Las provincias romanas del Africa fueron durante mucho tiempo una de las regiones más ricas y más importantes del Imperio. Pero cuando los emperadores descuidaron el resto del Imperio para defender Italia, Genserico, el rey de los vándalos, se apoderó en poco tiempo de las fértiles provincias africanas (428). Los vándalos, que eran cristianos contaminados por la herejía arriana, devastaron el norte de Africa, saquearon las iglesias y monasterios, quemaron vivos a dos obispos y torturaron a varios más para que les entregasen los tesoros de sus iglesias, arrasaron los edificios públicos de Cartago y desterraron al obispo de la ciudad, san Quodvultdeus, junto con muchos otros. Excluyendo el breve gobierno de san Deogracias, la sede episcopal de Cartago había estado vacante durante medio siglo. El año 481, Hunerico, el sucesor de Genserico, permitió a los católicos elegir un obispo para Cartago, bajo ciertas condiciones. La elección del pueblo recayó sobre Eugenio, un ciudadano de Cartago que se distinguía por su saber, celo, piedad y prudencia. Eugenio se hizo querer tanto por su grey, que todos los cristianos hubiesen dado con gusto la vida por él. Una de sus virtudes más notable era su caridad hacia los pobres, sobre todo si se tiene en cuenta la estrechez en la que él mismo vivía; pero el santo se las arreglaba siempre para encontrar bienhechores para los pobres y él mismo se privaba de todo lo superfluo para dárselo. Cuando alguien le indicaba que debía guardar algo para sí, Eugenio respondía: «Puesto que un Obispo debe dar la vida por sus ovejas, sería imperdonable que me preocupase yo demasiado por las necesidades pasajeras de mi cuerpo».
El santo tenía tal influencia sobre el pueblo, que el rey empezó a alarmarse y le prohibió predicar en público y ocupar la cátedra episcopal. También le dio la orden de no admitir a ningún vándalo en las iglesias de su diócesis. Eugenio replicó que la ley de Dios le impedía cerrar las puertas de las iglesias a quienes deseaban entrar en ellas. Entonces Hunerico apostó un cuerpo de guardia ante las iglesias católicas y, en cuanto se acercaba un hombre o una mujer del pueblo vándalo, a los que se reconocía fácilmente por sus vestimentas y sus largas cabelleras, los guardias se apoderaban del intruso, le metían los dientes de una horquilla de madera en los cabellos, los retorcían y, mediante un violento estirón, les arrancaban el pelo y la piel del cráneo. Hubo ocasiones en que el estirón desgarró la piel de la frente y de los párpados, de modo que algunos de los vándalos perdieron los ojos y otros murieron como consecuencia del brutal castigo. Los guardias solían organizar trágicas procesiones por las calles de la ciudad, con las mujeres cuyas cabelleras habían sido arrancadas de la manera descrita, a fin de que el terrible espectáculo sirviese de escarmiento a los demás. Así fue como se inició una violenta persecución en la que no sólo sufrieron los vándalos, sino los cristianos en general.
Al principio los perseguidores dejaron en paz a san Eugenio. Poco después, Hunerico le convocó, lo mismo que a los otros obispo católicos, a una reunión con los obispos arrianos de Cartago. San Eugenio respondió que la reunión le parecía arbitraria, puesto que los arrianos iban a actuar como jueces, y pidió que, si se trataba de una causa común, se invitara también a los representantes de otras Iglesias «especialmente a los de la Iglesia de Roma, que es la cabeza de todas». El santo añadió: «Yo mismo escribiré a todos mis hermanos en el episcopado para mostraros cuál es la fe común de la Iglesia». Se cuenta que, por la misma época, un hombre llamado Félix, que había estado ciego durante mucho tiempo, pidió a san Eugenio que orase para que recobrara la vista, pues en una visión se le había ordenado que acudiese al obispo. Eugenio se mostró renuente, pero al fin, después de haber bendecido la fuente bautismal, la víspera de la Epifanía, dijo al ciego: «Ya te he repetido que soy un pecador y el más miserable de los hombres; sin embargo, ruego a Dios que muestre su misericordia al devolverte la vista por la fe que tienes en Él». Acto seguido trazó la señal de la cruz sobre los ojos del ciego, y éste quedó sano. Hunerico mandó llamar a Félix e hizo una investigación sobre las circunstancias del milagro. Como era imposible negar los hechos, los obispos arrianos dijeron al rey que san Eugenio había empleado las artes mágicas.
