Ignacio, segundo de nueve hermanos, bautizado con el nombre de Francisco, nació en Laconi, en Cerdeña, el 17 de noviembre de 1701, hijo de Matías Peis Cadello y Ana María Sanna Casu, pobres de bienes, pero ricos de fe. Desde niño se distinguió por su bondad y devoción; siendo aún adolescente practicaba continuas mortificaciones y severos ayunos.
A los 18 años enfermó gravemente e hizo voto de entrar entre los Capuchinos si se curaba. Más tarde escapó a otro peligro mortal y por esto mantuvo su voto. El 3 de noviembre de 1721 se fue a Cagliari, se presentó al convento de los capuchinos de Buoncammino, donde, rechazado en un principio por su débil constitución, finalmente fue recibido. El 10 de noviembre de 1721 tomó el hábito religioso de los Hermanos Menores Capuchinos en el convento de San Benito. Al final del año de noviciado fue transferido al convento de Iglesias, donde tuvo el encargo de despensero y al mismo tiempo se le encargó el pedir la limosna en los campos de Sulcis. Después de haber transcurrido 15 años en diversos conventos, fue enviado de nuevo a Cagliari, al convento de Buoncammino, destinado primero al telar donde se confeccionaba el paño para los religiosos, luego limosnero en la ciudad desde 1741, oficio de gran importancia y responsabilidad.
Cagliari fue durante 40 años el campo de su maravilloso apostolado desarrollado con infinito amor, entre los pobres y los pescadores. Era venerado por todos por el esplendor de sus virtudes y por los muchos milagros por él realizados hasta el punto de llegar a ser llamado «el padre santo». Un testimonio de la época, en manera alguna sospechoso, de la gran veneración de que era universalmente rodeado el humilde capuchino, nos es proporcionado por el pastor protestante José Fues, que en aquel tiempo vivía en Cagliari. En una carta a un amigo suyo en Alemania se expresaba así: «Vemos todos los días dar vueltas por la ciudad pidiendo limosna un santo viviente, el cual es un hermano laico capuchino que se ha ganado con sus milagros la veneración de sus compatriotas». Se había convertido en una figura típica, casi insustituible de la ciudad sarda que precisamente entonces había pasado al dominio de la casa de Saboya. Pedía en los barrios populares, a lo largo del puerto, en las tabernas y en las cantinas. Pedía, por una parte una ofrenda para ayudar a los necesitados, y daba por otra un ejemplo, una buena palabra, un consejo, una exhortación a las virtudes.
Conocido por todos, respetado y amado por todos, veía las generaciones sucederse a su alrededor, los niños se hacían hombres, los hombres se hacían viejos. Solamente él no cambiaba, siempre en los mismos lugares, siempre en su misma vivienda, siempre con la misma humildad y caridad, simplicidad y bondad. Habiendo quedado ciego en 1779, pasó los últimos años de su vida en profunda oración hasta el día de su gloriosa muerte, que tuvo lugar en Cagliari el 11 de mayo de 1781. Tenía 80 años. Su cuerpo se conserva en la iglesia de Buoncammino de Cagliari, y es muy venerado en toda Cerdeña. Fue canonizado por SS. Pío XII el 21 de octubre de 1951.