Juan Almond nació en Allerton, cerca de Liverpool, y estudió en la escuela de Much Woolton. Era muy joven cuando se trasladó a Irlanda. Allí permaneció hasta que ingresó en el Colegio Inglés de Reims. Terminó en Roma sus estudios con un brillante debate público, presidido por el cardenal Baronio, quien alabó al P. Almond. Este recibió las órdenes sagradas en 1598. Cuatro años más tarde, partió a la misión de Inglaterra. Durante sus diez años de apostolado, «llevó sinceramente una vida muy santa, con gran gozo de cuantos le conocieron, y se ganó bien merecida fama por su saber y santidad. Combatía el pecado y era un modelo para todos. Era de inteligencia aguda e ingeniosa, hábil y certero en sus respuestas, modesto en los debates, muy valiente y siempre estaba dispuesto a sufrir por Cristo, que había sufrido por él».
Fue arrestado en 1612. El Dr. Juan King, obispo anglicano de Londres, se encargó de interrogarle. En ese interrogatorio el santo demostró varias veces que «era de inteligencia aguda, ingenioso, hábil y certero en sus respuestas», como lo dice el panegirista que acabamos de citar. Los perseguidores quisieron que firmase una fórmula inaceptable del juramento de fidelidad. El P. Almond se negó a ello y propuso en cambio esta otra fórmula: «Yo profeso en mi alma y en mi corazón tal lealtad al rey Jaime, a quien Dios bendiga ahora y siempre, que ningún monarca cristiano podría esperarla mayor, por la ley natural ni por la ley de Dios, ni por la ley positiva de la Iglesia verdadera, ya sea la nuestra o la vuestra». Los perseguidores no aceptaron esa fórmula y le encarcelaron en Newgate.
Nueve meses más tarde, el santo fue juzgado por el delito de alta traición de ser sacerdote ordenado y ejercer su ministerio en Inglaterra. Los jueces le condenaron a muerte. El 5 de diciembre de 1612 fue conducido a Tybum en una carreta. Después de arengar a la multitud, respondió públicamente a las objeciones de un ministro protestante. En seguida arrojó a la multitud cuanto tenía en la bolsa, es decir, tres o cuatro libras de plata, quejándose de que el carcelero de Newgate le hubiese dejado tan poco. Después dijo: «Una hora sigue a la otra, y la muerte acaba por llegar. Pero la muerte no es morir; es la puerta por la que entramos en la felicidad de la vida eterna. La vida es muerte para los que no se preparan a pasar por la muerte, pues las penas, las desgracias y los infortunios los turban constantemente. Para nosotros esta vida es el camino que conduce a la vida eterna a través de la muerte». El santo pidió que alguno de los presentes le prestara su pañuelo para cubrirse los ojos, y murió con el nombre de Jesús en los labios.
Hay un buen relato en Memoires of Misionary Priests, pp. 329-338. Véase también Pollen, Acts of English Martyrs (1891), pp. 170-194; y Bede Camm, Forgotten Shrines (1910), pp. 164, 357, 378.