El año 484 se reunió finalmente la comisión encargada de discutir las diferencias entre los católicos y los arrianos. La reunión resultó una verdadera farsa y Hunerico aprovechó la oportunidad de la presencia en Cartago de los obispos católicos para apoderarse de ellos y enviarlos a trabajos forzados. San Eugenio, que había alentado a sus hermanos a sufrir por la fe, fue también desterrado y ni siquiera se le permitió despedirse de sus amigos. Sin embargo, se las arregló para escribir una carta a su grey desde el exilio. San Gregorio de Tours nos ha conservado el texto de dicho documento, que dice: «Con lágrimas en los ojos, os ruego e imploro, por el temor del día del juicio y de la luz deslumbrante que acompañará la venida de Cristo, que permanezcáis firmes en la fe. Permaneced fieles a la gracia del bautismo y de la unción del crisma. No permitáis que los que han renacido por el agua vuelvan a recibir el agua». Esta última frase hace alusión al hecho de que los arrianos de África, como los donatistas, volvían a bautizar a los cristianos que se convertían al arrianismo. Más adelante agrega que, si permanecen constantes en la fe, la distancia y la muerte no podrán separarles de él; que él es inocente de la sangre que va a derramarse y que su carta será leída ante el tribunal de Cristo para condenación de los apóstatas. Y añade: «Si vuelvo a Cartago, os veré de nuevo en esta vida; si no regreso, nos encontraremos en la vida venidera. Pedid por mí y ayunad, porque el ayuno y la limosna provocan infaliblemente la misericordia de Dios. Pero sobre todo, no olvidéis que no hemos de temer a aquéllos que sólo pueden matar el cuerpo».
San Eugenio fue trasladado a la provincia de Trípoli, donde se le confió al cuidado de Antonio, un obispo arriano que le trató brutalmente. Durante aquella persecución, los apóstatas se distinguieron por la crueldad con que trataron a los fieles. Citaremos como ejemplo el caso del apóstata Elpidóforo, que fue nombrado juez de Cartago. Cuando san Murita, el diácono que había servido de acólito en el bautismo de Elpidóforo compareció ante él, llevó consigo la túnica blanca del neófito con que había cubierto al apóstata al salir de la fuente bautismal. Mostrando la túnica a toda la asamblea, san Murita dijo: «Esta túnica servirá de testimonio contra ti cuando el Juez de vivos y muertos venga a juzgarnos en el último día. Por esta túnica serás condenado».
El rey Hunerico murió el año 484. Su sobrino Gontamundo, que le sucedió en el trono, llamó a san Eugenio del destierro el año 488. Algunos años después, se abrieron de nuevo al culto las iglesias católicas y se permitió al clero volver a ejercer sus funciones. Pero Trasimundo, el sucesor de Gontamundo, volvió a perseguir a la Iglesia y condenó a muerte a san Eugenio; después le conmutó la pena de muerte por la del destierro en Languedoc, donde reinaba el visigodo Alarico, que era también arriano. San Eugenio murió en el destierro, en los primeros años del siglo VI, en un monasterio de las cercanías de Albi, en Francia.
La principal autoridad sobre San Eugenio es Víctor de Vita en su Historiae persecutionis vandalicae. La mejor edición de dicha obra es la de Petschenig en Corpus ss. eccles. lat. vol. VII. En Acta Sanctorum, julio, vol. IV, se citan los principales pasajes y algunos párrafos de san Gregorio de Tours, etc. Ver también S. Mesnage, L'Afrique chrétienne (1912); Ludwig Schmidt, Geschichte der Vandalen (1901); Duchesne, Histoire Ancienne de l'Eglise, vol. III.