En el suburbio de Calcedonia llamado La Encina que dio su nombre al infame seudo-sínodo que condenó a san Juan Crisóstomo, cierto funcionario consular cuyo nombre era Rufino, construyó una iglesia dedicada a San Pedro y San Pablo, junto con un monasterio adyacente. La comunidad que vivió ahí y atendió la iglesia, tuvo su época de prosperidad, pero a la muerte del fundador los monjes se dispersaron, el convento y la iglesia quedaron abandonados y muy pronto adquirieron la reputación de que albergaban fantasmas y ánimas en pena. Como nadie se atrevía a penetrar ahí, los edificios quedaron abandonados durante años, hasta que un santo asceta llamado Hipacio, y sus dos compañeros, Timoteo y Mosquion, se decidieron a ocuparlos, luego de haber recorrido la Bitinia en busca de un sitio a donde retirarse. Llevaban poco tiempo de habitar entre las ruinas, cuando comenzaron a llegar los discípulos y muy pronto se reunió una gran comunidad que reparó los daños del tiempo en la iglesia y el monasterio. Hipacio gobernó el convento durante muchos años y, después de su muerte, el lugar tomó su nombre.
La vida de san Hipacio ha llegado hasta nosotros en la forma de una biografía escrita por Callinico, uno de los monjes que, en su deseo por glorificar al abad, con frecuencia da rienda suelta a su imaginación o a su credulidad. De acuerdo con el biógrafo, san Hipacio nació en Frigia y fue educado por su padre, un hombre culto y estudioso que tenía la ambición de que su hijo siguiese sus pasos. Sin embargo, Hipacio se inclinó siempre hacia la vida religiosa. A la edad de dieciocho años, tras una despiadada paliza que le propinó su padre, escapó de la casa y, a impulsos de una admonición sobrenatural, se dirigió hacia la Tracia. Ahí trabajó como pastor durante un tiempo bastante largo. Un sacerdote que le oyó cantar, se interesó por él y le enseñó el Salterio y los cánticos. Tal vez por consejo de aquel sacerdote, Hipacio se unió a un solitario, un antiguo soldado llamado Jonás, con quien vivió entregado a la oración y una penitencia tan rigurosa, que, según cuenta la leyenda, ambos se abstenían de comer o de beber, a veces, durante cuarenta días consecutivos. Por fin, un día, el padre de Hipacio descubrió el escondite de su hijo y hubo una patética reconciliación. Posteriormente, Hipacio y Jonás se trasladaron a Constantinopla, donde éste último se quedó a vivir. Hipacio cruzó los estrechos para ir al Asia Menor otra vez e, instalado en las ruinas del monasterio de Rufino, emprendió una misión para revivir la práctica de la religión. Cuando llegó a gobernar a una gran comunidad de monjes, se constituyó en un paladín de la ortodoxia. Aun antes de que los errores de Nestorio fuesen condenados por la Iglesia, el abad hizo que se borrara el nombre del jerarca de los libros oficiales de su iglesia, a pesar de las protestas del obispo Eulalio de Calcedonia. Cuando san Alejandro Akimetes y sus monjes huyeron de Constantinopla a Bitinia, fue Hipacio quien les dio hospitalidad generosa en su monasterio. Asimismo, cuando estaban a punto de realizarse los proyectos para reanudar los Juegos Olímpicos en Calcedonia sin ninguna oposición por parte del obispo Eulalio, la vehemencia con que Hipacio declaró que él y sus monjes perderían la vida antes que permitir el restablecimiento de semejantes prácticas paganas, acabó por deshacer los planes.
Debemos decir que los comentaristas y los críticos ponen en tela de juicio la autenticidad histórica de estos relatos. Incluso se duda de la existencia de Eulalio, puesto que no se ha podido encontrar ningún registro sobre ese obispo de Calcedonia; su nombre no aparece entre los signatarios del Concilio de Efeso, en 431, ni en los del «Concilio del Latrocinium», en 449. Aunque por otra parte es cierto que, en el año 451, hubo un Eleuterio, obispo de Calcedonia, que podría ser el nombrado aquí. San Hipacio, apodado «el estudioso de Cristo», se hizo famoso por sus supuestos milagros y profecías. Al parecer, murió a mediados del siglo quinto, a la edad de ochenta años.
La extensa biografía escrita por Callinico, en griego, se imprimió en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, pero desgraciadamente, el texto se encuentra incompleto. Los discípulos de H. Usener hicieron una edición crítica (1895) de otro manuscrito completo.