El fundador de la congregación religiosa conocida con el nombre de Ermitaños de Monte Vergine, nació en Vercelli, en 1085, de una familia piamontesa. Tras la muerte de sus padres, a los que perdió cuando era un niño, vivió con algunos familiares hasta la edad de catorce años, cuando abandonó su casa y, como un pobre peregrino, caminó hasta Santiago de Compostela, en España. No satisfecho con las penalidades que significaba una caminata tan larga, se cinchó con dos aros de hierro la cintura, como penitencia. No se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo permaneció Guillermo en España y no volvemos a saber de él hasta el año de 1106, cuando se encontraba en Melfi, en la Basilicata italiana, de donde pasó a Monte Solicoli, en cuyas estribaciones pasó dos años entregado a la vida de penitencia y oración junto con otro ermitaño. A este período pertenece el primero de los milagros realizados por el santo: devolver la vista a un ciego. Aquella curación le dio gran fama y, para evitar que las gentes le aclamaran como a un santo milagroso, partió de la comarca para refugiarse junto a san Juan de Matera. Como los dos perseguían los mismos fines con igual espíritu, llegaron a ser íntimos amigos. Guillermo tenía la intención de emprender una peregrinación a Jerusalén y no se dejó convencer por Juan, quien insistía en que se quedase porque Dios le tenía destinada una tarea en aquel lugar. Un día partió, pero no se había alejado mucho, cuando unos asaltantes le atacaron. Guillermo tomó aquello como un signo de que Juan estaba en lo cierto, renunció a su peregrinación y volvió al lado del santo.
No tardó en retirarse a una alta colina situada entre Nola y Benevento, que por entonces se llamaba Monte Virgiliano (en honor del gran poeta, que se había detenido en aquel sitio). Al principio, Guillermo trató de vivir ahí como ermitaño, pero no tardaron en llegar algunos hombres, sacerdotes y laicos, a solicitar que los tomase como discípulos. Guillermo los aceptó, formó con ellos una comunidad, y entre todos levantaron en el lugar una iglesia consagrada a Nuestra Señora, que quedó terminada en 1124. Desde entonces y hasta nuestros días, la montaña cambió de nombre para llamarse Monte Vergine. La regla instituida por el santo fue muy severa: en las comidas no se permitía el vino, la carne, la leche y sus productos y, durante tres días a la semana, no había otro alimento que verduras y pan seco. Pasado el primer entusiasmo, surgieron las murmuraciones, se puso de manifiesto el descontento y hubo una solicitud general para la modificación de la regla. Guillermo no tenía deseos de contrariar a sus monjes, aunque para sí mismo no buscase ningún alivio. Por lo tanto, eligió a un prior para que gobernara la comunidad y, con cinco fieles compañeros, partió del monasterio en busca de su amigo San Juan de Matera, con quien hizo una segunda fundación en Monte Laceno, en la Apulia. Sin embargo, la aridez del terreno, la situación del albergue, expuesto a los cuatro vientos, y la gran altura de la montaña, hicieron miserable la existencia para todos, y aun los mejor dispuestos a soportar las penurias, tuvieron dificultades en resistir los vientos helados del invierno. San Juan había insistido para que se trasladasen a otra parte en diversas ocasiones, cuando un incendio destruyó las pobres chozas de madera y paja en que habitaban y todos debieron refugiarse en el valle. Ahí, los dos santos se separaron: Guillermo partió hacia Monte Cognato, en la Basilicata, para fundar otro monasterio, mientras Juan, con la misma intención, se dirigió hacia el este, hasta el Monte Gargano, en Pulsano.
Cuando su comunidad estuvo bien establecida, san Guillermo le impuso la misma regla rigurosa que en Monte Vergine, nombró a un prior y la dejó a que se desarrollara por sí misma. En Conza, en la Apulia, fundó un monasterio para hombres y en Guglietto, cerca de Nusco, estableció dos comunidades, una para hombres y la otra para mujeres. Poco después, el rey Rogelio II de Nápoles lo llamó a Salerno para que fuese su consejero y su auxiliar. La benéfica influencia que ejerció san Guillermo sobre el monarca causó el resentimiento de algunos cortesanos, quienes no desperdiciaron oportunidad de desacreditarlo y hacerle aparecer como un hipócrita gazmoño. A sabiendas del rey, los cortesanos tendieron una trampa al santo y, con cualquier pretexto válido, le enviaron a una mujer de mala vida, con instrucciones para que le hiciese caer en pecado. Guillermo recibió a su visitante en una habitación con chimenea al fondo, donde ardía un gran fuego. Tan pronto como la mujer empezó a ejercer sus artes de seducción, el santo se encaminó hacia la chimenea, apartó las brasas con sus dos manos de manera que formó una angosta brecha en la hoguera; en aquel espacio se tendió e invitó a la tentadora para que se echara junto a él. Al verlo entro las llamas, la mujer comenzó a proferir gritos de horror; pero instantes después quedó muda de asombro, porque Guillermo se alzó de entre las brasas y salió de la chimenea completamente ileso. Aquel milagro hizo que la mujer se arrepintiera: renegó de su pasada vida de pecado y no tardó en tomar el velo en el convento de Venosa. El rey Rogelio, por su parte, dispensó su absoluta protección al santo, ayudó generosamente a sus monasterios y él mismo hizo fundaciones nuevas que entregó a san Guillermo para que las gobernase.
El santo finalmente murió en Guglietto, el 25 de junio de 1142. No dejó ninguna constitución escrita, pero el tercer abad general de sus comunidades, Roberto, redactó un código de reglamentos y puso a la orden bajo la regla de los benedictinos. El único, de entre los muchos monasterios que fundó san Guillermo, que existe todavía es el de Monte Vergine. En la actualidad, pertenece a la comunidad benedictina de Subiaco y, en su iglesia conserva una pintura de Nuestra Señora de Constantinopla que es muy venerada.
Hay una biografía, no desprovista de varias observaciones personales, que parece haber sido escrita por un discípulo del santo, llamado Juan de Nusco. Tomándola de un manuscrito que desapareció hace mucho, fue impresa en Acta Sanctorum, junio, vol. VII. Un texto mejor y más completo que llena algunas lagunas dejadas por el más antiguo, fue descubierto en Nápoles a principios del siglo XX y fue editado por Dom C. Mercuro en la Revista Storica Benedictina, vol. I (1906), vol. II (1907) y vol. III (1908), en varios artículos que incluyen un comentario histórico junto con el propio documento. También cf. al P. Lugano, Vitalia Benedictina (1929), pp. 379-439; y E. Capobianco, Sant'Amato da Nusco (1936).