San Hilarión nació en una aldea llamada Tabatha, al sur de Gaza. Sus padres eran idóaltras. El joven hizo sus estudios en Alejandría, donde conoció la fe católica y recibió el bautismo hacia los quince años de edad. Habiendo oído hablar de san Antonio, fue a visitarle en el desierto, donde permaneció dos meses observando el modo de vida del santo ermitaño. Al cabo, disgustado por la cantidad de peregrinos que acudían a la celda de san Antonio a pedirle que curase a sus enfermos y liberase a sus posesos, volvió a su patria a servir a Dios en la soledad total. Como sus padres murieron durante su ausencia, san Hilarión dio una parte de sus bienes a sus hermanos y el resto a los pobres, sin reservar nada para sí mismo (pues tenía presente el ejemplo de Ananías y Safira, Hech 5, según dice san Jerónimo). Después, se retiró a diez kilómetros de Majuma, en dirección a Egipto, y se estableció en las dunas, entre la orilla del mar y un pantano. Era un joven muy delicado a quien afectaban los menores excesos de frío y de calor. A pesar de ello, vestía simplemente una camisa de pelo, una túnica de cuero que san Antonio le había regalado y un corto manto de tela ordinaria. No cambió de túnica sino hasta que la que llevaba empezó a caerse en pedazos, y jamás lavó su camisa, puesto que opinaba: «Es una ociosidad lavar una camisa de pelo». Alban Butler comenta que «el respeto que debemos a nuestros prójimos está reñido con la práctica de esas mortificaciones en el mundo».
Durante muchos años, Hilarión no comió más que quince higos por día y nunca antes de la caída del sol. Cuando se sentía tentado por la lujuria, solía decir a su cuerpo: «¡Voy a impedir que des coces, asno infame!» y reducía su ración a la mitad. Como los monjes de Egipto, trabajaba en el tejido de cestos y en la labranza, con lo cual ganaba lo necesario para vivir. En los primeros años, habitaba en una covacha de ramas que él mismo había entretejido. Más tarde, se construyó una celda, que existía todavía en tiempo de san Jerónimo: tenía un poco más de un metro de ancho, un metro y medio de alto y apenas era un poco más larga que su cuerpo, de suerte que más parecía una tumba que una habitación. Al comprobar que los higos eran un alimento insuficiente, san Hilarión se decidió a comer algunas verduras y un poco de pan y aceite. Sin embargo, no disminuyó sus austeridades ni con la edad. Dios permitió que su siervo sufriese dolorosas pruebas. En ciertos períodos, vivía el santo en una terrible oscuridad de espíritu, con gran sequedad y angustia interior; pero cuanto más sordo parecía el cielo a sus súplicas, tanto más se aferraba Hilarión a la oración. San Jerónimo hace notar que, aunque el santo ermitaño vivió tantos años en Palestina, sólo una vez fue a visitar los Santos Lugares y no permaneció más que un día en Jerusalén. Fue a la Ciudad Santa para no dar la impresión de que despreciaba lo que la Iglesia honraba; pero no lo hizo más que una vez, porque estaba persuadido de que en todas partes se podía adorar a Dios en espíritu y en verdad.
Veinte años después de su llegada al desierto, san Hilarión obró el primer milagro: cierta mujer casada, de la ciudad de Eleuterópolis (Bait Jibrín, en las cercanías de Hebrón), consiguió que el santo le prometiese orar para que Dios la librase de la esterilidad; menos de un año después, la mujer tuvo un hijo. Entre otros milagros, se cuenta que san Hilarión ayudó a un domador de caballos de Majuma, llamado itálico, a ganar una carrera al emir de Gaza. Itálico, creyendo que su adversario se valía de sortilegios para impedir que sus caballos ganasen, acudió a san Hilarión en demanda de auxilio. El santo le bendijo y le aconsejó que rociase de agua bendita las ruedas de sus carros. Los caballos de Itálico dejaron muy atrás a los de su adversario y el pueblo proclamó que Cristo había vencido al dios del emir. Siguiendo el ejemplo de san Hilarión, otros ermitaños empezaron a establecerse en Palestina. El santo solía ir a visitarlos poco antes de la época de la cosecha. En una de esas visitas, vio a los paganos de Elusa (al sur de Barsaba) reunidos para adorar a sus ídolos y oró a Dios con muchas lágrimas por ellos. Como Hilarión había curado a muchos de los paganos que ahí estaban, se acercaron a pedirle su bendición. El santo los acogió con gran bondad y los exhortó a adorar al verdadero Dios en vez de sus ídolos de piedra. Sus palabras produjeron tal efecto, que los paganos no le dejaron partir sino hasta que proyectó la construcción de una iglesia. El propio sacerdote de los paganos, que estaba revestido para oficiar, se hizo catecúmeno.
