A san Antelmo se le considera, con justicia, como uno de los eclesiásticos más importantes de su época, debido a los servicios que prestó a la Iglesia como obispo de Belley, como ministro general de la Orden de los Cartujos en una etapa crítica de su desarrollo, y como un destacado defensor del verdadero Papa en contra de un pretendido Pontífice que contaba con el apoyo de todas las fuerzas del emperador.
Antelmo nació en el año de 1107, en el castillo de Chignin, a unos doce kilómetros de Chambery. Al recibir las órdenes, era un joven sacerdote de sólidos principios, hospitalario y generoso, pero que se interesaba demasiado en las cosas de este mundo. Sin embargo, sus frecuentes visitas al convento de los cartujos, en Portes, donde tenía parientes, transformaron radicalmente sus ambiciones. Lo que presenció de la vida en comunidad de los monjes y lo que aprendió en sus pláticas con el prior, bastó para mostrarle su verdadera vocación y, en consecuencia, abandonó el mundo para tomar el hábito de san Bruno, alrededor del 1137. Antes de que hubiese terminado el noviciado, se le envió a la Gran Cartuja, que acababa de perder una buena parte de su edificio, destruida por una alud. En el gran centro cartujo, Antelmo, con su ejemplo y sus cualidades naturales de hombre práctico, favoreció el renacimiento del fervor y la reanudación de la prosperidad del monasterio.
Tras la renuncia de Hugo I, en 1139, fue elegido como séptimo prior de la «Grande Chartreuse». Su primer cuidado fue el de reparar el edificio dañado, al que, una vez renovado, rodeó con una muralla. Mandó construir un acueducto y dio impulso a la agricultura y al pastoreo en los campos de la abadía; mientras tanto, no cesaba de predicar sobre la obediencia a la regla en su sencillez original. Pronto tuvo la satisfacción de ver sus esfuerzos coronados por el éxito. Hasta entonces, los monjes cartujos habían sido independientes uno del otro y cada cual estaba sujeto únicamente al obispo. Antelmo fue el que convocó al primer capítulo general, por el que la Gran Cartuja quedó constituida como la casa madre. De esta manera, él mismo fue de hecho, aunque no de nombre, el primer ministro general de la orden.
No es de sorprender que la reputación de su santidad y de su ciencia atrajesen a numerosos reclutas; entre éstos, que recibieron el hábito de sus manos, figuraba su propio padre, uno de sus hermanos y el conde Guillermo de Nivernais, que no pasó de hermano lego. También fue san Antelmo quien comisionó al beato Juan Hispano para que redactase la constitución para la comunidad de mujeres que desearan someterse a la regla de los cartujos.
Después de gobernar sabiamente durante doce años la Gran Cartuja, pudo renunciar, en 1152, para gran satisfacción propia, a un puesto que nunca había deseado. Inmediatamente se retiró a una celda para vivir en soledad, pero no fue por mucho tiempo. Bernardo, el fundador y primer prior del monasterio de Portes, obligado por lo avanzado de su edad, delegó su cargo y, a solicitud suya, Antelmo fue su sucesor. El trabajo de los monjes había acarreado una inusitada prosperidad al monasterio, cuyos arcones y cuyos graneros estaban llenos a reventar. El nuevo prior consideraba que tanta abundancia era incompatible con la pobreza evangélica y, en vista de la escasez que prevalecía en la comarca circundante, ordenó la libre distribución de granos y dinero, a todo el que acudiese a solicitar ayuda. Los necesitados fueron tantos, que el prior vendió algunos de los ornamentos de la iglesia para dar limosnas. Dos años más tarde, regresó a la Gran Cartuja para entregarse, durante algún tiempo, a la vida de contemplación de un simple monje. Fue entonces cuando le vino a la cabeza la idea de ocuparse de los asuntos de la Iglesia, fuera de su orden.
En el año de 1159, la cristiandad occidental estaba dividida en dos campos: uno favorecía las reclamaciones del verdadero Papa, Alejandro III, el otro apoyaba al antipapa «Víctor IV», protegido por el emperador Federico Barbarroja. Antelmo se lanzó a la lucha, junto con Godofredo, el sabio abad cisterciense de Hautecombe. Ambos tuvieron éxito en el reclutamiento de su propia comunidad de monjes elegidos en diversas órdenes, pero que apoyaban al Papa Alejandro, y organizaron su causa, en Francia, en España y aun en Inglaterra.
