ministerio en toda la cristiandad. Juan pasaba el día entero cuidando a los enfermos; por la noche salía a buscar nuevos pacientes. Como las gentes empezaran a llevarle espontáneamente cuanto le hacía falta para sostener su pequeño hospital, Juan no tuvo ya que salir a pedir limosna de puerta en puerta. El arzobispo de Granada, que veía con buenos ojos la obra, la favoreció con grandes sumas de dinero. Su ejemplo animó a otros, y la modestia y paciencia del santo, así como su extraordinaria habilidad, contribuyeron mucho a hacer popular el hospital. El obispo de Tuy invitó a comer a san Juan; las respuestas de éste a sus preguntas impresionaron favorablemente al prelado, por su sabiduría y sentido común. El obispo le dio el nombre de «Juan de Dios» y le impuso una especie de hábito, aunque el santo no había pensado hasta entonces en fundar una orden religiosa. Las reglas que llevan su nombre fueron redactadas seis años después de su muerte. Los votos religiosos no fueron introducidos sino hasta 1570, es decir, veinte años después de la desaparición del fundador.
Para probar el desinterés del santo, el marqués de Tarifa se disfrazó de mendigo y fue a pedirle limosna; San Juan le dio veintiún ducados, que era todo lo que poseía. El marqués no sólo le devolvió esa suma, sino que le regaló 150 coronas de oro y, durante su estancia en Granada, envió diariamente al hospital pan, corderos y pollos. San Juan era muy generoso, no sólo por lo que se refiere al dinero, sino de todas las maneras posibles. Durante un incendio del hospital, el santo sacó en brazos a los enfermos. Aunque tuvo que meterse muchas veces entre las llamas, salió completamente ileso. Su corazón no tenía preferencias, de suerte que su caridad no se limitaba a su hospital; por el contrario, el santo se sentía obligado a socorrer a todos los afligidos. Para ello, se informaba cuidadosamente sobre todos los necesitados de la provincia; a unos les asistía en su propia casa, a otros les conseguía trabajo. Así, con singular tacto y prudencia, pudo remediar las necesidades de innumerables miembros de Cristo. Se interesaba particularmente por las jóvenes abandonadas para protegerlas de las tentaciones a las que se veían forzosamente expuestas. Pero esto no era todo: con el crucifijo en la mano, san Juan iba en busca de los más endurecidos pecadores y los exhortaba con muchas lágrimas a arrepentirse. Esta vida de perpetua actividad iba acompañada de constante oración y penitencias corporales. Los éxtasis frecuentes y el espíritu de contemplación coronaban las virtudes del santo; pero la mayor de sus cualidades era indudablemente su extraordinaria humildad en la acción, que se manifestó sobre todo en medio de los honores que le prodigaba la corte de Valladolid, cuando los negocios obligaban al santo a ir allí.
Consumido por diez años de incansable trabajo, san Juan cayó enfermo. La causa inmediata de la enfermedad fue el esfuerzo sobrehumano que hizo el siervo de Dios para salvar los muebles y objetos domésticos de los pobres y rescatar a un hombre que se estaba ahogando, durante una inundación. El santo trató de ocultar los primeros síntomas de su mal para no verse obligado a interrumpir el trabajo. Al mismo tiempo, revisó cuidadosamente el inventario de los bienes y las cuentas del hospital, así como las reglas, los horarios y las prescripciones sobre los ejercicios de devoción. Por aquella época le mandó llamar el arzobispo, pues había recibido quejas de que el santo albergaba a los vagos y a las mujeres de mal vivir. Al oír estas acusaciones, san Juan cayó de rodillas a los pies del prelado, y le dijo: «El Hijo del hombre vino a salvar a los pecadores y nosotros estamos obligados a seguir su ejemplo. Yo no soy fiel a mi vocación, pues no sigo suficientemente su ejemplo; pero confieso a Vuestra Excelencia que en el hospital no hay nadie más malo que yo, que soy indigno de comer el pan de los pobres». El santo dijo esto con tal acento de sinceridad, que el arzobispo le despidió respetuosamente, dejando el asunto a su discreción.
Cuando los síntomas de la enfermedad se agravaron, el santo no pudo ya ocultarlos por más tiempo. La noticia se propagó rápidamente. Doña Ana Osorio fue en su carruaje a visitarle; le encontró acostado en su estrecha celda, revestido con su hábito; un viejo abrigo le servía de cobertor y, en la cabecera había una cesta. La buena dama, cuyo espíritu práctico igualaba a su bondad, despachó a un mensajero a ver al arzobispo, quien inmediatamente envió a san Juan la orden de obedecer a Doña Ana como a él mismo. Valiéndose de su autoridad, la dama consiguió que abandonase el hospital. El santo nombró superior a Antonio Martín y fue a hacer una visita al Santísimo Sacramento antes de salir; la visita se prolongó hasta que Doña Ana ordenó a sus criados que cargaran en brazos al santo hasta el coche y le condujesen a su casa. Allí se encargó ella de cuidarle con gran delicadeza. San Juan se quejaba de que el Salvador en la cruz sólo había bebido hiel, en tanto que un miserable pecador como él tenía todos los manjares deseables. Los magistrados le pidieron que bendijese a la ciudad. El santo se negaba a hacerlo, diciendo que sus pecados eran el escándalo de la ciudad, pero que pediría por sus hermanos los pobres y por todos los que le habían prestado algún servicio. Finalmente, a instancias del arzobispo, bendijo a la ciudad. San Juan de Dios murió arrodillado ante el altar, el 8 de marzo de 1550, cuando tenía exactamente cincuenta y cinco años de edad. El arzobispo presidió su entierro y todo el pueblo de Granada acudió en procesión.
La canonización tuvo lugar en 1690. En 1886, el Papa León XIII le declaró patrón de todos los hospitales y enfermos, junto con san Camilo de Lelis. En 1930, el Papa Pío XI nombró también patronos a otros santos enfermeros y enfermeras. Los libreros e impresores honran también especialmente a san Juan de Dios, por los años en que ejerció dicho oficio. Las imágenes representan generalmente al santo con un fruto y una pequeña cruz; el fruto es una granada y simboliza la ciudad del mismo nombre. Se trata de una alusión a la aparición en que el Niño Jesús dijo a San Juan: «En Granada encontrarás tu cruz».
Los hechos están tomados de la biografía escrita por Francisco de Castro, rector del hospital de San Juan, en Granada, unos veinte años después de la muerte del fundador. Dicha biografía, sustancialmente fidedigna, escrita originalmente en castellano, se halla en latín en Acta Sanctoram (marzo, vol. I). En la actualidad existen numerosas adaptaciones de esa vida. Las más conocidas son las de A. de Govea (1624) y L. del Pozo (1908), en español, y las de Sagnier (1877) y R. Meyer (1897), en francés.