La Cruz de Jesucristo, llevada a Persia por Cósroes, el año 614, después del sitio y saqueo de Jerusalén, siguió obteniendo victorias. El trofeo visible de una de ellas fue san Anastasio, un joven soldado del ejército persa que se llamaba Magundat. Al saber que el rey había traído la Cruz desde Jerusalén, Magundat comenzó a informarse sobre la religión cristiana. Las verdades de la fe le impresionaron de tal modo que, al volver a Persia después de una expedición, abandonó el ejército y se retiró a Hierápolis. Allí se alojó en casa de un herrero, cristiano persa muy devoto, con el que hacía frecuentemente oración. Las imágenes sagradas que el herrero le mostraba, le impresionaban profundamente, y le daban ocasión de instruirse más y de admirar el valor de los mártires, cuyos sufrimientos estaban representados en las iglesias. Pasó después a Jerusalén, donde fue bautizado por el obispo Modesto, y recibió el nombre cristiano de Anastasio (es decir, Resucitado), para recordarle, según el significado de la palabra griega, que había resucitado de entre los muertos a una vida espiritual. Para cumplir plenamente sus votos y obligaciones bautismales, Anastasio solicitó ser recibido en un convento de Jerusalén. El abad le ordenó que estudiase el griego y aprendiese de memoria el salterio; después, le cortó los cabellos y le concedió el hábito monacal en el 621.
Los primeros pasos en la vida monástica del futuro mártir no fueron fáciles. El demonio le asaltó con toda especie de tentaciones, recordándole las prácticas supersticiosas que su padre le había enseñado. Anastasio se defendió, manifestando a su confesor todas sus dificultades e insistiendo en la oración y el cumplimiento de sus obligaciones. Movido de un gran deseo de dar su vida por Cristo, Anastasio pasó a Cesarea, que se hallaba entonces bajo el dominio persa. Habiendo atacado audazmente los ritos y supersticiones de la religión de sus paisanos, fue aprehendido y llevado ante el gobernador Marzabanes, a quien declaró que era persa de nacimiento y que se había convertido al cristianismo. Marzabanes le condenó a ser encadenado por el pie a otro criminal, a llevar una cadena desde el cuello hasta el otro pie, y a transportar piedras. Más tarde, el gobernador le mandó llamar nuevamente, pero no pudo conseguir que Anastasio abjurase de la fe. El juez le amenazó con escribir al rey si no cedía, a lo cual respondió el santo: «Escribe a quien quieras; yo soy cristiano, y no me cansaré de repetirlo; soy cristiano». El juez le sentenció a ser apaleado. Los verdugos se preparaban a atarle en el suelo, pero el santo declaró que se sentía con valor suficiente para resistir el suplicio sin que le atasen. Simplemente, pidió permiso de quitarse su hábito de monje, para que no fuese tratado con el desprecio que sólo su cuerpo merecía. Quitándose, pues, el hábito, se tendió en el suelo y permaneció inmóvil durante la tortura. El gobernador le amenazó nuevamente con informar al rey sobre su obstinación. Anastasio respondió: «¿A quién debo temer: a un hombre mortal, o al Dios que hizo todas las cosas de la nada?» El juez le repitió que sacrificase al fuego, al sol y a la luna. El santo replicó que nunca reconocería como dioses a las criaturas que Dios había hecho para el servicio del hombre. El gobernador le mandó nuevamente a la prisión.
El abad de Anastasio, al recibir la noticia de su martirio, le envió dos monjes y ordenó que se hicieran oraciones por él. El santo, que pasaba el día acarreando piedras, tenía todavía fuerzas para emplear gran parte de la noche en la oración. Uno de sus compañeros le sorprendió orando y se maravilló al verle reluciente, como un espíritu glorioso y rodeado de ángeles, y llamó a otros presos para mostrárselo. Anastasio estaba encadenado a un malhechor condenado por un crimen público. Para no molestarle, el santo oraba con la cabeza inclinada y con el pie junto al de su compañero. Marzabanes hizo saber al mártir que el rey estaba dispuesto a contentarse con una simple abjuración oral, y que el santo quedaría después en libertad de elegir entre la corte o el convento. El gobernador le hacía notar que podía guardar en su corazón su fe en Jesucristo, ya que bastaba con que renunciase a Él de palabra en su presencia, en forma totalmente privada, «de suerte que no sería una gran injuria a Jesucristo». Anastasio contestó que jamás representaría la comedia de renegar de Dios en apariencia. Entonces, el gobernador le dijo que tenía orden de enviarle encadenado a Persia para comparecer ante el rey. «No es necesario que me encadenes -replicó el santo-, que yo iré voluntaria y gozosamente a sufrir por Cristo». El día señalado, el mártir partió de Cesarea con otros dos prisioneros cristianos, seguido por uno de los monjes que su abad había enviado. Dicho monje fue quien escribió más tarde las actas de su martirio.
