San Efrén que, durante su vida, alcanzó gran fama como maestro, orador, poeta, comentarista y defensor de la fe, es el único de los Padres sirios a quien se honra como Doctor de la Iglesia Universal, desde 1920. En Siria, tanto los católicos como los separados de la Iglesia lo llaman «Arpa del Espíritu Santo» y todos han enriquecido sus liturgias respectivas con sus homilías y sus himnos. A pesar de que no era un hombre de mucho estudio (según otro Doctor de la Iglesia, san Roberto Bellarmino, nuestro santo era «más piadoso que sabio»), estaba empapado en las Sagradas Escrituras y parecía tener un conocimiento intrínseco de los misterios de Dios. San Basilio le describe como «un interlocutor que conoce todo lo que es verdad»; San Jeronónimo, al recopilar los nombres de los grandes escritores cristianos, le menciona con estos términos: «Efrén, diácono de la iglesia de Edessa, escribió muchas obras en sirio y llegó a tener tanta fama, que en algunas iglesias se leen en público sus escritos, después de las Sagradas Escrituras. Yo leí en la lengua griega un libro suyo sobre el Espíritu Santo; a pesar de que sólo era una traducción, reconocí en la obra el genio sublime del hombre». Sin embargo, para mucha gente, el mayor interés en san Efrén radica en el hecho de que a él le debemos, en gran parte, la introducción de los cánticos sagrados en los oficios y servicios públicos de la Iglesia, como una importante característica del culto y un medio de instrucción. Rápidamente, la música sacra se extendió desde Edessa por todo el Oriente y, poco a poco, conquistó a Occidente. «A los himnos que le dieron fama -dice un escritor anglicano- debe el ritual sirio en todas sus formas, su vigor y su riqueza; a ellos se debe también, en gran parte, el lugar de privilegio que la himnología ocupa ahora en las iglesias de todas partes» (Dr. John Gwynn, en el vol. XIII de «Nicene and Post-Nicene Fathers»).
Efrén nació alrededor del año 306, en la población de Nísibis, de Mesopotamia, región ésta que todavía se encontraba bajo el dominio de Roma. Por estas palabras que se atribuyen a Efrén, sabemos que sus padres eran cristianos: «Nací en los caminos de la verdad y, a pesar de que mi mente de niño no comprendía su grandeza, la conocí cuando llegaron las pruebas». En otra parte de ese mismo escrito que puede o no ser auténticamente suyo, nos dice: «Desde temprana edad, mis padres me mostraron a Cristo; ellos, los que me concibieron según la carne, me educaron en el temor de Dios... Mis padres fueron confesores ante el juez: ¡Sí! ¡Yo soy descendiente de la raza de los mártires!» A pesar de todo esto, se tiene generalmente por cierto que el padre y la madre de Efrén eran paganos y que hasta expulsaron al hijo pequeño de la casa, cuando éste, en su niñez, abrazó al cristianismo. A la edad de dieciocho años recibió el bautismo y, desde entonces, permaneció junto al famoso obispo de Nisibis, san Jacobo, con quien, se afirma, asistió al Concilio de Nicea, en 325. Tras la muerte de san Jacobo, el joven Efrén mantuvo estrechas relaciones con los tres jerarcas que le sucedieron. Probablemente era maestro o director de la escuela episcopal. Efrén se hallaba en Nisibis las tres veces en que los persas pusieron sitio a la ciudad, puesto que en algunos de los himnos que escribió ahí, hay descripciones sobre los peligros de la población, las defensas de la ciudad y la derrota final del enemigo en el año 350. Si bien los persas no pudieron tomar a Nisibis por los ataques directos, consiguieron entrar sin lucha a la ciudad trece años después, cuando Nisibis se les entregó como parte del precio de la paz que pagó el emperador Joviano, después de la derrota y la muerte de Juliano. La entrada de los persas hizo huir a los cristianos, y Efrén se refugió en una caverna abierta entre las rocas de un alto acantilado que dominaba la ciudad de Edessa. Ahí vivió con absoluta austeridad, sin más alimento que un poco de pan de centeno y algunas legumbres; y fue en aquella soledad inviolable donde escribió la mayor parte de sus obras espirituales.