El año 356, tuvo una revelación sobre la muerte de san Antonio. Para entonces san Hilarión tenía ya unos sesenta y cinco años y estaba muy afligido por la cantidad de personas, particularmente de mujeres, que acudían a pedirle consejo. Por otra parte, el cuidado de sus discípulos le dejaba apenas reposo, de suerte que solía decir: «Es como si hubiese vuelto al mundo y hubiese recibido mi premio en él. Toda Palestina tiene los ojos fijos en mí. Como si eso no bastase, poseo además una finca y algunos bienes, so pretexto de que mis discípulos tienen necesidad de ellos». Así pues, san Hilarión decidió partir de Palestina. Todo el pueblo se reunió para impedírselo. El santo dijo a la multitud que no comería ni bebería hasta que le dejasen partir y así lo hizo durante siete días. Entonces le dejaron libre y escogió a algunos monjes capaces de caminar sin probar bocado hasta el atardecer y cruzó con ellos Egipto hasta llegar a la montaña de san Antonio, cerca del Mar Rojo. Allí encontraron a dos discípulos del gran eremita, y san Hilarión recorrió con ellos el sitio palmo a palmo. Los discípulos de san Antonio le decían: «Allí solía cantar. Allí solía orar. Ése era el lugar en que trabajaba y aquél el sitio a donde se retiraba a descansar. Él plantó esas viñas y estos arbustos. Él labró personalmente aquella parcela. Él excavó este estanque para regar su huerto. Ése es el azadón que usó durante muchos años». En la cumbre de la montaña, a la que se subía por una vereda abrupta y serpenteante, visitaron las dos celdas a las que solía retirarse para huir del pueblo y de sus propios discípulos; allí mismo se hallaba el huerto que por el poder del santo habían respetado los caballos salvajes. San Hilarión pidió entonces a los discípulos de san Antonio que le mostrasen el sitio en que estaba sepultado, pero no sabemos con certeza si se lo mostraron o no, pues san Antonio les había ordenado que no indicasen a nadie dónde estaba su sepultura para evitar que un personaje muy rico de los alrededores se llevase sus restos y construyese una iglesia para ellos.
San Hilarión volvió a Afroditópolis (Atfiah), donde se retiró a un desierto de los alrededores y se consagró con más fervor que nunca a la abstinencia y el silencio. Desde hacía tres años, es decir, desde la muerte de san Antonio, no había llovido en la región. El pueblo acudió a implorar las oraciones de san Hilarión, a quien consideraba como el sucesor de san Antonio. El santo levantó los ojos y las manos al cielo, e inmediatamente se desató una lluvia copiosa. Muchos labradores y pastores se curaron de las mordeduras de las serpientes al ungirse con el aceite bendecido por san Hilarión. Éste, viendo que su popularidad comenzaba nuevamente a crecer, pasó un año entero en un oasis al occidente del desierto; finalmente, como no lograse vivir oculto en Egipto, decidió partir con un compañero a Sicilia. Desembarcaron en Pessaro y se establecieron en un sitio poco frecuentado, a treinta kilómetros del mar. San Hilarión recogía diariamente una carga de leña y su compañero, Zananas, la vendía en la aldea más próxima, y con el dinero compraba un poco de pan. San Hesiquio, discípulo de san Hilarión, buscó a su maestro por el Oriente y por Grecia. En Modón del Peloponeso un comerciante judío le dijo que había llegado a Sicilia un profeta que obraba muchos milagros. San Hesiquio se dirigió entonces a Pessaro. Todo el mundo conocía ahí al profeta, quien era famoso no sólo por sus milagros sino también por su desinterés, ya que jamás aceptaba ningún regalo.
San Hilarión dijo a san Hesiquio que quería retirarse a un sitio en el que las gentes no entendiesen su lengua y éste le condujo entonces a Epidauro, en la Dalmacia (Ragusa). Pero los milagros que obraba san Hilarión no le permitieron vivir ignorado. San Jerónimo refiere que había allí una serpiente enorme, que devoraba a los hombres y al ganado. San Hilarión ordenó a la serpiente que subiese sobre un montón de leña a la que prendió fuego. San Jerónimo cuenta también que a consecuencia de un terremoto, el mar amenazaba con tragarse la tierra. Entonces los habitantes, muy alarmados, condujeron a san Hilarión a la playa, como si con su sola presencia quisiesen levantar una muralla contra los embates del mar. El santo trazó tres cruces sobre la arena y tendió los brazos hacia las olas enfurecidas que inmediatamente se detuvieron de golpe y se atropellaron hasta formar una montaña de agua para retirarse después mar adentro. San Hilarión sufría mucho al ver que, aunque no entendía la lengua de los habitantes, sus milagros hablaban por él. Sin saber dónde ocultarse de las miradas del mundo, huyó una noche a Chipre, en una pequeña nave, y se estableció a tres kilómetros de Pafos. Como los habitantes le identificasen al poco tiempo, el santo se retiró veinte kilómetros tierra adentro, a un sitio casi inaccesible y muy agradable donde, por fin, pudo vivir en paz. Allí murió algunos años más tarde, a los ochenta años de edad. Uno de los que le visitaron en su última enfermedad fue el obispo de Salamis, san Epifanio, quien más tarde narró por escrito su vida a san Jerónimo. San Hilarión fue sepultado en las cercanías de Pafos, pero san Hesiquio se apoderó secretamente de los restos de su maestro y los trasladó a su ciudad natal de Majuma.
La biografía escrita por san Jerónimo es nuestra principal fuente; probablemente san Jerónimo se basó en los informes de san Epifanio, quien había conocido personalmente a san Hilarión. También el historiador Sozomeno nos da algunos datos nuevos. Las informaciones de las diferentes fuentes han sido cuidadosamente reunidas en Acta Sanctorum, oct., vol. IX. Véase sobre todo Ziickler, Hilarion von Gaza, en Neue Jahrbücher für deutsche Theologie, vol. III (1894), pg. 146-178; Delehaye, Saints de Chypre, en Analecta Bollandiana, vol. XXVI (1907) pp. 241-242; Schiwietz, Das Morgen-Döndische Manchtum, vol. II, pp. 95-126; y H. Leclercq, Cénobitisme, en Dictionnaire d'Archéologie chrétienne et de Liturgie, vol. II, cc. 3157-3158.