Bernardo, en el siglo Filippo, religioso profeso capuchino, fue un joven irascible y violento, que a la vez se sentía comprometido con los pobres y los oprimidos. Arrepentido de la violencia ejercida en cierta ocasión, ingresó a la edad de 27 años en religión, donde se dedicó al ejercicio de tareas domésticas, mientras vivía cada vez con mayor intensidad en penitencia y alta contemplación. Murió en Palermo. Fue beatificado por Clemente XIII el 15 de mayo de 1768, y canonizado por Juan Pablo II el 10 de junio del 2001.
Filippo Latini, que así se llamaba de seglar nuestro santo, nació en Corleone (Sicilia, Italia), el 6 de febrero de 1605. De joven ejerció el oficio de zapatero. Su casa era conocida como «la casa de los santos», porque tanto su padre como sus hermanos eran muy caritativos y virtuosos. Por ello, recibió una buena formación religiosa y moral. Era muy devoto de Cristo crucificado y de la santísima Virgen. Sin embargo, tenía un carácter muy fuerte. En cierta ocasión, tuvo un enfrentamiento con otro joven; después de las palabras pasaron a las manos: ambos desenfundaron la espada y, tras un breve duelo, el otro quedó gravemente herido. Al huir de la justicia humana, buscó refugio en una iglesia, invocando el derecho de asilo, pero, aunque se libró de la justicia humana, no pudo escapar de su conciencia.
En la soledad y en la meditación reflexionó largamente sobre el delito cometido y sobre toda su vida, desperdiciada, inútil y disipada, odiosa a los demás y dañina para su alma, lo más precioso que el hombre posee. Se arrepintió, invocó el perdón de Dios y de los hombres e hizo áspera penitencia. Para reparar sus pecados, con vestidos de penitente decidió tomar el sayal de los Hermanos Menores Capuchinos. Abandonó Corleone, que le recordaba su pasado, y llamó a la puerta del convento de Caltanissetta, en Sicilia, donde fue admitido y tomó el nombre de Bernardo.
Como laico profeso de la orden de los Frailes Menores Capuchinos, fue en verdad un hombre nuevo, decidido a alcanzar una perfección cada vez más alta, con humildad, obediencia y austeridad. En el convento ejerció casi siempre el oficio de cocinero o ayudante de cocina. Además, atendía a los enfermos y realizaba una gran cantidad de trabajos complementarios, con el deseo de ser útil a todos, a los hermanos sobrecargados de trabajo y a los sacerdotes, a los que lavaba la ropa y prestaba otros servicios. Dormía en el suelo, no más de tres horas diarias, y multiplicaba sus ayunos.
Aunque inculto e iletrado, alcanzó las alturas de la contemplación, conoció los más profundos misterios, curó enfermos, distribuyó consuelos y consejos, intercedió con su oración para alcanzar de Dios abundantes gracias para los demás. Esto lo realizó durante treinta y cinco años, hasta su muerte. Su oración asidua, su caridad ferviente, su filial devoción a la Virgen Inmaculada y su acendrada devoción a la Eucaristía -a pesar de las costumbres de aquellos tiempos, recibía la comunión diariamente-, fueron el secreto de su santidad. Se preocupó por conformarse a Cristo crucificado. Tomó en serio el Evangelio y trató siempre de vivirlo con todas sus consecuencias.
Murió el 12 de enero de 1667 en Palermo. Tenía 62 años. El papa Clemente XIII lo beatificó el 15 de mayo de 1768, y Juan Pablo II lo canonizó el 10 de junio del 2001.
De L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 8-VI-2001, que tomamos del santoral franciscano.