Su aspecto era, por cierto, el de un asceta, según dicen las crónicas: de corta estatura, medio calvo y lampiño, tenía la piel apergaminada, dura, seca y morena como el barro cocido; vestía con andrajos remendados, y todos los parches habían llegado a ser del mismo color de tierra; lloraba mucho y jamás reía. Sin embargo, un incidente que relatan todos sus biógrafos, nos demuestra que a pesar de su seriedad, sabía apreciar una agudeza, aun cuando le afectara a él. La primera vez que bajó de la cueva para entrar en Edessa, una mujer que lavaba ropa junto al río, levantó la cabeza y se le quedó mirando con una fijeza irritante. Efrén se le acercó, la reconvino severamente por su audacia y le dijo que, en su condición de mujer, lo que convenía era bajar la vista modestamente al suelo. Pero ella no se inmutó y repuso con presteza: «¡No! Eres tú quien debe mirar al polvo puesto que de ahí vienes. Yo no procedo mal al mirarte, puesto que eres hombre y yo vengo de un hombre». Efrén quedó sorprendido por el ingenio rápido de aquella mujer y exclamó: "¡Si las mujeres de esta ciudad son tan listas, cuánto más sabios deben ser los hombres!» Si bien la solitaria cueva era su morada y su centro de operaciones, no vivía recluido en ella y con frecuencia bajaba a la ciudad para ocuparse de todos los asuntos que afectaban a la Iglesia. A Edessa la llamaba «la ciudad bendita» y en ella ejerció gran influencia. Predicaba a menudo y, al referirse al tema de la segunda venida de Cristo y el juicio final, usaba una elocuencia tan vigorosa, que los gemidos y lamentos de su auditorio ahogaban sus palabras.
Consideraba como su principal tarea combatir las falsas doctrinas que surgían por todas partes y, precisamente al observar el éxito con que Bardesanes propagaba erróneas enseñanzas por medio de las canciones y la música populares, Efrén reconoció la potencialidad de los cánticos sagrados como un complemento del culto público. Se propuso imitar las tácticas del enemigo y, sin duda, gracias a su prestigio personal, pero sobre todo al mérito grande de sus propias composiciones, las que hizo cantar en las iglesias por un coro de voces femeninas, consiguió suplantar los himnos gnósticos por sus propios himnos. A pesar de todo esto, no llegó a ser diácono sino a edad más avanzada. Su humildad le obligaba a rehusar la ordenación y, el hecho de que a veces se le designe como san Efrén el Diácono, apoya la afirmación de algunos de sus biógrafos en el sentido de que nunca obtuvo una dignidad eclesiástica más alta. Aunque por otra parte, en su escritos hay pasajes que parecen indicar que desempeñaba un puesto de presbítero.
Alrededor del año 370, emprendió un viaje desde Edessa a Cesarea, en la Capadocia, con el propósito de visitar a san Basilio, de quien tanto y tan bien había oído hablar. San Efrén menciona aquella entrevista, lo mismo que san Gregorio de Nissa, el hermano de san Basilio, quien escribió un encomio del venerable sirio. Una de las crónicas declara que san Efrén extendió su viaje y que visitó Egipto, donde permaneció varios años, pero semejante declaración no está apoyada por alguna autoridad y no concuerda con los datos cronológicos de su vida, ampliamente reconocidos. La última vez que tomó parte en los asuntos públicos fue en el invierno, entre los años 372 y 373, poco antes de su muerte. Había hambre en toda la comarca y san Efrén se hallaba profundamente apenado por los sufrimientos de los pobres. Los ricos de la ciudad se negaban a abrir sus graneros y sus bolsas, porque consideraban que no se podía confiar en nadie para hacer una justa distribución de los alimentos y las limosnas; entonces, el santo ofreció sus servicios y fueron aceptados. Para satisfacción de todos, administró considerables cantidades de dinero y de abastecimientos que le fueron confiadas, además de organizar un eficaz servicio de socorro que incluía la provisión de 300 camillas para transportar a los enfermos. Según las palabras de uno de sus biógrafos más antiguos, «Dios le había dado la oportunidad de ganarse una corona al término de su existencia». Evidentemente, agotó sus energías en aquellos menesteres, puesto que, terminada su misión en Edessa, regresó a su cueva y sólo vivió treinta días más. Las «Crónicas» de Edessa y las máximas autoridades en la materia, señalan el año de 373 como el de su muerte, pero algunos autores afirman que vivió hasta el 378 o el 379.
San Efrén fue un escritor prolífico. Entre las obras suyas que han llegado hasta nosotros, algunas están escritas en el sirio original y otras son traducciones al griego, al latín y al armenio. Se las puede agrupar como obras de exégesis, de polémica, de doctrina y de poesía, pero todas, a excepción de los comentarios, están en verso. Sozomeno afirma que san Efrén escribió treinta millares de líneas. Sus poemas más interesantes son los «Himnos Nisibianos» (carmina nisibena), de los que se conservan setenta y dos de un total de setenta y siete, así como los cánticos para las estaciones, que todavía se entonan en las iglesias sirias. Sus comentarios comprenden todo el Antiguo Testamento y muchas partes del Nuevo. Sobre los Evangelios no utilizó más que la única versión que circulaba por entonces en Siria, la llamada Diatessaron, la que, en la actualidad no existe más que en su traducción al armenio, no obstante que, en fechas recientes, se descubrieron en Mesopotamia, algunos fragmentos antiguos escritos en griego.