Una vez llegados a Betsaloe de Asiria, cerca del Eufrates, donde se hallaba el rey, los prisioneros fueron encerrados en un calabozo, mientras llegaba la orden de comparecer ante el soberano. Un legado del rey fue a interrogar al santo, quien respondió así a sus magníficas promesas: «Mi pobre hábito religioso es una prueba de que desprecio de todo corazón las vanas pompas del mundo. Los honores y riquezas que me ofrece un rey que morirá pronto, no me tientan». Al día siguiente, retornó el legado e intentó doblegar al santo con amenazas, pero éste le dijo tranquilamente: «Señor, no gastéis inútilmente vuestro tiempo conmigo. Por la gracia de Cristo espero permanecer inconmovible. Haced, pues, vuestra voluntad sin tardanza». El legado le sentenció a ser apaleado a la manera persa. El castigo se repitió durante tres días; al tercer día el juez ordenó que tendieran de espaldas al mártir y que descargaran sobre él una pesada plancha sobre la que se hallaban dos soldados. El cuerpo del mártir fue macerado hasta los huesos. El legado de Cósroes, admirado ante la paciencia y tranquilidad del santo, fue a informar nuevamente al soberano. Durante la ausencia del legado, el carcelero, que era cristiano, pero carecía del valor suficiente para renunciar a su cargo, dejó entrar a la prisión a cuantos lo deseaban. Los cristianos acudieron al punto; todos querían besar los pies y las cadenas del mártir y conservar como reliquias todos los objetos que habían tocado su cuerpo. El santo, confuso e indignado, trató de impedir esto, pero no lo consiguió. Después de infligirle nuevos suplicios, Cósroes ordenó finalmente que Anastasio y todos los prisioneros cristianos fuesen ejecutados. Los dos compañeros de Anastasio y otros sesenta y seis cristianos fueron estrangulados en su presencia, uno tras otro. Anastasio, con los ojos fijos en el cielo, dio gracias a Dios por la muerte tan feliz que le esperaba, y declaró que hubiese deseado un suplicio más largo; pero, viendo que Dios había reservado para él ese ignominioso castigo de esclavos, lo aceptó gozosamente. Los verdugos le estrangularon y después le decapitaron.
El martirio tuvo lugar el 22 de enero del año 628. El cadáver de Anastasio y los de sus compañeros fueron arrojados a los perros, pero éstos dejaron intacto el cuerpo del mártir. Los cristianos lo recogieron más tarde y le dieron sepultura en el monasterio de San Sergio, a un kilómetro y medio del lugar de su martirio. El sitio se llamaba Sergiópolis (actualmente Rasapha, en Irak). El monje que le había asistido durante su martirio se llevó consigo el «colobium» del santo, es decir, su túnica de lino sin mangas. Más tarde, las reliquias de san Anastasio fueron trasladadas a Palestina, después a Constantinopla, y finalmente a Roma, donde quedaron depositadas en la iglesia de San Vicente. Esta es la razón por la que los dos mártires son celebrados en el mismo día.
El séptimo Concilio Ecuménico, Nicea II, reunido contra los iconoclastas, aprobó el uso de las imágenes de este mártir que se conservaban y veneraban en Roma junto con su cabeza. Se dice que dichas imágenes se hallan todavía en la iglesia de los santos Vicente y Anastasio.
El texto griego de la Vida de san Anastasio fue publicado por H. Usener en 1894; en Acta Sanctorum, 22 de enero, se encontrará una antigua versión latina. Hefele-Leclercq, Conciles, vol. III, p. 766, ofrece un breve resumen de los documentos de la cuarta sesión del séptimo Concilio Ecuménico; el texto completo puede leerse en Mansi, Concilia, vol. XIII, pp. 21-24; Bibl. Hagiográfica Griega, n. 6; Bibl. Hagiográfica Latina, n. 68.