Sin duda que, por lo menos en parte debido a su agradecimiento por aquellos esfuerzos, el Papa Alejandro atendió a un llamado de atención que se le hizo para que ocupase la sede vacante en la diócesis de Belley con un partidario suyo y puso aparte a todos los candidatos para nombrar a Antelmo. Fue en vano que el cartujo suplicase, aun con lágrimas en los ojos, que se le dispensara; el Papa insistió, y Antelmo se vio obligado a aceptar. Fue consagrado obispo el 8 de septiembre de 1163.
En su diócesis había numerosos aspectos que necesitaban ser reformados, y Antelmo comenzó a trabajar en ello con su característica energía. En el primer sínodo que convocó, hizo un impresionante llamado a sus clérigos para que cumpliesen con la gran misión que les había sido confiada: la observancia del celibato eclesiástico no se tomaba en cuenta, y no pocos sacerdotes vivían, ostensiblemente, como hombres casados. Al principio, el obispo recurrió tan sólo a las advertencias y a las medidas de persuasión, pero al cabo de dos años, al ver que las cosas seguían más o menos lo mismo en algunos círculos, impuso un castigo ejemplar a los renuentes, privándoles de sus beneficios eclesiásticos.
Con igual firmeza trató el desorden y la opresión entre los laicos; ninguno de los anteriores obispos de Belley había sido tan valiente y temerario. Cuando Humberto III, conde de Maurienne, en violación a los derechos de jurisdicción de la Iglesia sobre los clérigos, metió en la cárcel a un sacerdote acusado de malversación, Antelmo envió un prelado para que pusiese en libertad al prisionero. En la reyerta que se produjo cuando el conde Humberto trató de impedir que el prelado se llevase al reo, éste resultó muerto. Ni siquiera por la expresa solicitud del Papa alivió su rigor el obispo Antelmo: cuando supo que Alejandro III, con quien se hallaba el conde Humberto en relaciones amistosas, había anulado la acusación, se retiró indignado al monasterio de Portes y protestó enérgicamente con el alegato de que el Papa había actuado ultra vires, puesto que ni el propio san Pedro habría tenido poderes para dejar libre de culpa y cargo y aun de censura, a un pecador impenitente. Con trabajo se le convenció para que retornase a su diócesis, pero nada sirvió para inducirle a que aceptase a Humberto en la comunión. Sin embargo, se mantenían en el mismo plano de excelencia sus relaciones con Roma, y no tardó en encomendársele una misión como legado en Inglaterra, para hacer el intento de reconciliar al rey Enrique II y a Santo Tomás Becket; pero las circunstancias le impidieron partir.
Todavía más notable fue la amistad y el favor de que le dio muestras su antiguo antagonista, el emperador. Pero ni los honores de los más altos dignatarios de la Iglesia y el Estado, ni tampoco los deberes pastorales, que cumplió con tanta prudencia y sabiduría, apartaron su corazón de su amada comunidad y nunca vivió de distinta manera que el más humilde de los monjes cartujos. El tiempo que le dejaban libre sus tareas, lo ocupaba en visitar la Gran Cartuja u otra de las casas de la orden. Tenía gran afecto por otras dos instituciones: una comunidad de solitarias mujeres en un lugar llamado Bons y una casa para leprosos, donde solía atender personalmente a los enfermos. El curso de los años no menguó su actividad; pero en cierta ocasión, cuando se ocupaba en distribuir víveres durante una época de hambre, fue súbitamente atacado por una fiebre que habría de resultarle fatal. Poco antes de entrar en agonía, tuvo la satisfacción de recibir la visita del conde Humberto, quien acudía a solicitar su perdón y a prometer enmienda. San Antelmo murió el 26 de junio de 1178, a la edad de setenta y dos años. San Hugo de Lincoln, al regresar de su última visita a la Gran Cartuja, poco antes de morir, pasó por Belley y se detuvo a presentar el tributo de su veneración a los restos de su viejo amigo Antelmo, cuya fama de santidad se extendía rápidamente por los milagros que se obraban en su tumba.
En el Acta Sanctoram, junio, vol. VII, los bolandistas imprimieron una vida de san Antelmo que, al parecer, fue escrita en su época y cuya copia se obtuvo en la Gran Cartuja. Las virtudes y trabajos del santo se discuten detalladamente en los Anuales Ordinis Cartuciensis, recopilados por Dom Le Couteulx, vols. I y II.