A pesar de que es poquísimo lo que sabemos sobre la vida de san Efrén, no poco es lo que nos ayudan sus escritos a formarnos una idea sobre el hombre que fue. Lo que más impresiona al lector es el espíritu realista y cordialmente humano con que discurre sobre los grandes misterios de la Redención. Se diría que se anticipa a esa actitud de emocionada devoción ante los sufrimientos físicos del Salvador, que no llegó a manifestarse en el Occidente antes de la época de san Francisco de Asís. Es conveniente dar aquí algunas muestras del lenguaje de san Efrén. Por ejemplo, en uno de sus himnos o comentarios (es difícil clasificar de una u otra manera a estas composiciones métricas), el poeta habla del aposento donde tuvo lugar la Ultima Cena, de esta manera:
¡Oh tú, lugar bendito, estrecho aposento en el que cupo el mundo! Lo que tú contuviste, no obstante estar cercado por límites estrechos, llegó a colmar el universo. ¡Bendito sea el mísero lugar en que con mano santa el pan fue roto! ¡Dentro de ti, las uvas que maduraron en la viña de María, fueron exprimidas en el cáliz de la salvación!
¡Oh, lugar santo! Ningún hombre ha visto ni verá jamás las cosas que tú viste. En ti, el Señor se hizo verdadero altar, sacerdote, pan y cáliz de salvación. Sólo Él bastaba para todo y, sin embargo, nadie era bastante para Él. Altar y cordero fue, víctima y sacrificador, sacerdote y alimento...
0 bien, leamos esta descripción del momento en que Jesucristo fue azotado:
Tras el vehemente vocerío contra Pilatos, el Todopoderoso fue azotado como el más vil de los criminales. ¡Qué gran conmoción y cuanto horror hubo a la vista del tormento! Los cielos y la tierra enmudecieron de asombro al contemplar Su cuerpo surcado por el látigo de fuego, ¡El mismo desgarrado por los azotes! Al contemplarlo a Él, que había tendido sobre la tierra el velo de los cielos, que había afirmado el fundamento de los montes, que había levantado a la tierra fuera de las aguas, que lanzaba desde las nubes el rayo cegador y fulminante, al contemplarlo ahora golpeado por infames verdugos, con las manos atadas a un pilar de piedra que Su palabra había creado. ¡Y ellos, todavía, desgarraban sus miembros y le ultrajaban con burlas! ¡Un hombre, al que Él había formado, levantaba el látigo! ¡Él, que sustenta a todas las criaturas con su poder, sometió su espalda a los azotes; Él, que es el brazo derecho del Padre, consintió en extender sus brazos en torno al pilar. El pilar de ignominia fue abrazado por Él, que sostiene los cielos y la tierra con todo su esplendor. Los perros salvajes ladraron al Señor que con su trueno sacude las montañas y mostraron los agudos dientes al Hijo de la Gloria.
El documento conocido con el nombre de «Testamento de San Efrén», nos revela más ampliamente todavía el carácter del santo escritor. A pesar de que, posiblemente, haya sufrido alteraciones y agregados en fechas posteriores, no hay duda de que en gran parte, como afirma Rubens Duval, considerado como una autoridad en la materia, es auténtico, sobre todo los pasajes que reproducimos aquí. San Efrén hace un llamado a sus amigos y discípulos, en el tono emocionado y de profunda humildad que encontrará el lector en los versos que siguen:
Hay varios documentos, tanto en sirio como en griego, que pretenden ser biografías o notas biográficas de san Efrén. Los textos griegos fueron impresos por J. S. Assemani, en su introducción al primer volumen de S.P.N. Ephraem Syri Opera pp. 1-33, y en el prefacio al volumen tercero, pp. 23-35. A los textos sirios se los encontrará en Bibliotheca Orientalis, vol. I, p. 26, de Assemani y en S. Ephraem, Syri Hymni et Sermones, vol. II, pp. 5-90, de Lamy. También hay dos textos similares, de origen nestoriano, impresos en Patrología Orientalis, vol. IV, pp. 293-295, y vol. V, pp. 291-299. Por regla general se afirma que no puede depositarse ninguna confianza en las informaciones que proceden de esas fuentes. La discusión del carácter o la autenticidad de los trabajos que le han sido atribuidos a san Efrén, no tiene cabida en esta obra. El Testamento de San Efrén, un escrito muy interesante, fue traducido y editado con comentarios críticos por Rubens Duval en el Journal Asiatique de 1901, pp, 234-318.
La Liturgia de las Horas utiliza en cinco días del año lecturas de san Efrén, que pueden servir como adecuada introducción a su estilo y pensamiento: Viernes III de Pascua: La cruz de Cristo, salvación del género humano; VI Domingo del Tiempo Ordinario: La palabra de Dios, fuente inagotable de vida; Jueves, I semana de Adviento: Vigilad, pues vendrá de nuevo; el propio día del santo: Los designios divinos son figura del mundo espiritual; y el día de la BVM de Fátima: María sola abraza al que todo el universo no abarca.
Imágenes: la primera es un ícono sirio, y la segunda es «La muerte de san Efrén», un mural anónimo en una celda del Monte Athos.